El 14 de febrero –el día de los corazones acompañados– de 1989, Salman Rushdie dejó de ser un nombre conocido solo por el mundo literario y se convirtió en una celebridad, al tiempo que el iracundo Ayatola Jomeini le puso precio a su cabeza.
¿Cuál fue la razón? De entrada, la publicación de su cuarta novela, Los versos satánicos, una historia en clave de realismo mágico inspirada en la vida del profeta Mahoma. El episodio puede verse como el principio de un nuevo momento en la relación entre el Medio Oriente y lo que no tengo más remedio que llamar el mundo occidental.
Después vinieron los ataques terroristas a las Torres gemelas y el Pentágono en 2001, la intervención militar de la alianza angloamericana en Afganistán e Irak, la Primavera árabe en 2011 y la gran diáspora islámica a la Europa unida, que transformará el destino de nuestro mundo.
Pero todo comenzó con Rushdie. En el origen de este desaguisado se encuentra el choque de dos versiones antitéticas del mundo: por un lado, la idea teocrática, en la que ciertas escrituras no pueden criticarse y mucho menos ser objeto de burla, ya que hacerlo pondría en duda una concepción cerrada de la realidad. Por el otro, la idea liberal y secular, según la cual existe un mercado de las ideas donde ninguna de ellas puede imponerse a no ser por medio de la razón. No hay puntos de vista sagrados y todo puede ser materia de sorna.
Esta es la fuente y origen de la civilización liberal, sin la cual no puede existir. Sobra decir que el orbe islámico se encuentra en una batalla que decidirá su destino entre el orden teocrático y el orden liberal, tertium non datum.
Salman Rushdie, por supuesto, ha tomado partido –salvo en un momento de vacilación que lo honra– por la causa liberal en la batalla por el alma islámica. Y es esta decisión la que hizo que tuviera que vivir escondido y protegido por una guardia policíaca, cortesía del gobierno británico, durante el período inmediato a la publicación de la fetua.
Arduas negociaciones de orden diplomático parecieron haber resultado en una tregua que permitió a Rushdie continuar con una vida más o menos normal en las últimas dos décadas, aun si existe una recompensa millonaria por su vida. Puso su casa en Nueva York, se ha seguido dedicando a las letras y cada tanto nos regala nuevas novelas para leer y analizar: de la tragicómica Furia, donde un plutócrata indio descubre Nueva York, a la investigación en clave de ficción de cómo se produce a un fundamentalista islámico de Shalimar el payaso. De la historia de entrecruzamientos históricos entre la Florencia de Maquiavelo y la Corte de Akbar en el imperio persa que es La encantadora de Florencia a la reconstrucción contemporánea de la saga de Cervantes que es Quijote.
Conocí brevemente a Salman Rushdie en el departamento de Christopher Hitchens en Kalorama. Me pareció muy amable y me comentó que admiraba a Gabriel García Márquez. Le dije que yo también creía que eran grandes autores y le pregunté si había leído a Octavio Paz. Por supuesto que lo había leído. Quienquiera que haya seguido, aunque sea superficialmente, su obra no podrá negar que estamos ante un polímata. A esta calidad de conocedor de varios saberes se debe agregar una elocuencia pocas veces vista: Rushdie te puede hablar de corrido por horas y con un inglés impecable sobre el polvorín del Medio Oriente, Bollywood, Shakespeare o el Quijote.
El mapa de Rushdie es uno que vale la pena recorrer. En él se entrecruzan la ronda de las civilizaciones y el valiente mundo de la imaginación humana.
Fuente: Letras Libres
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