sábado, 21 de septiembre de 2024

El poder después de la verdad


Capítulo (fragmento) del libro: Naím, M. (2022). La revancha de los poderosos: Cómo los autócratas están reinventando la política en el siglo XXI. DEBATE.

Las tres pes en las que centramos nuestro relato no se crearon de la misma forma. Las dos primeras (el populismo y la polarización) tienen una larga historia y están muy documentadas por los estudiosos desde la Antigüedad. La posverdad, sin embargo, es otra cosa: un ataque frontal contra el sentido de la realidad que compartimos, ante el que estamos desprevenidos y, por tanto, nada preparados.

«Captamos» instintivamente el populismo y la polarización; la posverdad, no. ¿Por qué? En primer lugar, porque nos resulta difícil diferenciar la simple mentira de la posverdad, que es un concepto totalmente distinto. Segundo, porque en el mundo occidental hay una larga tradición que relaciona el tipo de nihilismo en torno al que se construye la posverdad con unos regímenes totalitarios que no se avergüenzan de pisotear la libertad de expresión. La posverdad, en el contexto de las democracias, constituye un  fenómeno nuevo y aterrador.

Los políticos mienten. Siempre lo han hecho, y desde tiempos inmemoriales. Hasta la vieja anécdota de George Washington y el cerezo —que se cuenta en Estados Unidos como el más valioso elogio a la verdad— fue un invento de Mason Locke Weems, un panfletista itinerante que estaba obsesionado por vender y quería ganar dinero con el nombre del famoso general: las infoguerras del siglo XVIII, las manipulaciones y los mensajes, las medias verdades y los engaños forman parte del proceso democrático tanto como la revisión judicial y las elecciones periódicas.

Para empezar, es importante dejar claro a qué nos referimos al hablar de «posverdad» y en qué se diferencia de las simples mentirijillas políticas. Jay Rosen resumió bien ese carácter de novedad cuando tuiteó: «Expresiones como “reescribir la historia” y “enturbiar las aguas” no transmiten lo que está pasando. Son un intento de impedir que los estadounidenses comprendan lo que les ha sucedido mediante el uso estratégico de la confusión». Ese «uso estratégico de la confusión» es lo que hace que la posverdad resulte mucho más siniestra que la vulgar mendacidad de los poderosos. No consiste en propagar esta o aquella mentira, sino en destruir la posibilidad de que se pueda decir la verdad en la vida pública.

La posverdad hace que nuestro sentido de realidad se tambalee y con ello consigue que el populismo y la polarización dejen de ser una molestia política normal y se conviertan en algo distinto y mucho más importante: una amenaza existencial contra la propia continuidad de los gobiernos y las sociedades libres. Como dijo Alan Rusbridger, exdirector del periódico británico The Guardian:

Una sociedad que no puede consensuar una base objetiva para la discusión o la toma de decisiones no puede progresar. No puede haber leyes, ni votos, ni Gobierno, ni ciencia, ni democracia sin una interpretación común de lo que es verdad y lo que no lo es. Por supuesto, esa base objetiva común no es más que el principio. Las sociedades sin voces independientes capaces de cuestionar o examinar tampoco son dignas de envidia.

El Collins English Dictionary define «posverdad» como «la desaparición de los criterios objetivos comunes sobre la verdad». Se trata de una situación que surge en la vida pública cuando la línea divisoria entre los hechos y el conocimiento, por un lado, y las creencias y las opiniones, por otro, se desvanece, o al menos cuando se utilizan de manera indistinta con tanta frecuencia que deja de haber un acuerdo sobre las líneas divisorias. A diferencia de las mentiras, la posverdad no es un fallo moral individual. No es un defecto personal de un personaje público. Es una característica de la infraestructura de comunicaciones que la política y el poder tienen en el mundo actual.

Los filósofos habían considerado durante mucho tiempo que la lenta desintegración de un sentido compartido de la realidad era un problema de las dictaduras inflexibles. Muchas de nuestras reflexiones sobre este problema figuran en libros sobre la Alemania nazi o sobre la Rusia soviética. Es célebre el argumento de la filósofa Hannah Arendt de que «el objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción […] y la distinción entre lo verdadero y lo falso».

Arendt, que de milagro sobrevivió al Holocausto después de huir de París con un falso visado estadounidense, llegó a la conclusión de que esa pesadilla solo podía hacerse realidad bajo la bota implacable de un régimen totalitario. Sin embargo, los autócratas 3P que más han triunfado han comprendido que la explosión total de la información y los medios, en internet y fuera de él, crea unas oportunidades desconocidas para el engaño, la manipulación y el control. Ya no necesitan una censura de viejo cuño, ni el estricto control de los mensajes que llegan a la gente. Al contrario, recurren a todo lo contrario: unas estrategias centradas en agotar a la gente con un incesante diluvio de información, de tal dimensión que destruye su capacidad crítica. El envío automático de mensajes basados en las creencias, los prejuicios y las preferencias del receptor aumenta la repercusión de esos mensajes de forma totalmente nueva.

Los autócratas 3P han aprendido a librar este tipo de batallas aprovechando las peculiares características de la arquitectura informativa actual: su extrema apertura, el papel tremendamente limitado de los guardianes de la información y una delgada piel cada vez más porosa que separa los medios «de prestigio» del descontrolado páramo en que se ha convertido la esfera pública digital.

El caso más famoso es el de la injerencia rusa en las elecciones de Estados Unidos, pero el fenómeno va mucho más lejos. Para empezar, Rusia se ha entrometido en elecciones y políticas en todas partes, no solo en Estados Unidos. Además, la desinformación deliberada en la red está pasando a ser, de forma vertiginosa, un elemento habitual en el arsenal político que utilizan los políticos en todo el mundo. La posverdad, hoy, se encuentra en todas partes.

Fuente: Libro

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