Instalar conocimientos en el cerebro, como sucedía en Matrix, o que se nos infiltren en nuestros sueños para robarnos claves de acceso, recuerdos y otro tipo de datos, como veíamos hacer a Leonardo DiCaprio en Origen, son actividades que en algún momento podrían llegar a hacerse realidad. De ahí que Chile haya promulgado una legislación que protege a sus ciudadanos de los peligros de la neurotecnología, convirtiéndose en el primer país del mundo en hacerlo, pese a que algunos otros –como Estados Unidos o España, e incluso las propias Naciones Unidas– ya llevan un tiempo trabajando en ello.
Las grandes compañías disponen de datos capaces de trazar una cartografía bastante exacta de cada uno de nosotros. Conocen nuestros gustos, movimientos bancarios, las veces que pulsamos un click y a dónde nos conduce… ¿Qué ocurriría si a esa información le añadimos la posibilidad de analizar, registrar y alterar la actividad del cerebro? Esta práctica, que es real, no una hipótesis, conjugada con electrodos y microcircuitos crea la neurotecnología que, asistida por la inteligencia artificial, es capaz de acceder a parte de la información que atesora el cerebro. Aún incipiente, permite reparar algunas lesiones hasta ahora irreversibles, como la tetraplejía que padece el surfista norteamericano Robert Buz Chmielewski, pues a través de una decodificación de las señales de su cerebro pudo controlar las prótesis de sus brazos. Del mismo modo, esta tecnología sofisticada abre nuevas esperanzas en la reparación de enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o párkinson; mentales, como la esquizofrenia, o neurológicas, como la epilepsia.
La cuestión es que la experiencia nos recuerda que los grandes avances tienen reversos siniestros: la energía nuclear es la más limpia, y sin embargo puede resultar devastadora; al igual que el plástico surgió con el propósito de sustituir el marfil de animales, y ahora está presente hasta en nuestra orina. Por ello es por lo que la información personal, y hasta ahora intransferible, que circula en los circuitos que establecen los alrededor de 86.000 millones de neuronas que tiene de promedio el cerebro humano ha que protegerse para no ser descargada y usada con fines espurios, del mismo modo que se vela para que nadie puede extirparnos un riñón o nuestros datos personales sin nuestro consentimiento. ¿Imaginan qué sería de cada uno de nosotros de ser hackeados?
Hacia los neuroderechos universales
España, pionera en Europa, publicó el pasado año la Carta de Derechos Digitales de la Ciudadanía, un documento que incluye algunos de los aspectos más novedosos del asunto: el derecho a preservar «la identidad individual como conciencia de la persona sobre sí misma» o el derecho a «asegurar la confidencialidad y seguridad de los datos obtenidos o relativos a los procesos cerebrales». Hace ya cuatro años, en 2017, un grupo de 25 científicos, liderados por el español Rafael Yuste, neurobiólogo de la Universidad de Columbia, propuso a la ONU que incorporase cinco neuroderechos fundamentales a su Declaración Universal de Derechos Humanos:
1- Derecho a la identidad personal. Evitaría el uso de tecnologías con la finalidad de alterar el ‘yo’. Ya hay experimentos en los que se injertan imágenes en los cerebros de ratas que asumen como propias. Si nos inoculan recuerdos falsos, o extirpan otros auténticos, nuestro ‘yo’ se resentiría por completo al no saber distinguir cuáles son reales.
2- Derecho al libre albedrío. Es decir, a la libertad para escoger y elegir, con voluntad y conciencia, evitando la manipulación tecnológica. Si la publicidad subliminal es efectiva, ¿qué ocurriría si se accediera a la zona del cerebro que decide? Hablamos del neuromarketing.
3- Derecho a la privacidad mental. ¿Qué sucede si alguien roba un recuerdo muy querido? ¿O descubre y descarga un delito cometido, o se convierte en un voyeur de nuestras escenas más íntimas?
4- Derecho al acceso equitativo de la neurocognición. Este principio regula que los avances (de todo orden, pero especialmente los que afectan a la mejora de la salud humana) no sean de acceso restringido a un grupo social concreto.
5- Derecho a la protección contra los sesgos de los algoritmos. Se centra en impedir discriminaciones de cualquier orden raza, sexo, religión, etc.
La recién aprobada normativa chilena ya recoge estos preceptos y hace explícito que «ninguna autoridad o individuo» pueda, a través de la tecnología, «aumentar, disminuir o perturbar la integridad física o psíquica del individuo sin su consentimiento». Sin consentimiento. Porque entusiastas del género híbrido hay. En 2004, el estadounidense Neil Harbison se hacía instalar una antena que, aseguraba, le permitía descifrar los colores invisibles (infrarrojos, ultravioletas) al tiempo que su cerebro recibía directamente llamadas, música o imágenes provenientes de aparato externos.
Fuente: Ethic
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