miércoles, 8 de julio de 2020

Políticas de hace un siglo para lidiar con los abusos de las 'Big Tech'

Parece que el fenómeno "techlash" (resistencia al excesivo poder de las grandes empresas tecnológicas) ha terminado.

Un artículo de opinión publicado en abril en el periódico local de Silicon Valley (EE. UU.) San Jose Mercury News, lo expresó así: "La respuesta a la COVID-19 acabará con todos los ataques a las Big Tech". Otro artículo publicado ese mismo mes en Brookings Institution se hizo eco de la nueva idea: "Las anteriores preocupaciones sobre el poder mercantil de este sector, sobre sus prácticas de privacidad y sus políticas de moderación de contenido, que planteaban un gran desafío hace solo unos meses, ya no tienen la misma importancia política."

El argumento consiste en que el coronavirus nos ha obligado a dejar de preocuparnos y a querer a Silicon Valley, y a simplemente a aceptar la conectividad que nos ofrece en la cuarentena y la vigilancia que puede aplicar para el rastreo de contactos.

Pero mientras las personas empiezan renovar su confianza en la industria tecnológica de una manera más completa e íntima, aparecen nuevas razones para preocuparse.

El entonces vicepresidente de Amazon renunció a su puesto en mayo como señal de apoyo a los trabajadores despedidos por organizarse para exigir una mejora de las medidas de seguridad contra el coronavirus en su lugar de trabajo. Los trabajadores de bajos salarios de otras empresas, incluidas Instacart, Target y Walmart, se han declarado en huelga por razones similares. Los anfitriones de Airbnb están descontentos porque la plataforma para la que trabajan y que apoyan está dando reembolsos completos a los clientes que cancelan sus reservas, dejando a los anfitriones sin ingresos y con todos los costes.

En los momentos de crisis, cuando las nuevas tecnologías parecen ofrecer respuestas rápidas y fáciles, podría resultar difícil encontrar una respuesta imaginativa al creciente poder de las grandes empresas tecnológicas. Pero, a pesar de que resulta bastante notable que las que las plataformas tecnológicas se salen con la suya muy a menudo, las herramientas para solucionar algunos de los problemas más profundos de la tecnología están más cerca de lo que uno podría pensar.

Las empresas de internet pueden recopilar datos sobre el comportamiento de las personas de formas imposibles para las antiguas compañías telefónicas y operadores de correo: una empresa de telecomunicaciones no puede escuchar nuestras conversaciones telefónicas ni realizar llamadas automáticas relacionadas. Las aplicaciones para compartir viajes arrancaron, en parte, al pasar por alto las regulaciones que sus rivales taxistas tenían que respetar. Las plataformas de trabajos freelance se suelen atribuir el derecho de ignorar las protecciones laborales ganadas con tanto esfuerzo por parte de los trabajadores, basándose en que ofrecen trabajo independiente a tiempo parcial, aunque en muchos casos este trabajo implica el tipo de control sobre los empleados típico de un empleo estándar.

Durante mucho tiempo se ha supuesto que las viejas reglas no se aplican a las nuevas tecnologías. A principios de este año, antes de que apareciera el virus, el comisionado de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por sus siglas en inglés) de EE. UU., Michael O'Rielly impartió una conferencia en la universidad donde yo doy clases. En ella, expresó su esperanza de que el papel de la FCC "disminuya exponencialmente", como "una nube de humo en un día ventoso" ya que los días de las "redes de cobre con conmutación de circuitos" se van quedando atrás. Pero nos encontramos en un momento en el que las empresas que la FCC regula intervienen más en nuestras vidas que nunca.

De hecho, muchas de las principales leyes antimonopolio de EE. UU. se crearon para crisis no muy diferentes a la que nos enfrentamos actualmente: tiempos de magnates muy poderosos y de turbulencia económica generalizada.

Estas leyes, creadas para los ferrocarriles y Standard Oil, dan a los reguladores competencias para, entre otras cosas, disolver cualquier empresa que abuse de su dominio del mercado. Los reguladores no han ejercido estos poderes contra las Big Tech porque llevan décadas fijándose estrictamente en los precios al consumidor como la medida de si un mercado está siendo monopolizado, algo que no funciona para los servicios como Facebook y Google, que son gratuitos.

