La opinión pública es una ficción de origen liberal, inescindible de la imagen inicial del parlamentarismo, como un marco político racional y reflexivo donde uno decide y se deja, llegado el caso, convencer por los buenos argumentos. Es a François Guizot a quien se le imputa la primera definición de la idea, en su Historia de los orígenes del gobierno representativo. La opinión pública sería lo que en una sociedad “obliga a todos los ciudadanos a buscar sin descanso, y en cualquier ocasión, la verdad, la razón, la justicia, que deben regular el poder”. Esta institución se sostendría sobre tres pilares. La discusión racional, que compromete a los poderes a buscar en común la verdad. La publicidad, que sitúa a estos poderes bajo los ojos de los ciudadanos. Y, por último, la libertad de prensa, que convoca a los propios ciudadanos a indagar también en la verdad y comunicarla al poder. La síntesis clásica de Guizot se construye sobre la simplicidad del mundo político del sufragio censitario y no puede atender muchas de las transformaciones que, sobre todo en el siglo XX, afectarán a la vida pública. Ya no será posible, desde luego, entender la opinión pública al margen de la sentimentalidad política que será propia de la democracia de masas; de la centralidad que van a adquirir los partidos en la construcción de publicidad; o sin tomar en consideración el cambio radical que implica el tránsito desde la publicidad de la prensa literaria al negocio de la comunicación, o a la concurrencia del propio Estado en la creación de opinión, como titular de medios de comunicación. En todo caso, el ideal comunicativo de la opinión pública es resistente, se trata de un concepto que permanece inscrito en nuestro orden constitucional como sede de legitimidad para el poder político. Es, digamos, una ficción imprescindible de la democracia. La esencia de dicha ficción es la idea de que existe una esfera pública que sirve como lugar discursivo y crítico, donde los ciudadanos pueden deliberar para sembrar acuerdos o juicios comunes. La democracia, por lo tanto, requiere una mínima credibilidad en que es posible una conversación mínimamente ordenada por razones públicas, algo que idealmente, como ha visto bien Manuel Arias Maldonado, no excluye pero sí limita el papel de la sentimentalidad en la política. En la idea de opinión pública resiste, por lo tanto, el paradigma clásico del liberalismo, vinculado a la confianza en la racionalidad y a un cierto escepticismo.
El derecho a conocer
La democracia liberal depende de presupuestos –la racionalidad y escepticismo de sus actores, el equilibrio entre razón y sentimentalidad– de los que no puede desentenderse, pero que tampoco puede garantizar normativamente de forma total. Presupone, digamos, un tipo de hombre y un tipo de sociedad con ciertos hábitos públicos que son frágiles. En todo caso, dentro del papel mediador que puede desempeñar el derecho para favorecer la existencia de ese hábitat crítico, la libertad de prensa, el derecho a la libertad de información, ha sido el eje del sistema de opinión pública. De hecho, todo el sistema jurídico de la opinión pública se justifica, en último término, en nombre del derecho del público a conocer. La libertad de información ha sido una libertad que se ha definido no tanto porque esta sea una realización de nuestra individualidad, sino por su contribución a la formación de una opinión pública libre. Ahí reside, en último término, lo que podemos denominar el “privilegio” jurídico de los medios de comunicación. Constituye la garantía de que el individuo pueda formar su juicio en un hábitat cultural no feudal. Su principal valor para la mejora social reside así, en palabras de Stuart Mill, en su funcionalidad para “poner a las personas en contacto con otras personas que no se parecen a ellas, y también en contacto con modos de pensamiento y acción distintos de aquellos con los que están familiarizadas”.
El medio de comunicación ha soportado también un ideal, el de la objetividad e independencia. La credibilidad en los medios de comunicación, o del sistema de medios, ha tenido así que resistir las inevitables evidencias que derivan de los intereses económicos y políticos que subyacen en el mercado de la comunicación, sembrando la duda sobre el carácter privado, corrupto o manipulador, de su publicidad. La revolución tecnológica que supuso internet fue vista por eso como una oportunidad utópica, como el momento para la sustitución del medio de comunicación clásico por un nuevo canal a través del cual los ciudadanos podrían participar en la formación de la opinión pública de un modo hasta entonces inédito, al ampliar sus fuentes de conocimiento y su esfera de conversación crítica. La amplitud del contraste sería así presupuesto de un verdadero diálogo democrático entre iguales y del abandono del prejuicio político en beneficio de un sano escepticismo. La comunicación a través de la red implicaría igualmente un fortalecimiento del sentido crítico, también contra los propios medios de comunicación, como instancias jerárquicas y privilegiadas en la formación de la opinión.
