Hace poco, a la mitad de la cena de un jueves reciente, mi hija de 13 años, Sasha, nos hizo una pregunta a mi esposa y a mí: ¿puedo faltar a la escuela mañana?
Esto me pareció bastante comprensible. Los estudiantes de secundaria en la ciudad de Nueva York —y en otras partes también— han tenido un par de años complicados, pues quedaron atrapados entre la pandemia, la velocidad con la que cambiaron sus cuerpos y emociones, y las ambiciones y expectativas inalterables de sus padres. A medida que el octavo grado se acerca poco a poco a su final, Sasha ha manejado bien esas presiones. Pude comprender por qué quería un descanso.
Sin embargo, como era de esperarse, la respuesta fue “no”. No puedes faltar a la escuela, le dijimos mi esposa, Jean, y yo. Simplemente no puedes. No está permitido. ¡Que no!
Pero también le ofrecí un consejo no solicitado a Sasha: la próxima vez que quieras faltar a la escuela, no les cuentes a tus padres. Solo vete. Ve a tiendas de ropa vintage, come tu comida favorita (onigiri), acuéstate boca arriba en Prospect Park y observa las nubes. Después de todo, ¿no es ese el objetivo de faltar a la escuela? ¿Andar a escondidas, perder el tiempo y tomar distancia del sistema arbitrario que te envuelve? ¡Al diablo con pedir permiso! De eso se trata ser adolescente: de hacerte una vida privada debajo de las narices de las figuras de autoridad que te rodean.
Sasha dijo que no, que ella no haría eso. No porque sea una santurrona, sino porque es demasiado floja como para planear el subterfugio… suena tan agotador como el álgebra. Esta dinámica tal vez también es de esperarse: la rebeldía distante de la generación X se enfrentaba a la sinceridad indolente de la generación Z.
No obstante, cuando observo el paisaje cultural más amplio, me siento aislado en mi permisividad. Los padres —o al menos los padres que parecen obtener la atención de los medios— se escandalizan por cualquier cosa que ven, leen y hacen sus hijos.
Hace poco, salieron los padres que odiaron Red, la película de Disney Pixar sobre una chica china-canadiense de 13 años que se transforma en un gigantesco panda rojo en los momentos en que experimenta emociones o vergüenzas intensas… y quien se rebela en contra de su madre perfeccionista: le empiezan a gustar los chicos, miente sobre sus actividades extracurriculares y (lo peor de todo) escucha mala música pop. Esos padres se quejaron de que la película promovía valores negativos y que su retrato de la pubertad y una menstruación metafórica simplemente era demasiado maduro para una audiencia influenciable.
Luego están los padres de todo Estados Unidos que siguen indignados con lo que se enseña en las escuelas públicas. Para algunos, el hecho de que, históricamente, esta nación no ha logrado estar a la altura de sus ideales parece ser tan alarmante que ejercen presión a favor de que haya leyes estrictas en torno a lo que pueden decir los maestros al respecto en clase. Para otros, cualquier conversación sobre temas de la comunidad LGBTQ es terrorífico. Y, aunque la mayor parte de las 729 objeciones contra libros y materiales educativos que monitoreó el año pasado la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos estaba relacionada con obras que abordaban la experiencia de personas negras o de la comunidad LGBTQ, y se consideró que muchas obras incluían “contenido sexual demasiado explícito”, también se han prohibido novelas clásicas en escuelas de distritos más liberales debido a objeciones en contra de los insultos raciales en sus páginas.
Si dejamos de lado las batallas políticas de siempre entre la izquierda y la derecha, lo que está en juego aquí son dos concepciones fundamentalmente distintas sobre la responsabilidad de los padres con sus hijos, con el mismo objetivo final: ¿les ofreces a tus hijos una amplia exposición al mundo, con toda su belleza y crudeza, con la esperanza de que tomen buenas decisiones? ¿O intentas protegerlos de las ideas y actividades que consideras peligrosas o inmorales… con la misma esperanza de que tomen buenas decisiones? Sin duda, ambos enfoques involucran un salto de fe. Y es imposible adherirte por completo a cualquiera de las dos filosofías.
