En 1998, Massive Attack lanzó su disco Mezzanine; Roberto Bolaño publicó en Anagrama Los detectives salvajes y Svetlana Alexievich recibió el prestigioso premio de la feria del libro de Leipzig; la Bienal de São Paulo fue histórica por su discurso antropofágico y postcolonial; y se estrenó la película La eternidad y un día, de Theodoros Angelopoulos, que yo vi en los cines Verdi de Barcelona. En 1998 también nació Google.
Aquel año, por tanto, mientras la cultura y el arte proseguían con su atomizado bombardeo estético y crítico de baja intensidad, coaguló un macroproyecto tecnológico que se había ido gestando durante las décadas anteriores. La informatización de la realidad.
Las grandes computadoras de IBM, el diseño y la innovación en la informática personal según Steve Jobs, la apuesta de los Estados Unidos de América por las autopistas de la información o la progresiva miniaturización de los dispositivos habían provocado una revolución que, de pronto, un algoritmo iba a volver definitiva.
El motor de búsqueda de Google comenzó a organizar la información textual de internet de un modo nuevo; y pronto incluyó también las imágenes. En el año 2000, presentó AdWords, el sistema de publicidad que veinte años más tarde sería la mayor máquina comercial de la historia de la humanidad. Para entonces la cultura del mundo habrá cambiado radicalmente. Será digital, en serie y –tras el éxito brutal de Google y de las sucesivas plataformas y redes sociales–profundamente algorítmica.
La digitalización serial del mundo
Ese mismo año 2000 ganó una gran popularidad Napster, la primera gran estructura de intercambio de archivos mp3, que acabaría transformando nuestro modo de relacionarnos con la música. Con el tiempo también las series, las películas y los libros serían convertidos en archivos y visualizados en dispositivos. Nuestra vida cultural se fue volviendo híbrida, física y virtual. Bueno, en realidad: nuestra vida entera.
La música, el cine, los libros. Se acostumbra a narrar la digitalización de la cultura en el siglo XXI desde el polo de la recepción, cuando lo cierto es que la metamorfosis se produjo tan o más rápidamente en el de la creación y la producción.
Somos muchos los que seguimos leyendo libros exclusivamente en papel; pero la gran mayoría de los escritores usamos el ordenador desde los años 90. A una velocidad vertiginosa las cámaras y otras tecnologías de la grabación o de la edición fueron engordando su calidad y adelgazando su precio, hasta habituarnos a todos a captar lo real a través de interfaces tecnológicas.
Ese proceso ha culminado, de momento, en los teléfonos móviles, que son al mismo tiempo una caja llena de herramientas (para cualquier tipo de expresión creativa) y una caja de Pandora (que ha saturado los servidores, las nubes, nuestros ojos).
Si el paso entre lo analógico y lo digital era predecible, nadie hubiera adivinado hace veinte años –en cambio– la transición entre las obras únicas y las narrativas seriales. Una inercia llevó a la otra. La serie forma parte de la cultura del capitalismo y ni la radio ni el cómic ni la televisión se entienden sin ella.
Pero, tras el triunfo de la telerrealidad y de las teleseries de alta gama en el estricto cambio de siglo, el nuevo ecosistema mediático digital, donde se multiplicaron primero los canales televisivos –colectivos– y después los personales –a partir del lanzamiento en 2005 de Facebook y YouTube–, no hizo más que potenciar la existencia de series.
A partir del modelo, como ha escrito Mark Fisher, de Star Wars, la primera franquicia “en tratar el mundo inventado como una mercancía de escala comercial masiva”. El formato se extendió rápidamente a todos los lenguajes. Del éxito de Harry Potter y Canción de hielo y fuego a las sagas cinematográficas o de videojuegos.
Como todo lo humano, la cultura se articula entre dos conceptos: la novedad y el reconocimiento. Los objetos culturales vagamente identificados que han ido surgiendo o asentándose durante la última década –memes, pódcasts, stories, listas, gifs, experiencias interactivas y de realidad virtual o microvídeos– no son una excepción.
Y una de las tácticas principales que han seguido para penetrar en la conciencia colectiva, para volverse normales además de virales, ha sido la de volverse sistemáticos. Desde los memes que repiten la foto y cambian el texto hasta las webseries, las series para escuchar o las listas de reproducción interminable. Todo se ha vuelto serial.
Y no por casualidad. Desde el punto de vista humano, un vídeo, una película o una teleserie pueden ser igual de interesantes. Pero desde la perspectiva de las plataformas y sus algoritmos, sin duda son mucho más convenientes los canales de influencers o una serie con muchas temporadas.
Porque el valor artístico, la calidad artesanal o la importancia canónica no son factores que importen en el nuevo paradigma tecnológico. Lo único que tienen en cuenta las redes sociales y las grandes productoras de contenidos es la capacidad de seducir de un modo duradero, de secuestrar la atención, para generar el máximo número posible de datos útiles.
Para Instagram o Amazon Prime Video da igual si las series las crean David Simon, Amy Sherman-Palladino, Kim Kardashian o el Rubius.
Todo el nuevo sistema se sostiene en los rastros, las correlaciones, la líneas de consumo que traza cada internauta, cada lector, cada videoespectador. En el nuevo mundo de Big Data, por tanto, las obras o los contenidos son muchísimo menos importantes que las líneas de datos que construimos cada uno de nosotros. La serie de series en que hemos convertido nuestras vidas. Eso que llamas –precisamente– tu perfil.