La cierto es que este horizonte utópico de la opinión pública digital no ha sido tal. El constitucionalista Cass Sunstein, atento desde el principio a los trabajos de psicología social, fue quizás el primero en alertar de que en el universo digital la tendencia a corroborar nuestros prejuicios en cámaras de eco, a buscar un marco feudal para nuestras opiniones, bien podría convertir la utopía del relativismo crítico en la realidad sentimental de la polarización. La lógica económica de la red tampoco ha respondido a la utopía competitiva, ajena a la tendencia a la concentración que era propia del mercado de la comunicación, sino que ha dado lugar a corporaciones digitales que prestan servicios como monopolios transnacionales de una extensión inédita en la historia económica.
Libertad de expresión en las plataformas
Por lo que respecta al derecho, la irrupción de la comunicación en red ha supuesto una disrupción en lo que Balkin definió como el triángulo jurídico de la libertad de expresión. Su lógica normativa era simple. En el vértice se encontraban los medios de comunicación que, como editores, eran responsables de los contenidos publicados a través de ellos y, como titulares de la libertad de información, disponían de un derecho de veto, de una legítima capacidad de censura en su canal. En los dos vértices inferiores encontraríamos, por un lado, a los periodistas, que serían actores privilegiados de la libertad de información, y en el otro, a los ciudadanos, que actuarían como rectores pasivos del flujo de información generado y compartido a través de los medios.
El punto de partida de la regulación jurídica de internet, que se encuentra allí donde surge la tecnología, en Estados Unidos, fue el de negar a las corporaciones de la comunicación digital su condición de medios de comunicación, al considerarlas meros intermediarios, agentes neutrales, y no editores, en el intercambio de información e ideas. Desde esa lógica, las corporaciones digitales, a diferencia de los medios tradicionales, no son responsables de lo que a través de ellas se transmita. En el derecho estadounidense se entendió igualmente que esa irresponsabilidad ha de extenderse también a lo que estas decidan censurar. Facebook, Instagram, X…, para que nos entendamos, no serían medios de comunicación, pero sí titulares de la libertad de expresión, y no solo de la libertad de empresa, de tal forma que nadie les puede obligar a que se diga, a través de su foro, lo que ellos no quieren. Las plataformas en línea operan como vastos foros de la libertad de expresión, pero bajo el régimen propio de poderes salvajes que emergen como nuevas inmunidades de poder, al mismo tiempo que tienen la potestad tecnológica sobre el nuevo ecosistema de la opinión pública. La Corte Suprema estadounidense, en una retahíla de sentencias muy recientes, ha confirmado este marco normativo, en virtud del cual las grandes corporaciones pueden, soberanamente, prohibir discursos que el Estado tiene que permitir y dar prestigio artificial a aquellos otros discursos por los que ellas algorítmicamente opten. Las plataformas en línea en el modelo estadounidense son, podríamos decir, foros públicos bajo un soberano privado.
Regulación europea
El legislador de la ue ha impugnado el sistema jurídico de internet que en un principio había importado de Estados Unidos. El eje de la legislación europea parte de la misma pregunta. ¿Son Facebook, X o Instagram un medio de comunicación? La respuesta en Europa es también no. Con la entrada en vigor, casi simultánea, de la Ley de servicios digitales y la Ley de libertad de medios, el legislador europeo ha reconocido que la naturaleza jurídica de las plataformas en línea y los motores de búsqueda es diferente en su esencia a la de los medios de comunicación. A partir de ahí, la regulación europea del ecosistema digital parte precisamente de la consideración implícita de este ecosistema como una esfera pública, a pesar de la titularidad privada de estas grandes plataformas digitales. Se trata de foros en los que se determina la opinión pública y como tal tienen que ser constitucionalizados en el grado suficiente para garantizar esos presupuestos deliberativos que se encuentran, como vimos, en el propio origen liberal del concepto de opinión pública. En la Ley de servicios digitales hay una impugnación al Leviatán digital que niega la soberanía de los grandes foros digitales para regular el discurso o censurar, y afirma su responsabilidad no solo por compartir contenidos ilícitos sino también por no reaccionar frente a aquellos contenidos, que incluso no siendo ilícitos, puedan generar, por el impacto viral de la comunicación en red, riesgos sistémicos para la democracia, la seguridad o la salud pública, como la difusión masiva de desinformación, o para los propios derechos, especialmente aquellos que amparan el libre desarrollo de la infancia y la juventud. La regulación europea en aras de la constitucionalización de la red puede ser juzgada como paternalista o intervencionista, pero no se puede sentenciar tan fácilmente que sea contraria a la tradición liberal. Se trata, en último término, de una regulación que busca mantener el vínculo entre la ficción de la opinión pública y la veracidad. La eficacia que pueda tener esta empresa en un contexto donde el conocimiento tecnológico no está en los Estados sino en la sociedad y donde, por lo tanto, la supervisión democrática a estos foros será competencia de entidades privadas es algo que solo la experiencia nos podrá confirmar.
