martes, 5 de octubre de 2021

Internet es genial; los imbéciles somos nosotros


Con la naturalidad de quien saluda al entrar en el bar de siempre, la transparencia del actor Miguel Rellán (Marruecos, 1943) tiene la suficiente fuerza para atravesar el teléfono por el que concede esta entrevista. Podría tratarse de un encuentro fortuito con un amigo. Con una curiosidad sincera en la que encajan mejor las preguntas que las respuestas, Rellán descubre con cada frase una pasión desatada por la vida –quizá se debe a sus años estudiando medicina en la Universidad de Sevilla– que solo muestran quienes dialogan tanto con sus comedias como con sus dramas. Sus innumerables personajes en series, teatro y cine no llenan el límite de quien es un actor en el cuerpo de un hombre. El Goya por ‘Tata Mía’ representa uno de los muchos episodios de su carrera, como aquellos en los que trabajó junto a José Luís Cuerda en ‘Amanece, que no es poco’ o junto a Alfredo Landa en ‘El crack’. Tras sobrevivir a la covid-19, a sus 78 años, Rellán demuestra con su inquietud crítica, siempre respaldada por el humor, que la juventud no entiende de edades.

―La pandemia entró en nuestras vidas reduciendo nuestras preocupaciones a los aspectos humanos más básicos: el cuidado, la vida. En este contexto la cultura se convirtió en una vía de escape. ¿Cómo de esencial es la cultura para sobrevivir emocionalmente a estas crisis?

―Es fundamental. Aunque he tenido algunas discusiones con gente joven que considera que la cultura es como un adorno que se puede tener o no tener, de la misma forma que puedes tener bíceps porque vas al gimnasio, o no tenerlos. Hay mucha gente que pasa por la vida sin tener esto que llamamos «cultura». Se suele decir de alguien que lee mucho que es muy culto. No, querido. Depende de lo que leas y de lo que hagas con lo que lees. Ahí es donde me parece que está el quid de la cuestión: la cultura es el conocimiento, es saber cosas que te ayuden a vivir mejor. No desde el punto de vista egoísta, sino saber qué puñetas haces en este mundo. Y sobre todo, qué haces para no pasar como un mueble, sino realizando algo de provecho para ti y para los demás.

―Más allá de lo individual, ¿qué relación tienen las manifestaciones culturales, como el teatro o el cine, con el crecimiento de la sociedad? 

―Bueno, eso depende de la sociedad. En la nuestra, la cultura es algo que se asocia al ocio. Irte a pescar y leer, por ejemplo. Está, en general, maltratada. No le echo la culpa a los políticos, la tenemos los ciudadanos. Si fuéramos más exigentes… Yo ya no me escandalizo, pero hace varios días podías ver en primera página de los telediarios el problema fundamental de la salida de Messi del Barcelona. 10, 15, 20 minutos. Con gente llorando porque se iba. Eso es lo que importa.  Hace unos años estuve rebuscando en las en las encuestas del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) a propósito de las preocupaciones de los españoles de los últimos 10 años. Figuraba, por supuesto, el paro, el terrorismo, los políticos… Pero nunca en los 10 años se mencionó la educación, nunca.

―La educación es, entonces, parte de la cultura.

―Por supuesto. La cultura, si entendemos por cultura el cultivarse, no deja de ser educación perenne. Con 70 años te estás cultivando, estás educándote. Lo que pasa es que la palabra ‘cultura’ está desgastada de hipertrófico uso. La cultura del patinaje, la cultura del de la tapicería… ¿Todo es cultura? En ese sentido, lo que echo mucho de menos en los demás –y que Dios me fulmine con un rayo si alguna vez dejo de hacerlo– es la autocrítica. Ponerse delante del espejo y decir: «Vamos a ver, ¿hasta qué punto eres un perfecto imbécil? ¿Qué es lo que haces mal?». Pero eso es muy duro. Después, como ya he dicho, la cultura no consiste en saber en qué año murió Felipe IV, sino, por ejemplo, el comportamiento como ciudadanos. La ética es el arte de vivir. Así pasa lo que pasa: resulta que maltratamos a las mujeres, matamos animales, hay más homofobia, más racismo, menos respeto por los demás… Todo eso es forma parte de la falta de cultura.

