Si bien “Bolivia Siglo XXI” (2021) no es un título muy “sexy”, el subtítulo es algo más llamativo: “De la república al Estado plurinacional”. ¿Cómo cubrir un terreno tan vasto? Mediante la mezcla de seriedad académica y habilidad narrativa de 21 autores que abordan todos los aspectos de la vida nacional, bajo la batuta de Eduardo Quintanilla Ballivián, del Harvard Club de Bolivia.
Los tres grandes bloques que componen esta obra sólida y trascendente de 586 páginas, son un repaso urgente del contexto histórico, de la economía y la política, y de la cultura y la comunicación. Por supuesto que aún así no abarca todo, pero el libro basta para entender la Bolivia contemporánea, gracias a autores de mucha trayectoria y calidad profesional.
Hay textos más académicos y densos que otros, unos más entretenidos y creativos que otros, unos más provocadores que otros… pero el conjunto permite apreciar el conocimiento compartido. Los capítulos pueden leerse como Rayuela, en orden o en desorden, porque el orden de los factores no altera el producto (dirían los matemáticos).
Cada persona lee el mismo libro con ojos diferentes. Al recorrer las mismas páginas y las mismas palabras, cada lector tamiza y selecciona “lo que le conviene”, es decir, lo que resuena en su pensamiento, ya sea por afinidad o por oposición. De ahí que comentar esta suma de ensayos es también un ejercicio de creación: mi lectura desafía las interpretaciones de otros veinte autores sentados en círculo mirando la misma fogata bajo una noche estrellada.
Cuando se aborda un libro tan amplio en su contenido y tan vasto en su extensión no queda más recurso que dar cuenta de lo que motiva o incomoda en la temática y en el estilo de la escritura. Quienes digan que “faltan” textos tienen razón, pero no se puede escribir una obra del tamaño del país (como el mapa en el cuento “Del rigor en la ciencia”, de Borges), y los críticos deberían tratar de emprender esa titánica tarea, si pueden. He estado por lo menos tres veces a cargo de tareas similares, y no ha sido nada fácil.
Como dice José Antonio Quiroga en el prólogo, la obra genera reflexiones en paralelo a uno de los periodos más largos de nuestra historia: “…bajo el mando de una sola organización política y de un solo caudillo, coincidente con el ciclo de mayor y más prolongada bonanza económica derivada de los precios altos de sus materias primas. Pero esa permanencia en el poder, lejos de ser una expresión de estabilidad institucional, se convirtió ella misma en fuente de otra crisis política que comenzó a gestarse con el desconocimiento gubernamental de los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016 (21f) y culminó al finalizar el año 2019 con la inédita movilización ciudadana que obligó a Morales a renunciar y salir precipitadamente del país”.
Si bien casi todos los autores destacan por su convicción democrática, las miradas sobre ese periodo difieren. Cada quien describe la fiesta como le ha tocado bailarla, a algunos les tocó bailar con la más fea y otros se acomodaron entre bambalinas.
De ahí que algunos omitan convenientemente referirse al autoritarismo, en bien de la imagen de un país “en paz”, y otros tomen el toro por las astas y llamen las cosas por su nombre. Unos miran las cifras macro para describir la economía y la sociedad, y los más optan por indagar cómo vive la gente en la realidad. El denso capítulo de Enrique García que abre la primera parte y se ocupa fundamentalmente de la economía, evita emitir juicios y señalar responsabilidades, es un sesudo ejercicio de caminar por la orilla sin mojarse.
El capítulo “Coronavirus: América Latina, el día después” de Gustavo Fernández, es un texto brillante de introspección, un fascinante ejercicio de síntesis, ágil y eficiente, que no ha perdido actualidad a pesar de que fue escrito al comenzar la pandemia. Es un ensayo desafiante porque el autor se ve obligado a especular ante lo desconocido, imaginando escenarios posibles como en una película de ciencia ficción. Su capacidad analítica haría quedar como párvulos a casi todos los “analistas” de la televisión. El autor no se somete al pragmatismo de la neutralidad, sino que toma posición inequívocamente. Fernández escribe como economista, sociólogo, politólogo, experto en relaciones internacionales y brujo improvisado.
El expresidente Carlos D. Mesa cierra el primer bloque con un recuento detallado de la batalla que se perdió en La Haya, y lo hace con la responsabilidad de quien fue parte de ese proceso, aún sin comulgar con el régimen del MAS. Mesa considera que la derrota fue inesperada porque había “fundadas esperanzas” de que el fallo fuera favorable a Bolivia. El valor de su testimonio personal es insustituible, se eleva por encima de la politiquería barata y de las kilométricas banderas azules que pretendían servir causas personales antes que nacionales. No es posible olvidar la patética foto de Morales y su cohorte levantando el puño en los estrados de La Haya, sonrientes y empachados -por adelantado- de un rédito político que no les tocó. Mesa no analiza los entretelones de ese triunfalismo teñido de cálculo oportunista. Su relato es técnico y sobrio (demasiado para mi gusto, porque la historia no es únicamente lo que aparenta ser).
