Desde hace unos años el mundo clásico ha ido estando cada vez más presente en nuestras librerías, un fenómeno —agudizado por la pandemia, durante la cual asistimos a reediciones de Séneca y Marco Aurelio, entre otros—, que ha convertido en superventas libros como El infinito en un junco de Irene Vallejo, Una nueva historia del mundo clásico de Tony Spawforth o Seis semanas con los filósofos griegos de Ilaria Gaspari. Pionera de esta corriente, en 2017 la escritora y periodista Andrea Marcolongo (Milán, 1987) hizo lo propio con La lengua de los dioses, un apasionante recorrido por el griego clásico y las huellas que ha dejado en nuestro presente.
Y es que para Marcolongo, “lo clásico es la única manera de contar el presente. Para mí son unas gafas para ver el mundo, pero no un mundo pasado, pues clásico no es viejo, sino que está fuera del tiempo. Es atemporal”. Este es el espíritu que envuelve su nuevo ensayo, Etimologías para sobrevivir al caos (Taurus), un viaje al origen de 99 palabras de uso cotidiano cuyo significado original puede cambiar nuestro presente. Como dice la escritora, “cuando estamos perdidos y nos rodea el caos es cuando sobreviene de nuevo el mundo clásico. Es como un manual de instrucciones, está comprobado que funciona, porque los antiguos ya lo han comprobado. En tiempos de fractura y desorden, como está sucediendo hoy en día, nos ayuda resistir y reaccionar”.
Pregunta. Su libro viaja a las raíces de las palabras. ¿Vivimos hoy en un mundo que deforma y retuerce su significado y su contenido? ¿Están en peligro ciertas palabras?
Respuesta. Sin duda. El interés por las raíces de las palabras nace del pensamiento que esconden en su interior. Estudiar y amar las palabras tiene una relación con amar la capacidad de pensar. El lenguaje es una ciencia humana y cambia porque nosotros cambiamos. Si las palabras están en peligro, inmediatamente debemos identificarlo como un signo de la fragilidad de la manera de pensar de esa época. Las palabras nunca van a desaparecer. Son inmanentes a nosotros, pero en la actualidad el peligro está en ser capaces pensar de una manera objetiva y hacer el esfuerzo de encontrar los términos adecuados, para que cada palabra corresponda a un pensamiento o una idea, y que no se vacíen de contenido. Las palabras son como maletas y el pensamiento es el contenido.
P. Inevitablemente, este viaje etimológico nos lleva en buena medida a la Grecia y la Roma clásicas, cuna común de nuestros idiomas. ¿Se puede resucitar el pensamiento de una cultura al recuperar una lengua?
R. De algún modo sí se puede resucitar el pensamiento de hace 2.000 años. Este libro es una declaración de amor hacia eso. Supone traer a nuestros días la belleza de pensar como mediterráneos. Volver al pasado es como ir a la fuente de las palabras, son como las ramificaciones del río. La fuente es única y ahí alcanzas los pensamientos no contaminados, porque estás en el origen. Todas las constantes de la cultura están en nuestra lengua. El mundo anglosajón se ha puesto de moda hace poco y su pragmatismo, su espíritu marcadamente económico, han colonizado nuestra manera de ser. Es muy respetable, pero no es lo nuestro. Los mediterráneos no somos hijos del sistema capitalista. No nos levantamos diciendo qué tenemos que producir hoy. Somos hijos y herederos de la belleza y la alegría de vivir. Con una pandemia es más difícil, pero esa alegría está en nuestra forma pensar. Me refiero al goce, al buen humor. Nuestra mentalidad está más volcada a crear que a producir. Es lo que hay en el alma de las culturas mediterráneas, y reside en nuestra manera de hablar y, por lo tanto, de pensar.
Intelectuales irresponsables
P. Habla de volver a esa fuente en la que palabra y pensamiento iban de la mano, cuando hablar era sinónimo de llegar a la verdad. ¿Es así en la actualidad?
