La enésima polémica del verano les ha tocado en suerte a Carolina Iglesias y Victoria Martín, cómicas y artífices del podcast «Estirando el chicle». La historia es simple: Iglesias y Martín invitan a su programa a la cómica Patricia Sornosa, feminista acusada de tránsfoba. Inmediatamente les llueven las críticas en redes de los mismos que ayer les aplaudían. Crecen los llamamientos al boicot, las amenazas e improperios, se revisan sus publicaciones para rescatar cualquier posible ofensa, por pequeña que sea. Ahora mismo ya las acusan hasta de racistas. El incidente, en realidad, no tiene de momento ni punto de comparación con lo sufrido por el humorista David Suárez por un chiste en twitter o por los profesores Jose Manuel Errasti y Marino Pérez por su libro «Nadie nace en un cuerpo equivocado», por poner solo dos preocupantes ejemplos de esa cultura de la cancelación cuya existencia algunos niegan. Lo curioso de este caso es que, si por algo se caracteriza el podcast en cuestión, es por su marcada línea reivindicativa del feminismo y el colectivo LGTBIQ+. De hecho, paradójicamente, sus protagonistas participaron hace poco en un programa de televisión que consistía en revisitar antiguos sketches de cómicos y señalarlos como intolerables, por machistas y homófobos (cuando menos), obviando todo contexto. Demostraría esto que la línea que separa la permanencia en el lado bueno de la condena al lado oscuro es extremadamente tenue. O, dicho de otro modo, que alimentar al cocodrilo del «pielfinismo identitario» solo sirve para aspirar, como mucho y con suerte, a ser devorado en último lugar. Pero nunca para salvarse. ¿Woke come a woke? Eso parece.
Las represalias
Lo cierto es que esta extendida cultura woke, que sienta sus bases sobre el marco ideológico de los movimientos identitarios, no duda en promover a su vez una cultura de la cancelación que parece empezar a alcanzarles. El escritor y periodista Andrew Doyle, creador del que es quizá el personaje woke más icónico, Titania McGrath, en su libro «La libertad de expresión y por qué es tan importante» define la cultura de la cancelación como la «metáfora que sirve para sintetizar un método de represalia» que consiste en «avergonzar públicamente y en boicotear a alguien» por sus opiniones o manifestaciones, habitualmente en redes sociales. Pero sus consecuencias, como bien señala el autor, «son enormemente desproporcionadas respecto a lo que se percibe como afrenta».
Para Miguel Ángel Quintana Paz, Doctor en filosofía, director académico del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid y articulista, esta cultura de la cancelación sería el modelo de civilización alternativo (mucho más reciente que los otros dos) que compite hoy en día, junto (o, mejor dicho, contra) a la tradición occidental y a la islámica por la hegemonía. «Se trata de un modelo de civilización alternativo», reflexionaba Quintana Paz en un reciente y lúcido artículo al respecto en «The Objective», «porque desea deconstruir nuestra herencia civilizadora. ¿Con qué fin? Sustituirla por otra más ‘’inclusiva’', nada opresiva, más ‘’diversa’', menos «heteropatriarcal-colonialista-racista-homófoba-especista-antiecológica». ¿Pero cómo alcanzan a conseguir tal cuota de influencia, de presencia tanto en el debate público como en las instituciones mismas, movimientos que basan su discurso, precisamente, en la opresión a la que se ven sometidos y a la discriminación sufrida? ¿Qué hay de la mayoría? Quintana Paz entiende que una minoría «muy intolerante» puede llegar a obtener mucho poder porque «la masa, que no se quiere meter en líos por definición, hará lo posible por no tocar las narices a gente muy, muy intransigente» y evitar las posibles consecuencias.
Dictadura de la minoría
Es lo que el ensayista Nassim Taleb, en su libro «Jugarse la piel: Asimetrías ocultas en la vida cotidiana», llama la dictadura de la pequeña minoría y que el autor enuncia de la siguiente manera: «basta que una minoría intransigente –cierto tipo de minorías intransigentes– alcance un nivel minúsculo, digamos el tres o el cuatro por ciento de la población total, para que toda la población tenga que someterse a sus preferencias. Además, una ilusión óptica viene con el dominio de la minoría: un observador ingenuo tendría la impresión de que las elecciones y preferencias son las de la mayoría». Esto se debe, como explica Taleb, a que «el conjunto se comporta de una manera no prevista por los componentes. Las interacciones importan más que la naturaleza de las unidades». Y, en este caso, las unidades son crueles e intransigentes, revanchistas y vengativas. No es de extrañar, pues, que el cantante Nick Cave haya definido a la cultura de la cancelación como «la antítesis de la clemencia». O que personalidades destacadas como Margaret Atwood, Noam Chomsky o el recientemente atacado Salman Rushdie publicaran hace un tiempo una carta abierta en «Harper’s Magazine» en la que se manifestaban explícitamente en contra de las cancelaciones y de este clima de intolerancia. La reacción en redes, como no podía ser de otro modo, fue furibunda y aludía a los supuestos privilegios de estos intelectuales y a concluir, paradójicamente, que no consentían que se pusieran en cuestión sus ideas.
Pero, como explica Doyle en su libro, son en realidad los que exigen respeto (cuando este respeto pasa por la censura) los que, a todos los efectos, insisten en la deferencia: «la idea de que sería necesario vallar determinadas creencias para aislarlas de las críticas y el ridículo es la antítesis misma del liberalismo. En cualquier caso, cómo determinamos quién cumple los requisitos para gozar de una protección tan especial dependerá en gran medida de la valoración subjetiva de quienes detenta el poder en un momento dado. Por ejemplo, hay muchos que argumentan que lo que ellos perciben como un aumento de la islamofobia podría solventarse con la prohibición de criticar el islam. Han olvidado que, en un futuro, los gobiernos con pocos escrúpulos podrían aplicar esa misma lógica cuando deseen evitar rendir cuentas. Deberíamos desconfiar de los remedios a corto plazo que podrían proporcionar un instrumento al uso para que los Estados impongan la censura».
Y es precisamente esa subjetividad a la hora de valorar la ofensa y exigir la reparación, vía boicot o cancelación, la que convierte a quien se alza en patrullero de la moralidad también en susceptible de sufrir las iras de la masa enfurecida. De experimentar de igual modo y en cualquier momento el mismo fenómeno, ser finado y sepulturero. O, por remitirnos a la actualidad, hoy puedes estar señalando a Gila, gloriosa, entre aplausos y vítores, y mañana ser tú la arrastrada por el barro por los mismos enfervorecidos hinchas de lo políticamente correcto.
Imagen: El Debate
Fuente: La Razon
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