En la sección sobre “Estado, economía y política” diez autores abordan con profundo conocimiento de causa una variedad de temas que definen la situación de Bolivia luego de la bonanza económica de 2005-2015.
Wanderley, Vera y Benavidez firman un capítulo que abre los ojos sobre la otra cara de la moneda del “éxito económico”, cuando analizan el extractivismo salvaje, la (in)justicia social y los daños al medio ambiente. La deforestación, la pérdida de la biodiversidad y de los recursos naturales “en contra ruta a los avances legales y normativos”, ponen en evidencia la enorme contradicción de un gobierno que de boca para afuera (o en el papel, que todo resiste) se proclama defensor acérrimo de la Pachamama, mientras el 21% del total de especies (aves, mamíferos y anfibios) está amenazado de extinción. Narcotráfico, minería salvaje, agroindustria y ganadería son factores coadyuvantes. El extractivismo parece no preocupar al gobierno del socialismo del Siglo XX, pero tampoco a la empresa privada ni a los ciudadanos, ni siquiera a la mayoría de indígenas que antes defendía su territorio
Con 84% de su población económicamente activa en la informalidad, Bolivia encabeza la lista en la región, además de tener el menor índice de productividad por trabajador. Nuestro país es el que menos invierte en investigación y educación de calidad. Muchos otros datos contradicen el discurso triunfalista de gobiernos que no tienen control alguno sobre la economía subterránea del país. Ecuador y Bolivia retrocedieron más que el resto, a pesar de su discurso político. Hay que decirlo: este es un capítulo deprimente. La ilegalidad abierta o disfrazada atraviesa todas las actividades e involucra no solo a mafias internacionales sino a empresarios locales que se enriquecen a costa de hipotecar el futuro.
Cecilia Requena, analiza las perversas políticas de desarrollo que han provocado la crisis climática actual, un círculo vicioso alimentado por la deforestación y la pérdida de hábitats, la contaminación del agua, aire, suelos y alimentos, la pérdida de suelos y desertización, entre otras. Hasta el Banco Mundial se preocupa por la situación creada por el extractivismo salvaje y recomienda impulsar energías renovables, la eficiencia energética, la recuperación de tierras contaminadas, el tratamiento de aguas y la infraestructura para vehículos eléctricos. Este panorama apocalíptico parece no inmutar a la empresa privada ni a los gobiernos. “La trama de la vida” es para ellos un lujo del que habría que ocuparse después de exprimir al máximo a la naturaleza, hasta dejarla agotada, muerta.
Los capítulos de Juan Antonio Morales y de Carlos Miranda Pacheco profundizan el análisis sobre las políticas de Estado del gobierno del MAS, causantes de un descalabro anunciado. J.A. Morales recuerda oportunamente que el MAS no alteró el modelo neoliberal anclado en el Decreto 21060 de 1985. A pesar de la retórica agresiva “los hechos no fueron tan lejos como las palabras”. La supuesta nacionalización de hidrocarburos, tan publicitada, no nacionalizó activos como en 1938 y en 1969, sino que solamente aumentó la participación del Estado en los ingresos. La errática política frente a la empresa privada dio lugar a un “capitalismo de camarilla”, añade. Las empresas públicas deficitarias recibieron préstamos del Estado, pero no despegaron. El Banco Central, se convirtió en caja chica de esas empresas. El número de empleados públicos aumentó en 12 años de 237 mil a casi 403 mil. Un Estado más frondoso, pero menos eficiente.
Miranda hace apuntes breves pero contundentes poniendo en relieve las mentiras sobre la “nacionalización”, las supuestas reservas de gas, el fracaso de las nuevas perforaciones, la poca capacidad de almacenamiento, el rendimiento bajo de las refinerías obsoletas, el fiasco de la planta de urea, la disminución de exportación de gas, etc. Se trata de otro texto demoledor.
Fascinantes también las reflexiones de Carlos Hugo Molina sobre “Vivir en las ciudades”, algo cada vez más pertinente en la medida en que la población mundial abandona las áreas rurales para instalarse en áreas urbanas que no soportan la presión poblacional. El 75% de la población boliviana vive en las ciudades, un dato que desnuda el discurso del Estado “originario, indígena, campesino” del MAS. El año 2032 el 90% de la población boliviana será urbana. Carlos Hugo es uno de los que más ha reflexionado sobre la importancia de las ciudades intermedias para un desarrollo humano equilibrado. El gobierno del MAS “en su infinita inocencia” no tiene la menor idea del problema de la migración a las ciudades, no tiene planes ni proyecciones hacia el futuro. Las reflexiones sobre la participación popular son imprescindibles, ya que Carlos Hugo Molina fue uno de sus artífices. Aunque el MAS quiso echar barro sobre la Ley 1551 del 20 de abril de 1994, Molina demuestra que sin ella Evo Morales no habría podido concentrar tanto poder.
