El salto de la cultura oral a la escrita, hace más de 5.000 años, es considerado de forma unánime como uno de los avances incontestables de nuestra especie. Pero este imprescindible invento que nació con vocación de cálculo y contabilidad, pronto fue aprovechado por los poderosos para otro tipo de fines, como la propaganda política, la permanencia en la historia o el sometimiento de la población a través de las leyes y la religión. Y es que, como dice la cita latina: Verba volant, scrīpta mānent (“Las palabras vuelan, lo escrito permanece”).
En este contexto, el prestigio del conocimiento escrito desembocó en la aparición de las primeras bibliotecas y archivos, que, como explica el responsable de las Bibliotecas Bodleianas de Oxford y autor de Quemar libros (Crítica) Richard Ovenden, “surgieron en las antiguas civilizaciones de Mesopotamia alrededor de 4.000 años antes de nuestra era”. En ellas, el elemento administrativo, el registro de las transacciones comerciales y del pago de impuestos, fue poco a poco cediendo terreno a “los textos literarios y religiosos, y más tarde las leyes y los documentos relacionados con el gobierno de los Estados. Sin embargo, eran lugares usados por el poder, no sería hasta los siglos XVI y XVII cuando surgiría la noción de bibliotecas y archivos públicos”, apunta el autor.
Centros como la citada Biblioteca Bodleiana, la Biblioteca Ambrosiana de Milán la Vaticana fueron de los primeros en ofrecer sus saberes, aunque, como matiza Ovenden, “la noción de público era mucho más restrictiva que nuestra comprensión moderna del término”. La democratización del conocimiento fue así avanzando. “En el siglo XVIII surgieron sociedades que comenzaron a albergar pequeñas colecciones y permitían a sus miembros, casi exclusivamente de clase media, utilizarlas e incluso tomarlas prestadas. Y ya en el XIX, aparecieron las bibliotecas de suscripción para las clases populares”, ilustra el autor. Pero ¿qué sentido tendría disponer de este conocimiento sin poder leerlo?
Una falsa civilización
De este punto imprescindible, la capacidad de acceder al conocimiento, se ocupa el escritor y periodista Mark Kurlansky en Papel. Páginas a través de la historia (Ático de los Libros), un recorrido por otro invento clave de la humanidad que supuso el soporte perfecto para vehicular la transmisión del conocimiento. En esta vibrante que abarca todo el globo, Kurlansky destaca lo tarde que llegó a Europa un material que los chinos conocían desde el siglo III a. C. Sería en Xátiva, en la España musulmana, donde en el año 1140 se fabricaría por primera vez papel en nuestro continente.
Este retraso responde a algo tan sencillo como la falta de demanda. “Sólo cuando la alfabetización se difunde, cuando hay una población significativa que desea material escrito de cualquier tipo, comienza a verse el papel como algo imprescindible”, defiende el escritor. Unas condiciones plenamente ausentes en la Europa medieval. También apunta Kurlansky otra clave importante. “Tendemos a ver la tecnología como productora de los cambios que hacen avanzar a la sociedad, pero cuando miramos la historia del papel vemos que es al revés, que la sociedad avanza por multitud de razones y la tecnología sigue a esos cambios. Por ejemplo, los ordenadores se inventaron porque había tanta información que sin ellas sería inmanejable. Pero no crearon la información”.
En este sentido, el escritor plantea que tenemos una gran confusión con ciertos conceptos como el de civilización. “Europa no se hizo civilizada por adoptar el papel o la imprenta, fue al revés. Sólo cuando Europa comenzó a civilizarse y a alcanzar la hegemonía mundial se hicieron necesarias esas herramientas para poder transmitir y preservar el conocimiento más rápido y mejor. No es una coincidencia que la imprenta y el germen de las ideas democráticas modernas surgieran más o menos a la vez”, asegura el escritor, que propone que nos replanteemos el hecho de que una cultura se crea más avanzada a otra simplemente por su uso de tecnologías que quizá otras culturas sencillamente no necesitan.
Borrar el pasado
Precisamente el choque entre culturas es otro elemento clave en esta lucha por el conocimiento. Y es que, como afirma Ovenden, “la destrucción del conocimiento ha tenido lugar en todas las épocas de la civilización humana y es un rasgo tan humano como el impulso hacia la preservación”. Su libro recoge ejemplos que van desde la antigüedad, como la destrucción de la famosa biblioteca del rey asirio Asurbanipal o la Biblioteca de Alejandría, hasta otros más modernos como las purgas de la Inquisición, las quemas de libros religiosos durante la época de la Reforma protestante o la centralización que llevó a cabo Napoleón en los países que iba conquistando.
Pero esta realidad que parece tan lejana, no lo es tanto, advierte. “La cultura también se convertiría en un aspecto potente de la destrucción del conocimiento en tiempos más recientes, especialmente durante el Holocausto, donde se estima que los nazis destruyeron más de 100 millones de libros judíos, o en las guerras que siguieron a la desintegración de Yugoslavia en los años 90, donde los serbios atacaron bibliotecas y archivos en Bosnia y Kosovo, como la famosa Biblioteca de Sarajevo para erradicar los rastros de la existencia musulmana”, relata el autor.
En este sentido, apunta que “el impulso de borrar el pasado y permitir que el vencedor reescriba la historia se ha vuelto más poderoso durante los últimos dos siglos a medida que la manipulación del sentimiento de las poblaciones, especialmente de los votantes, se ha convertido en una herramienta clave para los regímenes autoritarios”. Por ello, el bibliotecario defiende que “la preservación del conocimiento debe verse como un pilar de la democracia y la sociedad abierta. Como escribió Orwell: ‘el pasado se borró, lo borrado se olvidó y la mentira se convirtió en verdad’. Las bibliotecas y los archivos son herramientas clave para que la sociedad luche contra el borrado del pasado y la sustitución de verdades por mentiras”. Una lucha entre creación y destrucción tan vieja como la humanidad que se antoja fundamental para preservar la realidad de quiénes somos.
Fuente: El Cultural
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