sábado, 10 de diciembre de 2022

¿Por qué vivimos un boom de las newsletters?


Cuando empecé a viajar en serio, pronto hará 25 años, el correo electrónico me pareció la forma más natural de contar lo que veía y vivía en otros continentes. Aunque publicara también artículos en revistas y diarios, siempre había aspectos del viaje que, por su carácter anecdótico o privado, dirigía hacia aquellos e-mails que recibían algunas decenas de amigos y conocidos. Después llegaron los blogs y las redes sociales y dejé de enviar correos colectivos. Nunca pensé que en 2022 decidiría regresar a ellos con Solaris. La newsletter que nació de un podcast. Ahora no artesanalmente, sino a través de una plataforma, Substack, que los vuelve sistemáticos.

Como en todas las decisiones individuales, han intervenido en ella las tendencias y las modas que llamamos el espíritu de una época. Y los boletines se han convertido en los últimos años en una de las estrategias más importantes de la difusión digital. Su crecimiento tiene que ver con el giro antisocial de las redes sociales, con la voluntad de recuperar el control sobre nuestras audiencias —que han secuestrado Facebook, YouTube, Twitter o TikTok— y con la conciencia de que en el siglo XXI las nuevas formas de comunicación, pese a la apariencia de reemplazo, en realidad están llamadas a la convivencia.

Llamo giro antisocial de las grandes redes sociales a los cambios en los algoritmos, que han ido privilegiando la publicidad, la visualización de perfiles que no sigues y de personas que no conoces, y el compromiso con la propia plataforma en detrimento de la interacción con parte de tus contactos y con medios de comunicación. Aunque algunas de las causas sean nobles (evitar las burbujas ideológicas, estrechar los lazos familiares y de auténtica amistad, esquivar las noticias falsas), la experiencia cotidiana del usuario es frustante. La mayoría de tu comunidad es invisible para ti y tú lo eres para ella.

Los tuits de las cuentas personales más seguidas de Twitter, con decenas de millones de seguidores, raramente pasan de algunos miles de likes. Neil Gaiman pidió en agosto apoyo para The Sandman, su serie de Netflix, en un tuit con mucha repercusión mediática pero solo 3,000 retuits. Una cifra ridícula si se tiene en cuenta la comunidad de tres millones de fans que hay detrás: 0.1%. Las publicaciones de los diarios más importantes del mundo con links a sus noticias muestran unas pocas decenas de me gusta. Los contenidos supuestamente virales a menudo ni siquiera han sido compartidos o valorados por 1% de los seguidores de un perfil.

La causa está clara si se observa la evolución de la página principal de Google, que se ha ido llenando de información, con el objetivo de que te des por satisfecho con lo que ves en ella y no cliquees. Google ya no es tanto un buscador como un fin en sí mismo: un medio informativo. Twitter o Facebook tampoco desean que salgas del vértigo de su scroll infinito, capaz de satisfacer tu necesidad de actualidad y de entretenimiento. Penalizan los links y premian los hilos —esos contenidos que creamos gratis y por los que Twitter debería pagar— y sus primas las listas de reproducción. Las redes han dejado de ser sociales para volverse redes, a secas, espacios donde atrapar la atención y retenerla.

El boletín de esta sección, Post Opinión, suma decenas de miles de suscripciones. Eso le asegura, al menos, que sus publicaciones llegan al buzón de correo de un conjunto importante de posibles lectores. Ahí el e-mail es visible. Existe. El usuario decidirá si abrirlo o borrarlo. En el muro de Facebook o en el perfil de Twitter, los enlaces a los artículos, en cambio, solo llegan a una pequeña parte de los ojos de las tantas personas que algún día decidieron darle al botón, recibir noticias periódicas, y que muy probablemente nunca hayan tenido una publicación de esta sección en su muro o perfil.

La cultura de las plataformas hace tiempo que detectó esa realidad y, como ocurre desde hace 20 años, en Estados Unidos convirtieron el fallo del sistema en una oportunidad de negocio. Substack nació en 2017, un año después de que el algoritmo de Facebook comenzara a dar prioridad a las publicaciones de familiares y amigos, tras el desastre de las elecciones presidenciales estadounidenses. 2020 fue el boom de las newsletters cuando, por ejemplo, explotó Morning Brew. Y este año ha nacido Semafor, un medio que destaca en su página web la casilla donde pide el correo electrónico del lector, con dos boletines ya marcados. Es muy probable que la mayoría de los proyectos informativos y artísticos que nazcan a partir de ahora lo hagan asociados a algún tipo de newsletter.

Ahora que el periodismo ciudadano se ha diluido en la atmósfera de los diálogos cotidianos, los boletines se han convertido en una herramienta explorada individualmente tanto por expertos como por amateurs, tanto por profesionales de la comunicación como por escritores y otros creadores. Yo estoy suscrito a varios especializados, como Escucha podcast, de Pablo Fisher, o Tendenci@s, de Ismael Nafría. Lo primero que leo cada mañana es Kloshletter, de Charo Marcos, un resumen de lo más importante de la actualidad internacional del día anterior, amenizado con datos curiosos e hipervínculos.

La lectura del diario en papel es un ritual de fin de semana que cultivo desde la adolescencia. La newsletter se sitúa en el ecuador entre la percepción fragmentada de un tuit o de un post y la experiencia de lectura de conjunto de los sábados y domingos por la mañana. Resume e interpreta una zona de la realidad con un sello de autoría que no encuentras en los e-mails corporativos, más cercanos al spam. Al llegarte a tu bandeja de correo, ahora que los buzones solo reciben comunicaciones oficiales y extractos bancarios, los boletines suenan con el eco de la vieja epistolaridad. El yo, que se refleja roto y parcial en una red social, en el espejo del e-mail muestra unidad. Una mirada única.

Mi regreso a las listas de correo, aunque sea ahora a través de un sistema automatizado que incluye formas nuevas como el podcast o el hilo, me ha recordado que nuestra época se caracteriza por la convivencia de formas tecnoculturales. Quienes no se dejaron impresionar por las redes sociales y continuaron cultivando su blog —como el escritor Vicente Luis Mora— han visto mutar su audiencia y su conversación, al tiempo que engordaban un archivo que permite el orden, las etiquetas, la memoria, conceptos ajenos a las redes sociales. Y quienes no percibieron o ignoraron la decadencia de Facebook, ahora se siguen sintiendo cómodos con sus posts, sus comentarios y sus insuperables celebraciones de cumpleaños.

Coexisten con TikTok, Twitch, Netflix y Spotify, con los libros en papel, los discos en vinilo, los cines y la radio. Por eso es importante cuestionar constantemente las ideas de futuro que nos imponen como si ya estuvieran validadas, cuando en realidad carecen de consenso. Ideas como el libro electrónico, las criptomonedas o el metaverso como horizontes irrefutables, como superaciones, como eclipses de lo anterior. Tenemos que desfuturizarnos. Todo vuelve. O nunca se va.

Fuente: Washington Post

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