R. Tenemos esa idea de la Grecia antigua como un mundo cristalino y perfecto, pero no todos eran filósofos y tampoco creo que hoy todo el mundo emplee mal las palabras. No todos estamos perdidos. Escribir mis libros me han enseñad que los intelectuales tienen una responsabilidad, sobre todo cuanto más baja el nivel cultural contemporáneo. La cultura es una cuestión claramente política y al descender su nivel, se debilita la manera de pensar de la sociedad. Creo que, en general, las personas tienen ganas de pensar, no es cierto que haya que simplificar la cultura para hacerla accesible. Nuestro cerebro es hoy el mismo que hace 2.500 años y debemos potenciar que la gente se esfuerce en pensar.
P. Ahora que habla del debilitamiento del pensamiento me viene a la mente el pensiero debole de Gianni Vattimo y su idea de que la modernidad uniformiza el lenguaje y al hacerlo encubre realidades. ¿Cómo se pueden combatir esas palabras vacías que se usan en muchos contextos sociales, la política, por ejemplo?
R. Ciertamente hay que luchar contra eso. Y la manera de hacerlo es preguntando, refutando, sin ceder a la comodidad ni mirar todo el rato hacia las pantallas o tomar por cierto todo lo que nos llega de ellas. Hay incesantes declaraciones de los políticos que son manifiestamente falsas y bastaría una palabra para desmontarlas, pero nadie la dice. En este sentido, los intelectuales y la propia cultura tienen una responsabilidad clara.
P. Habla del papel de los intelectuales, pero ¿no han cedido el espacio del foro público a otros actores menos cualificados?
R. Estoy de acuerdo. Es muy cómodo para un escritor o pensador ceder ese espacio público mientras ellos se dedican a otras cosas. O verter opiniones simplemente en ciertos círculos privados o exclusivos. Pero es un deber que tiene todo intelectual. Escribir es un don, pero también impone ciertos deberes. No se pueden escribir libros únicamente para que te saquen fotos o para viajar. Cuando uno escribe tiene el deber de ocupar ese espacio en la sociedad.
Cómo formar ciudadanos
P. Hablando de este deber, en España hay constantes quejas del descuido y maltrato que sufren las Humanidades, ¿por qué deberíamos luchar por ellas y como pueden influir no sólo a nivel cultural, sino también político?
R. Después de este año de pandemia, el sistema educativo es un problema. Me encantaría que en todos los colegios se enseñara las lenguas clásicas, pero muchas veces el nivel educativo es la primera señal del estado de un país, de cuál es su nivel. Se ha convertido la educación en una mera formación para trabajar. Se forman trabajadores, pero no ciudadanos que puedan pensar por sí mismos. Esta debería ser la primera responsabilidad de los políticos, antes de hablar de cualquier otra cosa: el estado de su sistema educativo y cómo mejorarlo.
P. Sin embargo, hoy vivimos en un mundo dominado por la Ciencia. ¿Cuál es el papel de las humanidades en una sociedad tan volcada hacia la tecnología? ¿No deberíamos recuperarla ante los problemas éticos que plantean los retos científicos?
R. Nos hemos olvidado, de una forma escandalosa, de que las humanidades son también una ciencia. Desde la antigüedad, Ciencias y Letras eran lo mismo, materias de la física, del estudio del mundo. La ciencia descubre y las humanidades intentan comprender hasta qué punto merecen la pena ciertos descubrimientos y donde poner los límites éticos. Hemos construido un sistema educativo en que parece que solo piensan los científicos mientras los humanistas, se ocupan de las musas.
P. Esa tendencia parece encaminada a corregirse poco a poco, pero ¿cuándo se produjo entonces esa separación entre ambos campos del saber?