Algoritmos
El hecho de que en estos momentos no exista ninguna manifestación cultural que no sea –al menos parcialmente– digital; y que la mayor parte de las obras y los proyectos artísticos se inserten en series diseñadas por los propios creadores, por las páginas web o las plataformas que las incluyen en sus catálogos o por nuestro propio historial, han permitido el crecimiento desaforado de los algoritmos sociales y culturales.
La mayor parte de la lectura, la información y el entretenimiento son mediados por Google, Facebook, Apple, YouTube, Netflix, Amazon, Spotify, Alibaba y otras corporaciones. Es decir, por complejas maquinarias algorítmicas.
Estructuras tentaculares que son –al mismo tiempo– productoras de contenidos propios, distribuidoras de producciones ajenas, investigadoras en inteligencia artificial o arquitecturas logísticas, e inventoras de nuevas formas de consumo, como agregadores, formas de suscripción o dispositivos.
Comparten un espíritu de concentración empresarial y la voluntad de ser plataformas, que se ha contagiado a todas las compañías de entretenimiento y comunicación, desde el New York Times hasta Movistar o el grupo Planeta.
A través de esos tres pasos –digitalización, serialización, algoritmos–la cultura del siglo XXI ha ido restándole importancia a la obra y al artista singulares y se la ha ido otorgando a la serie, la franquicia, el universo, el catálogo, la plataforma.
La dimensión más luminosa de esa tendencia la encontramos en grandes proyectos colectivos de carácter intelectual, como Forensic Architecture o Wikipedia. El epítome de su dimensión más oscura lo encontramos en Disney+, una plataforma que ha sido totalmente monopolizada por etiquetas y marcas genéricas, en detrimento de los nombres propios: Marvel, Star Wars, Pixar, National Geographic. Cada vez menos gente sabe que Disney es el apellido de un ser humano del siglo pasado llamado Walt.
En ese ecosistema de ascenso de los algoritmos y de imposición de nuevas reglas ajenas a los criterios tradicionales hay que entender varios fenómenos que, en apariencia, no están relacionados.
Desde la fatiga y la depresión de los influencers con más seguidores, que han formateado sus vidas y sus economías según la visibilidad que les brindaban unas fórmulas matemáticas totalmente opacas y variables, y ahora asisten a su declive sin entender las razones; hasta el avance de la precariedad en los trabajos creativos, cada vez más condicionados por la cantidad y por el impacto o el tráfico y menos por la calidad y por la recepción a medio o largo plazo; pasando por el auge imparable de la autopublicación, que es la lógica de las redes sociales y que –a partir de ellas– ha ido creando espacios cada vez más importantes, tanto en Amazon como en el interior de los grandes editoriales tradicionales.
En un mundo cada vez más horizontal, de recomendaciones automáticas y de crítica amateur y colectiva (Goodreads, TripAdvisor), todos somos escritores, fotógrafos, diseñadores, comunicadores o creadores digitales que vertimos millones de contenidos constantemente en ese gran vertedero que es la red.
Al otro lado, los algoritmos no cesan de aprender de nosotros. Como dice Éric Sadin en La siliconización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital (Caja Negra): “La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital”. Los algoritmos ya traducen y generan música o imágenes con gran precisión, que alimentan tanto a películas o videojuegos como a Spotify o YouTube. Cada vez existen menos lenguajes que solo dominemos los seres humanos.
Una nueva crítica cultural
Las metodologías tradicionales de análisis cultural –herederas de la filología y de la historia del arte– han empezado a quedarse obsoletas para el estudio de la cultura. Por nuestra formación y por nuestra propia escala, individual y finalmente humana, ante películas, obras de teatro o cuadros que están a la altura de nuestros ojos, con libros que no son mucho más grandes que nuestras propias manos, seguimos creyendo en la singularidad de la obra que vemos, escuchamos o leemos.
Y la seguimos pensando en relación con su autor y su trayectoria, su contexto, nuestra época. Pero en realidad no sólo ha cambiado brutalmente la forma en que leemos –a través del scroll y el catálogo infinitos, en la transición de la cultura del libro a la cultura de app–, también lo han hecho los modos en que se produce y circula la cultura.
En estos momentos no solo prima cada vez más la inteligencia colectiva y la colaboración entre guionistas, artistas, técnicos e ingenieros en un mismo proyecto; no solo se extienden fórmulas contractuales y estrategias de trabajo en equipo que recuerdan a los talleres artesanales de la edad media o a los estudios de animación y de cómic del siglo XX; sobre todo empiezan a ser menos importantes en el consumo cultural las obras –con sus ideas geniales– que llevan a cabo en soledad creadores individuales que las tendencias virales, los patrones de Big Data, las cadenas de sentido detectadas por la inteligencia artificial o los formatos diseñados por aprendizaje profundo.
Por eso es importante pensar en estrategias de lectura que vayan más allá de la semiótica o la retórica del texto o del lenguaje audiovisual. Habría que imaginar una crítica del algoritmo. No solo en el ámbito macro del código –por ejemplo a través de ejercicios de ingeniería inversa– o de los datos masivos; también en el nivel de lo transparente: el del número de visualizaciones, las etiquetas, las recomendaciones automáticas, las listas de reproducción o el diseño de usuario.
Esa nueva gramática y esa nueva sintaxis, que todavía no hemos pensado en serio y que está determinando todas las formas en que leemos el arte y la cultura en nuestra época.
Fuente: Clarin
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