Con la misma rapidez con que se propagó el virus de la COVID-19, se movilizaron las herramientas para seguirle la pista, identificarlo y detenerlo. Aplicaciones de geolocalización y proximidad de contactos; uso masivo de datos móviles para valorar la eficacia de las medidas de cuarentena; cámaras con medición de temperatura en espacios públicos y en edificios de oficinas. Ya que no era posible rastrear el virus, la tecnología se ha dedicado a rastrearnos a nosotros, sus huéspedes.
¿Estamos entrando en la nueva era de biovigilancia? Lo cierto es que muchas sociedades habían normalizado la vigilancia invasiva mucho antes de la llegada de la COVID-19. En el 2013, documentos filtrados por Edward Snowden revelaron que cinco de las agencias de inteligencia más poderosas del mundo estaban ya recolectando datos sobre la ubicación y las comunicaciones personales de millones de personas corrientes por todo el mundo.
Y luego están las grandes compañías tecnológicas. Un mes antes de que la COVID-19 entrase en escena, Amnistía Internacional publicó un informe de 70 páginas detallando hasta qué punto el modelo de negocio de Google y Facebook constituía una amenaza sin precedentes a los derechos humanos. En él exponíamos cómo estas dos compañías definen las comunicaciones en una tercera parte del planeta, interviniendo en el modo en el que la gente busca y comparte la información, toma parte en debates y participa en la sociedad.
Su modelo de negocio se basa en captar nuestra atención y apropiarse de nuestros datos para luego venderlos, lo que plantea un grave problema a la privacidad, a la libre asociación, a la expresión y al acceso a la información, y erosiona valores fundamentales como el autodesarrollo, la autonomía y la dignidad humanos.
En los dos últimos años, ciudadanos y legisladores estaban tomando consciencia. Las grandes compañías tecnológicas recibieron múltiples demandas judiciales auspiciadas por el nuevo Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) de la UE y estaban siendo investigadas por monopolio en EEUU y Europa. En paralelo, un sondeo realizado por Amnistía Internacional en diciembre del 2019 reflejó que 7 de cada 10 encuestados querían regulación más estricta para proteger su privacidad frente a las Big Tech.
Pero la COVID-19 ha sido su salvavidas. La crisis ha dado lugar a un sinfín de «asociaciones público-privadas» basadas en la promesa de que la innovación digital ayudará a contener la pandemia. Google y Facebook han proporcionado datos de geolocalización de usuarios a los investigadores sanitarios, mientras que Google y Apple han ofrecido a los gobiernos una aplicación de seguimiento de contactos. En condiciones normales, estas colaboraciones habrían estado expuestas a un fuerte escrutinio, pero la situación actual no es normal.
El valor de estas asociaciones para las compañías resulta evidente. Estas necesitan tener acceso a sets masivos de datos para poder entrenar a los modelos de Inteligencia Artificial que más adelante podrán monetizar. Una manera de hacerlo es comprar sus propias bases de datos sanitarios privadas, que es justo lo que ya hizo Google en noviembre del 2019 cuando compró la aplicación de fitness FiTBit. Otra alternativa es asociarse con las agencias públicas e intercambiar la capacidad de análisis de datos por el acceso a los mismos. Dicho de otro modo, ya no es necesario «poseer» un set de datos para construir el algoritmo que pueda explotarlos y sacar partido del valor que tienen.
No es difícil imaginar dónde nos conduce todo esto: en la era post-covid los gobiernos dependerán cada vez más del sector tecnológico para poder prestar servicios esenciales. Después de haber utilizado a coste cero nuestros datos para construir sus algoritmos, estas compañías se quedarán con el monopolio de los modelos, y los gobiernos deberán pagar para poder usarlos. Todos y cada uno de nosotros pagará también un precio, ya que una parte íntima de nosotros –que abarca desde nuestra biología a las búsquedas en Google o los me gusta en Facebook– ya ha sido recolectada y analizada para poder influir de manera efectiva en nuestras compras, opiniones y comportamientos.
Hace tan solo seis meses, éramos optimistas, ya que creíamos que podríamos dotarnos de una regulación respetuosa con los derechos y que pondría en cintura al modelo de negocio vigilante de las Big Tech. Medio año después, no solo hemos visto derrumbarse la voluntad de los gobiernos, sino que hemos asistido a un peligroso resurgimiento de la idea de que nada debería interponerse en el camino de la innovación tecnológica. Y ahora más que nunca debemos dar la alarma.
Fuente: Ethic
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