Entiendo el deseo de persuadir a tus hijos para que piensen y vivan como tú. Es decir, ¿quién quiere que su progenie rechace por completo los valores, gustos y creencias con los que ha sido criada? ¿Que adopte ideas, estructuras y planes con los que no estamos de acuerdo o incluso consideramos repugnantes a nivel moral? Sin duda espero que Sasha y su hermana de 9 años, Sandy, sigan mis pasos metafísicos, de alguna manera. Idealmente, crecerán para convertirse en trotamundos políglotas con predilecciones por la comida condimentada, vestirse ligeramente a la moda y hacer nuevos amigos. Sin embargo, siempre que no terminen siendo avaras, egoístas o las lideresas de un culto a la personalidad fascista (estoy pensando en ti, Sandy), Jean y yo quedaremos satisfechos.
Para mí, el enfoque sin mucha intervención es el más realista, pues este reconoce que nuestros hijos están, en un sentido básico, más allá de nuestro control: no son objetos preciados e ingenuos a los que debamos proteger de una cultura, sino seres humanos pensantes y sintientes cada vez más independientes que están ocupados tomando sus propias decisiones (y que, en todo caso, lo más seguro es que lleven consigo dispositivos que les dan acceso sin restricciones a millones de ideas e imágenes, sin ningún control significativo).
Quiero que mis hijas lean, vean y escuchen cualquier cosa que despierte su interés, aunque a mí no me guste. A Sasha le encanta Ataque a los titanes, una violenta serie de anime de colores chillones con mensajes fascistas de fondo, y no tengo problema con eso… pero me preocupa que mis hijas vean Todo en 90 días y les den curiosidad las Kardashian. Pueden distinguir la fantasía de la realidad, pero ¿la telerrealidad de la realidad? Eso es más complicado.
Sin embargo, no voy a dictar sus preferencias: quiero que se abran paso por este planeta inmenso y desordenado por sí solas, cuando tengan la edad suficiente… y estén listas para cuando las cosas no salgan como ellas quieren. Como padre, dejar ir a los hijos puede ser aterrador a veces, porque se toparán con peligros reales. Por ejemplo, el año pasado, tuvimos una conversación agradable sobre lo que Sasha debería hacer si —o, en realidad, cuando— un hombre le exponga sus genitales en el metro de la ciudad de Nueva York.
Esta no es una crianza liberal moderna; en todo caso, es anticuada. Antes de la era de los hiperpadres, la generación del baby boom crio a los niños de la generación X, como yo, para que estuviéramos solos en casa, así que nos hacíamos nuestros propios refrigerios y veíamos la televisión durante horas. Tal vez no lo apreciamos en aquel entonces, pero esto engendró una independencia que no sé cómo habríamos desarrollado de otra manera.
Quisiera agradecerle a esa generación por eso, pero dudo que fuera una decisión consciente de crianza de su parte. Es más probable que simplemente así fueran las cosas en esa época de trabajo, educación y cultura estadounidense. No tenían muchas alternativas, así como nosotros tampoco tenemos muchas opciones en la actualidad, sin importar las historias que nos contemos. Todos nos las estamos arreglando como podemos, nos enfocamos en esas extrañas oportunidades en las que podemos decidir, cruzamos los dedos y esperamos haber hecho lo mejor.
Sobre todo, quiero que mis hijas vean con claridad, estén preparadas y confíen en su entrenamiento, buena parte del cual obtienen mediante las charlas de sobremesa como la que tuvimos sobre faltar a la escuela. Hasta ahora, esta estrategia ha funcionado. Hace poco, Sasha y una amiga vieron un episodio de Euphoria, la serie de HBO sobre adolescentes que transitan un mundo lleno de drogas y sexo, y mi hija decidió que era demasiado adulta. (Jean y yo la vimos para entender… y decidimos que también era demasiado adulta para nosotros).
Fuente: NYT
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