Entre todas las relaciones léxicas que establecen las palabras entre sí en nuestro cerebro, la que más me fascina es la de la sinonimia. Si le preguntas a un hablante si dos palabras cualesquiera significan lo mismo (nosotros lo hicimos en el laboratorio), lo que encuentras es que los sujetos responden sin necesidad de analizar demasiado los significados. Es, más bien, una respuesta intuitiva (una especie de intuición léxica), como si la dieran con el estómago, en lugar de con el cerebro consciente. Prueba de ello es que ante aquellas palabras con significados muy similares o muy dispares los tiempos de reacción de los sujetos eran ínfimos. Simplemente sabían la respuesta. Por el contrario, ante significados medianamente similares, los tiempos de respuesta aumentaban. Todo esto nos lleva a la hipótesis de que las palabras en el cerebro forman una red en el espacio, de tal modo que cuanto más parecidas, más cerca las intuimos y viceversa. Los hablantes pueden imaginar mentalmente esta configuración y decidir si están cerca (son sinónimos) o no; solo dudan en las distancias medias, donde se coloca una supuesta frontera.
El experimento que os acabo de contar trataba de entender el modo en el que los humanos realizamos una tarea muy concreta: la de sustituir una palabra por otra de significado similar cuando, por ejemplo, la hemos usado varias veces y queremos evitar una repetición malsonante. En estos casos, los sinónimos son muy útiles, dado que cumplen la denominada Ley de Leibniz, por la que cambiar una palabra por otra sinónima no afecta a las condiciones de verdad. Que si Juan es el marido de Ana es verdad, Juan es el cónyuge de Ana también lo será. En este sentido, los sinónimos se comportan como las unidades correferenciales, que son las que se refieren al mismo objeto o sujeto del mundo (como, por ejemplo, Cervantes y el manco de Lepanto).
Teniendo esto en cuenta, adquirir sinónimos, lejos de ser una pérdida de esfuerzo, es muy importante para nuestra competencia de buenos oradores. Efectivamente, cuantos más sinónimos tenemos (tanto en nuestra lengua materna, como en segundas lenguas), más rico será nuestro discurso. De ahí que muchos profesores de lengua utilicen todo tipo de recursos para que sus estudiantes aumenten su léxico con términos sinónimos.
Tenemos aquí, como vemos, un misterio interesante. ¿Cómo es posible que los humanos contemos con distintas palabras para decir exactamente lo mismo? ¿No es esto absolutamente antieconómico? Lo sería, claramente, si las cosas fueran de este modo, pero en realidad cada una de las palabras tiene un significado idiosincrásico (distinto). Lo que sucede es que, en muchos contextos, lo que tratamos de decir es tan vago, que con cualquiera de ellas podemos expresar el significado que queremos transmitir. Decir que Juan es feliz claramente no es lo mismo que decir que Juan está contento, pero quizá ambas oraciones nos sirvan para el objetivo comunicativo que teníamos (no siempre necesitamos ser tan escrupulosos con el significado).
El uso de sinónimos es intuitivo y útil. Ahora bien, como todo buen remedio, también tiene recomendaciones de uso. Porque la sustitución no siempre es posible. Todo el mundo sabe que algunos sinónimos, pese a tener el mismo significado, no comparten el registro de uso y, por tanto, no se pueden intercambiar alegremente. Además, tenemos que tener en cuenta que la mayoría de las palabras son ambiguas, por lo que la voz que sería sinónima en una acepción no lo es en otra. Pongamos algún ejemplo: pensemos en una palabra como liquidación. Puede que en algún contexto tenga como sinónimo aniquilación, pero claramente en otros contextos no. Lo mismo podemos decir de la pareja límites y limitaciones. En los contextos en los que no son sinónimas, sustituir una por otra no permite cumplir la Ley de Leibniz, aunque sí tiene otras ventajas: llama la atención, provoca una sonrisa y vuelve el mensaje memorable. A veces esto es, precisamente, lo que andábamos buscando.
Fuente: Letras Libres
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