R. Esta gran fractura histórica se produce con la Ilustración, cuando empezó a considerarse una fantasía el pensamiento de las letras. Pero las humanidades son fruto de un recorrido político y, si se les quita valor, tendremos ciudadanos que producen, pero incapaces de interrogarse o pensar. Esta pandemia me ha entristecido mucho, porque nos hemos sentido solos a muchos niveles. El miedo nos ha hecho estar unidos, pero unir a un pueblo alrededor del miedo es lo más peligroso que se puede hacer. Superado el miedo nos sentimos más solos todavía.
Un acto político
P. La manipulación actual el lenguaje político es evidente, pero parece que ha trascendido a toda la sociedad, que parece regodearse en hablar mal. ¿Nuestra sociedad ha olvidado la importancia del lenguaje?
R. El lenguaje, por ejemplo, en muchos programas de televisión, no es que sea de un gran nivel, pero el problema en general, si lo ponemos en relación a la generación de nuestros abuelos, que no era gente con carrera universitaria, es que ellos sí entendían el valor político del idioma. Sabían que la cultura, todo lo que integra el saber, el hablar bien, era fundamental para sus derechos, para la democracia. Por el contrario, hoy la ignorancia se ha convertido en un valor social, de forma paradójica. De hecho, cuanto más ignorante, vulgar, cuanto menos cuidada sea tu manera de hablar, estás más de moda y eres más aceptado. Vuelvo a la pandemia. Hace dos generaciones, nadie que no fuera médico se atrevería a decir a un doctor que no tenía razón en un asunto sanitario. Ahora, de la libertad de opinión se ha pasado a la dictadura de la opinión. Todos quieren imponer una opinión, sin tener ninguna competencia para ello.
"Las palabras son un acto político desde Grecia hasta hoy. Lo primero que hace un dictador de cualquier época es cambiar las palabras"
P. Dedica una de las entradas del libro a la palabra “libertad”, cuya etimología significa: “aquel que tiene derecho a pertenecer a un pueblo”. ¿Es quizá la palabra más pervertida y damnificada hoy en día?
R. Desde luego es la palabra más necesaria para recuperar, porque la libertad no es anarquía, no es decir: “Ahora hago lo que quiero porque soy el más fuerte”. Libertad es el derecho de elegir dónde quieres a estar. Utilizar “libertad” para oponerse a otra cosa o a otros, es negar eso y no puede ser. La libertad es el derecho y el deber de elegir. Me da miedo cuando la política las retuerce y deforma. Yo vivo en Francia, y recuerdo cuando Macron dijo que estábamos en “guerra” al referirse a la pandemia. Es una palabra muy fuerte. Se usan así las palabras para despertar una emoción, pero cuanto más las empobrecemos, más necesidad tenemos de gritar otras más fuertes. Cuando “emergencia” ya no es suficiente, pasamos a “guerra”, y esto desvirtúa su sentido. Usar las palabras para suscitar una emoción es bárbaro. Es como gritar a alguien, en lugar de hablarle. Es mejor que las palabras se empleen para hacer pensar y que después que cada uno decida en libertad.
P. Desde el siglo XIX los idiomas se han convertido en un arma política en ciertas regiones. ¿Hasta qué punto las palabras pueden configurar un mundo propio que se enfrente a otros?
R. De hecho lo hacen, porque las palabras no son únicamente cosas preciosas que uno se embelesa mirando, son un acto político, desde Grecia hasta nuestros días. Lo primero que hace un cambio político es cambiar las palabras. Lo hizo Alejandro Magno con el griego clásico y en su novela 1984 George Orwell ya dice que lo primero que hace un dictador es cambiar las palabras. En este sentido, la decisión de escribir este libro también es política. No nace para deleitarme con las raíces de las palabras, sino para que no se manipulen impunemente ni nos las arrebaten, porque en la fuente nadie las puede deformar.
Imagen: Hércules en la encrucijada de Annibale Carracci (1596)
Fuente: El Cultural
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