Es difícil abarcar todo lo que este libro ofrece a lectores que quieren ejercer su pensamiento crítico. Raúl Peñaranda aborda la libertad de expresión desde los convenios internacionales que, aunque firmados y ratificados por el gobierno del MAS, no han sido respetados. A pesar de que la Constitución Política del Estado (2009) constituye un avance con respecto al derecho a la comunicación y a la información, el hostigamiento del gobierno de Evo Morales a periodistas y medios contradice en los hechos lo que está en el papel. La falta de transparencia de las instituciones del Estado, la arbitrariedad en la asignación de publicidad, la difamación y calumnia a través de medios estatales, agravan la situación.
Es una situación similar la de la violencia contra las mujeres, la trata y tráfico de personas, y la supuesta “paridad de género”. A pesar de una batería de leyes, disposiciones y normas, la situación ha empeorado. Elizabeth Salguero se ocupa de la despatriarcalización en su capítulo, pero se cuida de subrayar el machismo y la misoginia en el MAS. En la realidad, la paridad es decorativa, no existe educación sexual y reproductiva, el trabajo infantil está legalizado, y persiste la pobreza en hogares encabezados por mujeres.
El capítulo de Guillermo Aponte Reyes Ortiz sobre los servicios de salud, demuestra con mucho detalle estadístico que no se avanzó durante el gobierno del MAS. El gasto en salud como porcentaje del PIB es parecido al de África, y desde el punto de vista de las políticas no se superó las bases creadas el año 2002 con el Seguro Universal Materno Infantil (SUMI) y con el Seguro de Salud para el Adulto Mayor. La Ley 1152 de 2019 con la que se creó el Servicio Universal de Salud (SUS) no aportó ni un peso más al sistema, fue una medida publicitaria, demagógica y electoralista. El gobierno de transición de Añez tuvo que enfrentar la pandemia sin recursos, con el Decreto 4272 de junio de 2020, que elevó al 10% el aporte del Presupuesto General del Estado.
La tercera y última parte del libro agrega capítulos sobre comunicación y cultura, empezando por el mío sobre comunicación y desarrollo, que no voy a comentar. Lupe Cajías escribe sobre prensa y poder develando las amenazas contra la libertad de expresión, la concentración de medios en manos del MAS y las presiones sobre los periodistas. En términos de transparencia gubernamental, el país retrocedió diez años.
El capítulo de Cecilia Barja sobre la confianza analiza factores difíciles de cuantificar porque están ligados a las percepciones. Su propuesta por el optimismo y la ética ciudadana quedan sin respuesta, como una utopía lejana. Por su parte, Pedro Susz hace un recuento apretado y muy eficiente de la cronología del cine en Bolivia desde sus inicios hasta la proliferación actual, no siempre acompañada de calidad conceptual y técnica.
Con su estilo característico Oscar García aborda, en “Territorios sonoros”, la música desde sus orígenes en Bolivia y lo hace rompiendo mitos como el del “lenguaje universal”, para dar cabida a todo tipo de sonidos cuyos códigos no se pueden compartir porque no hay para ellos lecturas fáciles. Su intento de revisión exhaustiva deja a un lado algunos nombres importantes.
Ana Rebeca Prada aborda en “Hurgar el olvido” el rescate de autores y obras literarias que quedaron en la penumbra del tiempo, un esfuerzo colectivo que parece demostrar que en Bolivia se escribía mejor hace cien años. El rescate y reedición de obras del siglo XIX y principios del siglo XX marca la “era de los rescatiris” como un acto de justicia académico. “Tal vez el pasado, efectivamente, nos dice más”. En su contextualización, no rehúye posicionarse críticamente con relación tanto al “desierto neoliberal” como a la “mentira populista” del MAS.
Carlos Villagómez y Roberto Valcárcel defienden respectivamente la “estética chola” sui generis y posmoderna de la arquitectura de los cholets (“arquitectura de rasgos confusos y delirantes”, “obra de comerciantes y contrabandistas”), y el arte contemporáneo en contra de la masificación de la cultura, con el argumento de que los críticos de ambos no están preparados para entender esas expresiones revolucionarias y novedosas, aunque en la realidad como fenómenos artísticos no son tan innovadores. El primero sucumbe a la fascinación populista y el segundo reniega de todo el arte anterior que “contamina” a los observadores, como si la historia no ofreciera múltiples ejemplos de revoluciones artísticas cada cierto tiempo, todas “contemporáneas” en su momento. También en periodos anteriores se culpó al observador “deformado” por el pasado o por su educación, y por no tener “subjetividad propia”. Cien años después de “La fuente” de Duchamp, los argumentos parecen repetidos y gastados. Warhol o Basquiat, incluso Banksy (a su pesar), son construcciones comerciales del arte, más que los surrealistas o dadaístas que en su momento lograban de verdad “épater la burgeoisie”.
Fuente: Pagina 7
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