La Ley de libertad de medios, por su parte, es una norma que denota una nostalgia o una cierta voluntad restaurativa de antigua lógica de la opinión pública, en la que los medios de comunicación no habían sido desplazados de su lugar central como lugar de síntesis de la conversación pública. La ley ha restituido una asimilación clásica entre medio de comunicación y editor, buscando reforzar el estatus de independencia de este frente a los propietarios de empresas de comunicación, frente al Estado y también frente a las propias redes sociales que ven, en esta ley, muy disminuida su capacidad para intervenir en el uso que los medios de comunicación hagan de su foro.
La ue ha interpretado muy generosamente sus competencias para, sobre la base de regulación del mercado, ordenar aspectos centrales de la libertad de información. Se han establecido así nuevas exigencias de transparencia sobre la propiedad de los medios y se ha profundizado en los mecanismos de defensa frente a fusiones empresariales que puedan afectar al pluralismo mediático. Como garantía de la independencia editorial frente a los Estados, se ha aprobado un nuevo régimen para la publicidad institucional que exige neutralidad política y transparencia en los criterios de asignación. La libertad de prensa, su imagen de independencia, se desfigura si esta aparece como una libertad asistida por el poder político, bajo el criterio de la afinidad. Si consideramos, no obstante, dentro de esta lógica restaurativa, que los medios de comunicación son instituciones de la opinión pública y que, por lo tanto, han de ser promocionadas en un Estado social y democrático de derecho, tal vez habría que explorar, y eso es algo que es competencia de los Estados, la vía de que la promoción pública de la prensa se lleve a cabo a través de mecanismos fiscales que permitan la desgravación del gasto que los ciudadanos desembolsen en suscripciones y no bajo la máscara de una publicidad institucional, en muchas ocasiones difícilmente diferenciable de la propaganda política.
Restaurar la opinión pública
La opinión pública, en una sociedad pluralista, es una magnitud problemática. Digamos que es sumamente fácil romper el hechizo o la credibilidad en esa esfera crítica y pública entre el poder y la vida privada. En cualquier caso, no por problemática deja de ser imprescindible como soporte conceptual del Estado de derecho. Parece un camino correcto, frente a la desesperación o el pesimismo tecnológico, confiar, como ha hecho el legislador europeo, en las posibilidades del derecho para regular el ecosistema digital de la libertad de expresión y reivindicar el papel de los medios de comunicación. No obstante, en el diseño institucional del gobierno de la opinión pública digital, en la Unión Europea, es visible un necesario experimentalismo democrático que, entre otras cosas, orilla el papel de los jueces en la tutela de la libertad de información, al encomendar a las propias plataformas digitales tareas de naturaleza casi judicial, aplicando criterios de derecho estatal y europeo, en los conflictos sobre la libertad de expresión que se produzcan en sus foros. La norma europea otorga también a las autoridades independientes potestades de control y sanción muy intensas. Será importante, por todo ello, que haya precedentes judiciales que supervisen y reafirmen el contenido constitucional de los derechos en juego.
Del mismo modo, y por concluir, el que exista un interés público por regular el ecosistema de la opinión pública no significa aceptar la legitimidad de los órganos de gobierno para intervenir en el pluralismo. Es decir, que bajo la bandera de la regeneración democrática, la lógica de la publicidad no puede ser vuelta del revés. No puede presumirse de los órganos políticos de gobierno un inequívoco vínculo con la verdad, ni tampoco pueden ser estos quienes controlen a los medios de comunicación o certifiquen la verdad o valía de las informaciones u opiniones que coexisten en la opinión pública. Restaurar la opinión pública implica también reafirmar algo tan básico como que es el gobierno el que ha de estar bajo los ojos de los ciudadanos.
Fuente: Letras Libres
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