Los niños aprenden desde que nacen: a llorar pidiendo ayuda, a mamar, sonreír, caminar, hablar. Instintivamente o enseñados. En casa.
Paul Goodman hizo notar que “aprender a hablar es un triunfo intelectual formidable” (“The present moment in education”, The New York Review of Books, 10 de abril de 1969). En otra parte (que ahora no encuentro) añadió: “Aprender a hablar es más difícil que aprender a leer y escribir, y se aprende en casa. De aprenderse en la escuela, abundarían los tartamudos”.
Iván Illich (Deschooling society, 1971) se lanzó contra el prejuicio de que el único lugar para aprender es la escuela. Tuvo resonancia mundial, que favoreció lo propositivo del libro. En su capítulo más largo, propone la creación de redes de aprendizaje (“learning webs”) que faciliten la oportunidad de aprender libremente.
En las décadas siguientes, aparecieron los tutoriales de la web, la Wikipedia, las clases por Zoom, los museos en línea y las redes sociales. También los cursos por correspondencia se volvieron digitales.
Muchas cosas se aprenden en el trabajo, ayudando a los que saben. La Edad Media elevó a institución esta forma de aprender bajo la tutela de un maestro, que culminaba cuando el aprendiz llegaba a producir una obra maestra, y se independizaba.
Aprender haciendo es común en la práctica de los deportes y de muchas otras cosas. No se aprende a nadar frente a un pizarrón, sino echándose al agua.
Todos nos educamos a todos, a todas horas y en todas partes, de muchas maneras y hasta sin pretenderlo; por la observación, la curiosidad, la emulación, el fracaso, la experiencia. También nos educa la convivencia con lo que hay en la casa, el vecindario, los parques, los zoológicos, la ciudad. Especialmente, la conversación, la lectura, la radio, la televisión, las películas, las canciones, los refranes, los viajes, el uso de herramientas, máquinas y vehículos. Y hasta las aulas, cuando se tiene la fortuna de tener buenos maestros.
Que docenas de alumnos se reúnan con un maestro en un aula tiene un costo inmenso, para los participantes, sus familias y la sociedad. La reunión presencial en un aula provoca buena parte de la congestión urbana.
La educación formal no está centrada en el aprendizaje, sino en administrar credenciales curriculares. Sin credenciales, se pierde el acceso a muchas oportunidades. Lo sensato es adquirirlas al menor costo posible. El mundo está lleno de graduados en una cosa que se dedican a otra, y de no graduados que ejercen con éxito.
Ejemplo extremo
El primer trasplante de corazón (el 3 de diciembre de 1967 fue en un hospital de la Universidad de Ciudad del Cabo, Sudáfrica). El doctor Christiaan Barnard (1922-2001) se volvió famoso y rico. Poco antes de morir, tuvo la honestidad de confesar que el trasplante lo habían hecho entre dos cirujanos, y que el otro era mejor. ¿Por qué el secreto? Porque el otro, Hamilton Naki (1926-2005), era negro; y ambos hubieran terminado en la cárcel, por contravenir el apartheid (que duró hasta 1994).
Lo más notable del caso es que Naki no tenía credenciales universitarias. Era jardinero de la Universidad. Fue comisionado al Laboratorio de Medicina Experimental para limpiar las jaulas de los animales. Lo hizo tan escrupulosamente que pronto le encargaron pesarlos; después, rasurarlos cuando los iban a operar; luego, inyectarlos. Además, le permitieron presenciar las operaciones. Con el tiempo, fue ayudante de anestesia; después, de cirugía. Finalmente, participó en trasplantes de corazón entre animales. Sus técnicas y destreza convencieron a Barnard de invitarlo a participar clandestinamente en el primer trasplante de corazón humano. Fue temerario, y pudo haber salido mal. Afortunadamente, salió bien.
Naki fue entrevistado por Rory Carroll (“Two men transplanted the first human heart. One ended up rich and famous – the other had to pretend to be a gardener”, The Guardian, 25 de abril de 2003). Se había jubilado y vivía feliz de su pensión de jardinero, dedicado al servicio de su comunidad, a los 77 años.
Fuente: Letras Libres
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