Corría el mes de septiembre de 1933 cuando Arthur Koestler llegó a la oficina en París de Willi Münzenberg. Para su estupor, el hombre que había tejido una espesísima red de comunistas en ciudades como Londres, Viena, Praga o Nueva York era un tipo bajito y fornido, de hombros anchos y cabeza voluminosa, que habría pasado por un rústico leñador. Viéndolo arrumbado sobre una mesa llena de papeles, con los músculos de la barbilla distendidos, no habría dicho que se trataba de un magnate de los mass media. Bastó que abriera los ojos para que Koestler entendiera dónde residía la fuerza de ese hombre. Sus ojos relampagueantes constituían una señal de peligro: ese hombre podía salvarte pero también hacerte trizas.
Al estallar la Guerra Civil española, Münzenberg encomendó a Koestler la redacción de un libro de propaganda negra contra los enemigos del comunismo. Para vencer sus reservas, pues a la sazón el agitprop le interesaba menos que la literatura, le acercó un recorte de un diario madrileño. Se daba la noticia de que la milicia roja emitía vales por valor de una peseta y que cada uno de ellos podía ser canjeado por una violación. Después se contaba que la viuda de un alto oficial había aparecido muerta en su apartamento, y que a su lado en la cama había 64 vales. “Esto –dijo Munzenberg, enarbolando el recorte– es propaganda.”
Gracias a la pericia de Münzenberg, la URSS consiguió troquelar parte de la opinión pública occidental en el periodo de entreguerras. Goebbels se inspiraría en el ejemplo de Münzenberg y años después sería derrotado por él en la batalla propagandística. Su talento para el complot y la organización de redes clandestinas solo era comparable a su fanatismo. Para vislumbrar la tupida urdimbre formada por el Komintern y el resto de servicios secretos soviéticos, es necesario leer El fin de la inocencia, la obra maestra del historiador estadounidense Stephen Koch: una historia de espionaje, conjuras y crimen que sigue fascinando tres décadas después de su aparición.
El título original de este libro, publicado en 1994, es Double lives. Stalin, Willi Münzenberg and the seduction of intellectuals. La traducción española, llevada a cabo por la editorial Tusquets en 1997 y mantenida por Galaxia Gutenberg, que acaba de reeditarlo, es una genialidad. El fin de la inocencia alude a los grupos fundados por Münzenberg para pastorear a los militantes más candorosos y comprometidos, aunque ignorantes de la verdadera naturaleza del estalinismo.
Así se urdió la gran mentira del siglo XX. Gracias a los “clubes de inocentes”, miles de personas baqueteadas por la ansiedad y el desarraigo de entreguerras hallaron en el credo comunista el saber de salvación que la religión tradicional les negaba. Entre sus “inocentes” se contaban algunos de los grandes escritores de su tiempo: unos se metieron en la causa hasta el fajín, como Bertolt Brecht o Lillian Hellman; otros se vieron seducidos por una mezcla de idealismo y ganas de aventura, como Ernest Hemingway o André Malraux; y otros mordieron el anzuelo y, asqueados por su sabor amarescente, rápidamente lo escupieron, como André Gide o el honrado John Dos Passos.
Este vibrante ensayo se nutre, en buena medida, de las entrevistas que Babette Gross, viuda de Münzenberg, concedió a Koch a la edad de 91 años. Además de una ambiciosa investigación y de un ajuste de cuentas con la figura del intelectual, El fin de la inocencia es uno de los mejores libros sobre la mentira que nos haya dado el siglo XX, junto con El conocimiento inútil, de Jean-François Revel, y el opúsculo de Hannah Arendt “Verdad y política”, incluido en Entre el pasado y el futuro (publicados ambos en nuestro país por Página Indómita). Según Koch, los procesos estalinistas no solo tuvieron importantes consecuencias jurídicas, sino también filosóficas: constituyeron, entre otras cosas, la apoteosis de la mentira. “La desvergüenza de esta falsedad pública –afirma– significó una nueva clase de fe revolucionaria y, simultáneamente, un nuevo nivel de sometimiento público.”
La de Münzenberg fue una historia fulgurante y breve. Tenía veintiséis años cuando Trotski informó a Lenin de la existencia de este joven brillante, capaz de transmitir información, blanquear dinero y organizar complejísimas conspiraciones sirviéndose de cajas de cigarros y frascos de mermelada sin dejar rastro alguno. Que era un genio de la propaganda lo demostró con el caso Sacco-Vanzetti, usado por Stalin para silenciar los estragos de la colectivización. Su racha de éxitos duró hasta la Guerra Civil española. Ahí se truncó todo.
Las noticias de la Gran Purga inquietaban a Münzenberg. Que algunos de los más egregios fundadores del Politburó hubieran sido juzgados por organizar actos terroristas contra Stalin en asociación con Trotski era sorprendente; que no se les acusase de ningún crimen concreto, sino de un delito de omisión, por no haber mostrado su completo apoyo al Comité Central, era sospechoso; que terminaran confesando que llevaban intentando socavar los cimientos de la Unión Soviética desde 1918 era alarmante. Daba por hecho que el siguiente purgado sería él cuando encontró en España su tabla de salvación. Se ofreció a utilizar sus redes de espionaje para inclinar el tablero en una de las partidas más determinantes del siglo.
Koch maneja la hipótesis de que Stalin nunca buscó la victoria republicana. A su juicio, le interesaba tomar el control del gobierno español para contar con una valiosa moneda de cambio geopolítica. De ahí su voluntad de reemplazar el gabinete de Largo Caballero por un gobierno títere, capitaneado por el entonces ministro de Hacienda, Juan Negrín, que aquí es descrito como el socio más servil del dictador georgiano. Un gobierno estalinista en el corazón de Europa ahuyentaría el temor de que Hitler atacara Rusia. Con un valioso as en la manga, Stalin se aseguraba que los países capitalistas se avendrían a negociar con él.
Cabe hacer alguna que otra objeción a lo expresado por Koch. Reducir a Negrín a marioneta, incurriendo en la caricatura de la que durante tanto tiempo fue objeto, supone olvidar que este nunca fue estalinista, sino un socialdemócrata que se apoyó puntualmente en los comunistas, como demuestran las biografías de Gabriel Jackson y Enrique Moradiellos. Que Stalin quisiera imponer un proyecto comunista en España no implica que le viniera mal la victoria republicana, al menos en un primer momento. Fuera de toda duda está que, en cuanto al apoyo de armas y estructura, el soviético fue el mayor que recibió la España republicana, si tenemos en cuenta la inacción de las democracia liberales. Claro que fue apoyo interesado y, sobre todo, insuficiente. La legendaria intervención soviética en auxilio de una República amenazada fue, en buena medida, un cuento salido de la testa de Willi Münzenberg.
Fue durante quince años el publicista de una de las ideologías más criminales del siglo XX. Su poder no parecía tener límites, pero, inopinadamente, la caída de Francia selló su destino. No parece probable que fueran los nazis quienes le dieran muerte. Corría la época del Gran Terror y el genio de la propaganda comunista se había vuelto sospechoso a ojos de Stalin. En octubre de 1940, unos cazadores encontraron el cadáver de Münzenberg en una pequeña aldea francesa. Llevaba meses en estado de descomposición, pero todavía tenía la soga atada al cuello.
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