Esto cambiaría si los reguladores quisieran ver lo lejos que realmente llegan las antiguas competencias antimonopolio contra la manipulación del mercado. Con muchas empresas pequeñas al borde del colapso, el peligro de las fusiones nunca ha sido mayor. Una moratoria sobre fusiones probablemente sería una solución provisional necesaria.

El derecho laboral sufre una amnesia parecida. Las plataformas de trabajos freelance no admiten que su negocio se basa en violar sistemáticamente las protecciones laborales. California (EE. UU.) acaba de pararlo, aprobando una ley que reclasifica a muchos trabajadores autónomos como empleados. Especialmente ahora, cuando las personas con ingresos precarios arriesgan su salud para proporcionar servicios esenciales, desde la entrega de alimentos hasta el cuidado de mayores, se merecen toda la protección que la sociedad pueda ofrecerles.

No obstante, las regulaciones por sí solas tampoco son suficientes. La política debería permitir más de lo que impide. En las décadas de 1920 y 1930, los legisladores estadounidenses pusieron en práctica este principio. Después de la caída del mercado de valores en 1929, estaba claro que los bancos no se responsabilizaban ante sus clientes, y había grandes franjas del país que los bancos no atendían. Además de las nuevas normativas que regularon a los bancos, la Ley Federal de Cooperativas de Crédito de 1934 convirtió algunos experimentos locales en las finanzas comunitarias en un sistema asegurado por el Gobierno. Las cooperativas de crédito propiedad de los miembros y gobernadas por miembros proliferaron. Los bancos se atenían así a criterios más estrictos y los servicios financieros llegaron a lugares donde antes no existían.

De manera similar, dos años después, la Ley de Electrificación Rural estadounidense ayudó a llevar electricidad al territorio agrícola, donde los servicios públicos eran propiedad de los inversores que no se habían molestado con el tendido eléctrico. Los préstamos a bajo interés a través del Departamento de Agricultura de EE. UU. permitieron a las comunidades organizar cooperativas, de las cuales casi 900 todavía operan en la actualidad. El programa de préstamos ya genera más beneficios que costes. Al igual que las políticas de vivienda de la época que daban la hipoteca a 30 años, se trataba de una política pública que permitió ampliar la propiedad privada.

Estos fueron algunos de los programas de desarrollo económico más potentes en la historia de Estados Unidos. Introdujeron el dinamismo y la descentralización en los mercados que estaban en peligro de ser esclavos del monopolio y la explotación. Si queremos una economía tecnológica más inclusiva, el legado del New Deal sería un buen lugar para comenzar.

Los usuarios de internet necesitan tener capacidad para crear alternativas cooperativistas a las plataformas e infraestructuras dominantes. Por ejemplo, se podría usar el mismo modelo que el de las compañías eléctricas cooperativas para llevar la banda ancha propiedad de los clientes a las comunidades desatendidas. Algunas antiguas cooperativas eléctricas rurales ya ofrecen fibra hasta las casas.

Además, los autónomos y sus clientes que actualmente dependen de ellos tienen que usar plataformas propiedad de inversores. Pero un proyecto de ley propuesto en California, la Ley de Economía Cooperativa, permitiría a los trabajadores de la plataforma organizar cooperativas que podrían negociar colectivamente con las plataformas, y tal vez incluso construir plataformas propias. Esto facilitaría a estos trabajadores, muchos de los cuales ahora son esenciales como los conductores y repartidores, obtener mejores salarios y condiciones de trabajo.

La cuarentena y el teletrabajo también aumentan la dependencia de muchas personas de las plataformas de comunicación, que generalmente recopilan datos personales para fines inciertos. Esto no debería ser así. Utilizando herramientas gratuitas de código abierto como NextCloud para compartir archivos y Jitsi para videoconferencias, los grupos pueden gestionar sus propios sistemas de protección de la privacidad y decidir por sí mismos cómo se usan sus datos. La inversión pública en proyectos como este podría garantizar que, al igual que con las cooperativas de crédito, las personas tengan los medios para organizar alternativas cuando las grandes plataformas no satisfagan sus necesidades o no respeten sus valores.

Es posible que internet tenga poderes casi mágicos capaces de ayudarnos a superar la crisis del coronavirus, pero responsabilizar a las empresas tecnológicas podría empezar con las lecciones aprendidas de la última depresión. Una buena política tecnológica requiere reconocer que la tecnología es solo otra forma de ejercer el poder.

Fuente: MIT Technology Review

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