martes, 5 de julio de 2022

Lentitud y atención como rebelión en un mundo acelerado


Nos hemos acostumbrado peligrosamente a imprimir y acoger ritmos rápidos, vertiginosos y poco conscientes en nuestra vida. Nos movemos de un lado a otro sin recapacitar en la importancia del tránsito: de casa al trabajo o al centro de estudios, y vuelta a casa, hipnotizados y narcotizados, en los escasos entreactos de los que disponemos, con un sinfín de aplicaciones y aparatos tecnológicos que mantienen nuestra capacidad de desear constantemente despierta y espoleada en medio del infierno de lo igual.

Twitter, Instagram y un sinfín de redes sociales aportan material en apariencia siempre novedoso, sin que paremos mientes en que lo que se nos ofrece no es más que lo mismo camuflado bajo capa de algo singular. Hoy, el negocio estriba en adueñarse de nuestra atención a través de este perverso mecanismo.

Cuando nos dicen que «la vida son dos días» tengo la impresión de que intentan contagiar una prisa que no siempre se necesita. Leer y pensar despacio, amar despacio, tomar un café o pasear despacio. Es muy urgente recuperar la capacidad para disfrutar de la lentitud de los procesos. De vivir sin prisa(s). De alimentar la lentitud. Por todos lados nos presentan el tiempo como algo que se pierde: «Escucha resúmenes de libros para no perder tiempo», «Pide comida para no perder tiempo», «Miles de podcasts educativos para no perder tu tiempo estudiando», etc. Nos empujan a olvidar que hay actividades con las que, en su pausado ejercicio, el tiempo se gana, se conquista y enriquece.

En paralelo, este hiperaceleracionismo ha afectado sobremanera la forma en que nos relacionamos. Los nexos humanos se han convertido –o corren el riesgo de convertirse definitivamente– en meras conexiones tan espontáneas como efímeras que no permiten ahondar en la biografía del otro, que nos conservan encerrados en una intimidad encapsulada, aprisionada, que se asfixia por falta del oxígeno que procura el contacto en profundidad con la alteridad, con el otro (que es, también, un yo mismo). Una intimidad que se ve incapaz de abrirse al otro porque precisa, en medio de una sociedad que galopa desbocada, de nuevas conexiones que sigan alimentando un yo que únicamente se ve satisfecho a través de la permanente apertura a diversas e insignificantes novedades, y que además se viste de inocente entretenimiento mientras descompone sutilmente el entramado social.

Por otro lado, en una lectura política, la rapidez con la que corre nuestro mundo beneficia a los dogmatismos de toda índole. Cuando parece no haber tiempo para pensar, se nos empuja a elegir entre recetas y fórmulas que no necesitan elaboración propia. El do it fast encierra una terrible servidumbre intelectual y emocional de la que se benefician todo tipo de populismos y emporios económicos. Necesitamos, por ello, la lentitud del pensar para situarnos con plena consciencia en nuestro presente; debemos tomarlo como parte del ejercicio de nuestra responsabilidad individual, social y ciudadana.

Para entrenarse en la lentitud es imprescindible el papel de la educación como mecanismo que puede oponerse al efecto destructivo y desmembrador del aceleracionismo. El cerebro rápido no puede calcular las consecuencias de sus actos: reacciona mecánicamente, no actúa responsablemente. En términos fisiológicos, pueden llegar a darse atrofias cerebrales de carácter funcional que provoquen una hipofunción del pensamiento lento, que nos impidan recuperar la capacidad para un actuar lento y pausado, tan importante, por ejemplo, en la toma de decisiones.

Por supuesto, en términos evolutivos el pensamiento rápido es propio de –y necesario para– la supervivencia, pero afortunadamente queremos (y necesitamos) más que sobrevivir. Nuestros procesos mentales están cambiando por el uso indebido de la tecnología. Nos estamos haciendo indolentes, el cerebro vaguea y lo convertimos en una caja de repetición. Como escribió la malagueña María Zambrano, resbalamos por la vida en lugar de agarrar con firmeza y sensatez las riendas de nuestra responsabilidad. Reducir nuestra paciencia cognitiva es sinónimo de facilitar nuestra esclavitud intelectual y emocional.

La auténtica y más relevante batalla que hoy se libra tiene como objetivo captar, moldear y monopolizar nuestra atención. Y ello está muy relacionado con el ritmo que decidimos imprimir a nuestra vida: a mayor rapidez, menor atención a los procesos y actividades que desarrollamos, y una escasa atención hace de nosotros marionetas abúlicas y perezosas que se dejan llevar por los continuos estímulos a los que se ven sometidas. No hay más que pensar en cuánto se han empeñado en vendernos el llamado multitasking como una virtud laboral y existencial: hacer mucho sin centrar nuestra atención en nada. Que no es más que, digámoslo claro, entregar nuestra acción a la deriva.

Como escribe Charo Rueda Cuerva, catedrática de Psicología Básica en la Universidad de Granada, en Educar la atención con cerebro (Alianza Editorial, 2021): «En el rango de habilidades cognitivas potenciales del ser humano, la atención tiene un papel fundamental. Es el cimiento sobre el que estriba toda la construcción del entramado cognitivo propio de nuestra especie». Y añade: «En este sentido, la atención nos ayuda a ser más inteligentes».

No hay que engañarse. Hay una clase de ruido, causante de un existir acelerado y distraído, adormecido, sin pausa ni sentido de la autonomía, que sólo puede silenciarse y sanarse lejos de una pantalla. Lo repetiré una vez más: hoy la auténtica lucha es por nuestra atención. Por eso, una buena educación, enriquecedora (en contenidos) y crítica (en enseñanza de actitudes), ha de fomentar el cuestionamiento sobre la espinosa cuestión de a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención. Es necesario e inaplazable recuperar la lentitud en los procesos de la vida. La rapidez es una estrategia que se instaura para consumir –y ser consumidos– de forma incesante y desaforada.

Acaso por eso se siga temiendo tanto en términos políticos el influjo educativo de las humanidades, cada vez más maltratadas en términos curriculares: porque nos invitan a hacernos dueños de nuestra libertad, porque fomentan el abandono de la homogeneización, impulsan la curiosidad, eluden la neurosis de vivir anclados al momento presente y nos proyectan a horizontes compartidos y comunes, ralentizan los tiempos de vida, reducen la vehemencia consumista, alientan el empuje por conquistar nuestra atención, hacen el mundo más rico y diverso e impulsan la creación de nexos interpersonales.

Tal vez sea esta la rebelión que necesitamos: practicar la lentitud y cultivar la atención a través de una educación centrada en ambas prácticas. Para que, como escribió Simone Weil en su Meditación sobre la obediencia y la libertad, no pueda mantenerse «el sentimiento de impotencia» de la ciudadanía, «primer punto de una política hábil por parte de los amos». Nuevas formas individuales de vivir la realidad implicarán nuevas formas de relacionarnos, más valiosas, conscientes y comprometidas. Y aquí está, quizá, el meollo de la cuestión, que también apuntó Weil en un fragmento de la década de 1930: «Sólo puede haber un progreso social, pequeño o grande, si la presión desde abajo es lo suficientemente fuerte como para imponer nuevas condiciones a las relaciones sociales».

Imagen: Museo del Prado

Fuente: Ethic

No hay comentarios.:

Publicar un comentario