viernes, 30 de diciembre de 2022

Las palabras que los escritores deberían saber usar


Supongo que de niño aprendí el arte de rellenar una composición escolar escrita con el musical de 1967, “You’re a Good Man, Charlie Brown”, específicamente con la canción “The Book Report”, en la que a los personajes de “Snoopy” les asignaban la tarea de escribir 100 palabras sobre “Peter Rabbit”. Lucy, bendita sea, cuenta palabra por palabra con dolor para cumplir con la cuota, y al final llega prácticamente gateando a la línea de meta al describir que, después de sus aventuras, Peter y sus hermanos estaban “muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy…91, 92. Muy felices de estar en casa…99, Fin”.

Luego aprendí métodos más inteligentes para hacer trampa (disculpen, quise decir soluciones alternativas más sofisticadas), incluido el viejo truco de expandir los márgenes de las máquinas de escribir (imagínense, estoy hablando de la década de 1970) en un intento de engañar a los maestros lo suficientemente ingenuos como para asignar trabajos por número de páginas en lugar de conteo de palabras. Pero fueron los muchos “muy” de Lucy y el concepto de la “grasa escrita” los que se quedaron en mi mente durante todos estos años, en especial cuando comencé a trabajar en este barullo llamado edición y corrección de texto.

Ahora bien, es común malinterpretar “editar” como sinónimo de “borrar”. Sí, por favor, reduzcamos lo que suelo llamar “aclaradores de garganta” e intensificadores débiles: “desde luego”, “dicho esto”, “por supuesto”, “en resumen”, “más bien”, “en realidad” y, desde luego (ejem), “muy”. Sin embargo, he aprendido que la prosa suele beneficiarse del acolchamiento de algunas pocas palabras adicionales: por ritmo, por sentido, a veces simplemente para contrarrestar la falta de aire en oraciones que son tan austeras que no pueden respirar.

El hecho de que existan pocas reglas absolutas en la escritura es la razón por la cual se puede defender casi cualquier palabra que esté en una lista de proscritos. Mis amigos británicos suelen regañarme por las que cité arriba, y señalan que si no pudieran pronunciar esas palabras, no podrían hablar en lo absoluto.

Una buena redacción, creo, existe en última instancia entre los objetivos paralelos de “tan pocas palabras como necesites” y “tantas palabras como quieras”. Yo, un parlanchín por naturaleza, suelo inclinarme por lo segundo.

Pero uno debe marcar el límite en alguna parte. Recomiendo tachar “actually” (“en realidad”) en cada oportunidad posible, a menos de que se esté discutiendo sobre la película Love Actually, en cuyo caso deberíamos centrarnos en la desconcertante ausencia de la coma del título. Del mismo modo, aunque nunca le recriminaría al letrista supremo Johnny Mercer por el hermoso “You’re much too much / And just too very very” (“Eres muy demasiada / y simplemente demasiada muy muy”), estoy en constante alerta por el “muy” y siempre busco la oportunidad de eliminarlo. Te exhorto a que hagas lo mismo.

Por un lado, “muy” es un fraude. Se disfraza de palabra fortalecedora cuando en realidad se limita a suplicar y engatusar. Calificar a alguien de “brillante” es hacer una afirmación audaz; calificar a alguien como “muy brillante” es intentar persuadir a otros de algo que uno pareciera en realidad no estar convencido. Además, es un adverbio flojo que fomenta adjetivos aún más flojos. ¿Después de todo, qué es “muy hambriento” en comparación con “voraz”? ¿Qué es “muy triste” en contraste con “desesperanzado”? ¿Quién querría ser “muy fuerte” cuando podría ser “hercúleo”?

Ahora, cada vez que entro en algunas de mis diatribas anti-“muy”, recuerdo la vez que mi amiga, la brillante escritora Amy Bloom, me dio un coscorrón (virtualmente) y me señaló que a veces esa modesta sílaba es todo lo que necesitas para darle un empujón extra a un modesto adjetivo cotidiano. Y sí, tiene razón, como suele tenerla en casi todo.

Pero aún así.

Hace unos días tuve motivos para recordar la época, en mi último año en la Universidad del Noroeste, en la que dirigí una obra de teatro. Esto fue poco antes de que abandonara mis ambiciones teatrales ante la innegable realidad de que muchos de mis compañeros de clase eran abrumadoramente más talentosos que yo. ¿Quién querría embarcarse en una mediocridad de por vida a los 20 años? Como último hurra, me complace contarles que el show salió bien. Mis padres volaron desde Nueva York hasta Evanston, Illinois, para asistir a la presentación del sábado por la noche. Al terminar, el elenco, el equipo y familiares amigos se reunieron detrás del escenario y alguien (¿un miembro de la facultad? ¿El padre de alguien? recuerdo que era un adulto) estrechó mi mano y elogió la producción como “muy profesional”.

Después de que la amable persona se fue, mi padre —quien estaba de pie justo sobre mi hombro, si mal no recuerdo— habló. Mi padre no era un hombre de muchos cumplidos: pertenecía más al molde de la forma en que la difunta Mary Rodgers describe a sus padres, Dorothy y Richard Rodgers (sí, el del tándem “Rodgers y Hammerstein”), en su magnífica biografía publicada recientemente, “Shy”: a menudo maravilloso con las grandes cosas pero por lo general terrible con los detalles.

Mi padre hizo, vaya coincidencia, una edición: “No fue ‘muy profesional’”, me dijo. “Fue profesional”.

Con la excepción de lo que décadas más tarde fueron sus últimas palabras para mí y posiblemente para cualquiera —las cuales espero me perdonen por no compartirlas aquí— esa fue la cosa más hermosa que me dijo en su vida.

Fuente: El Washington Post

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