He conocido gente peligrosa. Y esta gente de la que escribo es muy, muy peligrosa y cuyos cuerpos, según un senador en Filipinas, merecen acabar en «bolsas», o ser objeto de disparos si causan problemas como afirma el mismo presidente de Filipinas. Esta «gente peligrosa» para el poder, hoy más que nunca está en peligro: son los defensores de los derechos humanos.
Sí, son personas peligrosas y valiosas a la vez en tiempos de pandemia. Son aquellos que arriesgan su libertad por difundir información veraz contra las mentiras e incapacidades de sus gobiernos. Hasta el día 18 de junio en Hungría te enfrentabas a cinco años de cárcel por difundir información que pudiera poner en riesgo «una adecuada protección» contra la pandemia. En Zimbabue, mucha gente pasa hambre durante la pandemia y protesta, y por eso, por protestar peligrosamente, tres activistas de la oposición fueron secuestradas, torturadas y sufrieron abusos sexuales.
Sí, esta gente es muy peligrosa: se permite criticar a los gobiernos o avisar a la población de sus miserias y corruptelas. En un país que conozco bien, Nicaragua, y cuyos gobernantes, en un principio, negaron la gravedad que traía la pandemia, dieciséis trabajadores de la salud fueron despedidos por firmar una carta en la que urgían al Gobierno que se tomase más en serio el impacto de la pandemia sobre la población y adoptase medidas de precaución contra el virus. Y qué decir de Polonia, que puede condenar a diez años de cárcel a dos activistas por distribuir carteles acusando al Gobierno de manipular estadísticas del impacto de la COVID-19.
¿Y qué pasa con la gente peligrosa encarcelada? Que, según sus gobiernos, es la más peligrosa del mundo y no puede ser puesta en libertad. Mientras miles de presos eran liberados, defensores de los Derechos Humanos seguían en sus celdas. En Turquía he asistido a varias farsas de juicios, especialmente sobre aquellos acusados de terrorismo y que defendieron los Derechos Humanos. Muchos, además, están en régimen de prisión preventiva por lo que son oficialmente inocentes. Recuerdo a Osman Kavala, digno y solo en una sala de juicio donde pueden ser juzgadas cientos de personas a la vez, y sobre el que se cierne la amenaza de la cadena perpetua tras ser acusado de querer derribar el Gobierno cuando protestaba contra la destrucción de un parque. Recuerdo también a mi amigo Taner Kilic, presidente honorario de Amnistía Internacional en Turquía, condenado este mes de julio a seis años de cárcel por «pertenencia a organización terrorista» sin una sola prueba que lo demuestre.
En Irán, mientras se liberaba de las cárceles a 85.000 personas para reducir su hacinamiento, se condenaba a Atena Daemi, activista contra pena de muerte, a dos años adicionales de cárcel y 74 latigazos por seguir siendo activista por los derechos humanos dentro de la prisión. Su anterior condena era de siete años.
Esta gente peligrosa sufre especialmente la pandemia y sus consecuencias porque, en este contexto, no pueden moverse porque las autoridades les retiran protección y sus enemigos, que en muchos casos es el Estado, lo saben. Se han documentado 166 defensores de derechos humanos asesinados en Colombia –líderes sociales y activistas indígenas y afrodescendientes- en los últimos seis meses. Las autoridades han impuesto diversas restricciones durante la pandemia incluyendo el toque de queda nocturno en ciertas zonas del país. Estas medidas, a veces, representan una amenaza consumada como en el caso de dos líderes indígenas Emberá, que fueron asesinados el 3 de marzo, inmóviles, mientras cumplían cuarentena.
Pero los defensores de derechos humanos no solo son perseguidos por lo que hacen, sino también por lo que son. Es el caso de los indígenas en Brasil, por ejemplo, que forman parte de un país cuyo presidente no hace más que negar la gravedad de la pandemia a pesar de ser uno de los lugares del mundo con mayor número de personas contagiadas por el virus. A estos peligrosos indígenas, no solo les falta protección sanitaria contra la pandemia, sino que se enfrentan a un aumento de violencia en sus territorios por la minería y las talas ilegales, y a aquellos que, con impunidad, les roban sus tierras.
Sí, aquellos que defienden los derechos humanos son gente peligrosa y, también, gente imprescindible. He conocido a muchos de ellos, aunque siempre son pocos ante el desafío de los gobiernos que se niegan a aceptar lo que hacen, lo que dicen o lo que son. No hay mayor dique contra los abusos del poder que los defensores y las defensoras de los derechos humanos. La libertad de una sociedad se reconoce por el respeto y el apoyo hacia el trabajo de estos imprescindibles.
Fuente: Ethic
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