Con el lenguaje, el cerebro nos fascina tanto como lo haría un mago: basta un instante para que una frase surja del vacío. Bien mirado, es casi milagroso que usted sea capaz de descifrar las palabras colocadas, una tras otra, en este texto, y reconstruir el significado que esconden.
Sin embargo, allá donde hay un espectáculo de magia existe también un grupo irreverente que somete a examen cada gesto del ilusionista, buscando un movimiento –quizá sutil– que delate el engaño. El lenguaje no es una excepción. Aunque miremos el interior de nuestro cráneo con una timidez casi ancestral, no hay milagro alguno, solo una estricta causalidad biológica.
Desde el nacimiento de las escuelas cognitivistas, de la mano de Lakoff y Langacker, los lingüistas comenzaron a examinar el lenguaje bajo una nueva perspectiva: como una capacidad derivada del sistema cognitivo del individuo. En cierto sentido, esta óptica no fue completamente revolucionaria. Desde el siglo XIX se tenía constancia de dos regiones del cerebro, las áreas de Broca y Wernicke, que parecían estar vinculadas respectivamente a la producción y decodificación de mensajes. Más allá de esta descripción, los mecanismos de acción del cerebro siguieron siendo una cuestión oscura y de difícil solución a causa de las limitaciones técnicas y teóricas del momento.
Para poner en contexto hasta dónde llegaban estas barreras bastará decir que cuando, en 1864, Paul Pierre Broca descubrió el área que lleva su apellido, aún faltaban dos años para que los experimentos de Pasteur descartaran definitivamente la hipótesis de la generación espontánea. Aún hoy, pese a la revolución técnica que ha sufrido la biología, las limitaciones tecnológicas siguen constituyendo uno de los grandes escollos para el avance de la neurociencia: para estudiar un cerebro vivo hay que hacerlo de refilón, mediante sombras, como si nos encontráramos en esa caverna de la que habla Platón.
De este modo, la investigación anatómica del lenguaje no avanzó mucho más hasta que, en la década de 1980, aparecieron nuevas técnicas de trazado neuronal o resonancias magnéticas (fMRI). Esto llevó a los investigadores a sumergirse de manera más exhaustiva en el funcionamiento del cerebro y, como suele suceder en los campos inexplorados, cada nuevo descubrimiento comenzó a ensanchar el panorama de nuestra ignorancia.
El cerebelo es una región pequeña que se encuentra pegada a la pared posterior del tronco del encéfalo y presenta numerosos lóbulos distribuidos en dos hemisferios. Traduciendo: una estructura situada justo encima de la nuca y que tiene aproximadamente, el tamaño y la forma de dos pelotas reglamentarias ping pong pegadas. Resulta sorprendente que una región tan pequeña contenga más de la mitad de la neuronas de nuestro encéfalo.
Durante años, de hecho, los fisiólogos habían supuesto que el cerebelo funcionaba como integrador de las acciones motoras del cuerpo. Si tuvieras que lanzar a canasta, recortar cuidadosamente un dibujo o conducir en una calle concurrida, el cerebelo recopilaría la información del entorno, la mezclaría y coordinaría una respuesta motora. Con la repetición de una acción, el cerebelo ganaría en precisión hasta conseguir automatizar una respuesta casi perfecta. A todas luces, la teoría debía ser correcta (al menos eso pensaron los médicos puesto que, con frecuencia, los pacientes con lesiones en el cerebelo eran incapaces de realizar tareas que requiriesen precisión motriz). Pero fue este efecto tan evidente lo que hizo pasar por alto uno de los grandes secretos del cerebelo.
En 1988, Steven Petersen puso en marcha un experimento que marcaría un punto de inflexión en la neurolingüística. Su objetivo: medir la respuesta del cerebro cuando se le mostraban distintas palabras. Para ello utilizó la tecnología PET (tomografía por emisión de positrones), que por aquel entonces comenzaba a darse a conocer. Así, se pidió a los participantes realizar varias tareas como leer una serie de términos o repetir las palabras de una grabación. En una de ellas se debía elegir una palabra asociada con otra que les había sido presentada: por ejemplo, ante la palabra «tarta» se podrían sugerir verbos como «comer». Cuando se analizaron los resultados de estas asociaciones se encontró algo sorprendente: el cerebelo aparecía como una de las áreas con mayor activación.
¿Cómo era posible? ¿No se encargaba solo de coordinar nuestros movimientos? Tras el revolucionario hallazgo, las investigaciones se lanzaron a la búsqueda de evidencias anatómicas que pudieran arrojar luz sobre esas funciones hasta entonces desconocidas. Comenzaron a desenredar las rutas neuronales que salían del cerebelo y rastrearon hacia dónde llevaban esos caminos.
Casualmente, la mayoría conectaban con las zonas del cerebro tradicionalmente habían estado asociadas a tareas analíticas, a la atención o a la memoria. Estas conexiones, que eran además mucho más numerosas que aquellos caminos encargados de controlar nuestros movimientos, apuntaban a que el cerebelo trabajaba junto al cerebro en un gran número de tareas que hasta entonces se habían pasado por alto.
Aunque el mecanismo de acción del cerebelo era un misterio –sigue siéndolo–, estos descubrimientos pusieron a los lingüistas tras una nueva pista para descubrir cómo somos capaces de hablar. Se revisaron los historiales médicos de pacientes con lesiones cerebelosas y se revelaron numerosos casos de agramatismo, pacientes incapaces de conjugar los verbos, que olvidaban cómo utilizar las preposiciones y artículos o que pronunciaban frases como «lo a menudo pienso».
Los lingüistas contemplaron así la idea de que el cerebelo no solo automatizara movimientos, sino también acciones mentales. Podía contener modelos complejos que utilizáramos continuamente, lo que, en el ámbito del lenguaje, encajaba a la perfección con lo necesario para almacenar la gramática y morfología de una lengua. Se formuló así una hipótesis que proponía que el cerebelo era el encargado de guardar esas reglas y supervisar que las oraciones que construye un hablante las cumplieran.
Frente a lo desconocido
Desde que somos pequeños aprendemos una lengua de modo inconsciente hasta que somos capaces de hilar sin esfuerzo cada palabra con las demás. Constantemente elegimos unos términos frente a otros, combinándolos entre sí para que porten la idea que ha germinado en nuestra cabeza. Este mecanismo funciona sin esfuerzo, de manera intuitiva: aunque pimoto sea una palabra inventada, una vez la ha leído en un oración como «hay un pimoto en el jardín» sabe que podrá decir «los pimotos» o «demasiados pimotos», que podrá acompañarlo de adjetivos como aterrador o grande, pero no aterradora. Podría suceder que, cuando hablara a un amigo del pimoto, que vio el otro día dijera «me lo encontré» pero no «lo me encontré» porque, aunque no se haya parado a pensarlo, su cerebro y cerebelo saben que el orden de las palabras importa.
Esta respuesta inmediata requiere un circuito cerebral complicadísimo, con innumerables operaciones automatizadas y la participación simultánea de diversas áreas de nuestro cerebro. Es más, en 2011, nuevos experimentos midieron los impulsos nerviosos que producían distintas personas al exponerse a frases con errores gramaticales. Aquellos pacientes con lesiones en el cerebelo tenían respuestas mucho más lentas que la media, encontrándose así una nueva (y contundente) prueba de la implicación directa del cerebelo en el procesamiento y producción del lenguaje.
Imagen: John Gentry Art
Fuente: Ethic
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