―Antes de la pandemia, asegurabas en una entrevista radiofónica que te gusta «la discusión, en el mejor sentido de la palabra» ¿Discutimos lo suficiente?

―Me gusta la discusión entendida como diálogo. Es decir, tú emites una opinión respecto una cosa, yo emito la mía, nos dejamos de enfrentamientos emocionales e intentamos llegar a una verdad. Me gusta el diálogo con gente inteligente porque aprendo. ¿Se discute en este país? Desde los políticos hasta las barras de los bares. Y qué decir las redes fecales… Eso es discutir, pero no es dialogar. Los políticos están dando un ejemplo nefasto: no escuchan al otro, les da igual lo que diga. Hay una cosa que me saca de quicio porque demuestra lo burros que somos: las discusiones de política en las Navidades. Cuando a mí alguien me dice: «Es mejor que no hablemos de política». ¿Por qué? ¿Tan incapaces somos de hablar de política sin coger un garrote? Es cierto que hay una inmensa minoría que, por supuesto, no participa de esta burricie general. Si no, estaríamos apañados. Lo que pasa es que la minoría, en ese aspecto, cada vez cuenta menos.

―Con ese poco interés por el diálogo, ¿puede la cultura dar con la cura y sembrar ese punto de vista crítico?

―La labor de la cultura es determinante y la prueba la encontramos en que, en cuanto llega un dictador, de lo primero que hace es prohibir los libros y el teatro. El teatro es una tribuna desde la que se pueden decir las verdades; prohibido. Los libros; censura. Yo empecé a hacer teatro para cambiar el mundo, y sigo igual. El mundo no lo cambia, pero a las personas sí, y a mí me ha cambiado. No obstante, la mitad de la belleza del paisaje la pone el que mira.

―Ahora existe un mayor acceso a la cultura y más disponibilidad de información gracias a internet. Pero también se habla de las redes como impulsoras de la «cultura de la cancelación», que coarta la libertad de expresión y de creación.

―Las redes sociales son un instrumento fantástico, internet es fantástico. Los imbéciles somos nosotros. Yo no tengo ese problema de censura en las redes sociales porque no entro en foros. Pero sí tengo algún amigo que me dice: «Mira, es que he dicho esto…». ¿Para qué dices eso? «Libertad de expresión», me responden. Pero sabes dónde te metes. Las redes fecales se han convertido en el equivalente de los bares. Está propiciando que mucha gente se salga de las redes. A mí lo que me hace mucha gracia es la gente que le hace mucho caso.

―¿Qué papel tienen el humor y lo absurdo en la vida? ¿Son buenos portadores de la crítica?

―El humor es el camino más rápido para decir ciertas cosas. Billy Wilder ha dicho más sobre el ser humano que Igmar Berman, que puede ser todo lo trascendente que tú quieras, pero Wilder, que era mucho más cercano, ha llegado a más gente a través del sentido del humor. El absurdo está en la vida y eso Berlanga lo sabía muy bien. El ser humano necesita las etiquetas –esto es un melodrama, esto es una comedia, esto es una tragedia, esto es una farsa…– La vida, no. La prueba es que en uno de los acontecimientos que por definición es más dramático, un velatorio, siempre hay un momento en que la viuda se está muriendo de risa porque el cuñado ha dicho una gilipollez. Está todo mezclado.

―En Los Asquerosos tienen gran protagonismo los ‘muchufas’, un subgénero humano –inventado por el autor de la novela original– que se caracteriza por sucumbir al discurso corriente, creer en la autoridad de lo que creen son sus pensamientos y no mostrar especial interés –ni, quizás, educación– por absorber realidades que escapan a su mundo. ¿Son estos unos personajes nuevos en nuestra historia, o ya existían mucho antes?

―En la novela de Santiago Lorenzo –en la que se basa la adaptación teatral que hacemos– es menos profundo que eso. Yo creo que se refiere a esta parte de la sociedad que muchas veces la gente confunde con los domingueros. Lo que pretende Lorenzo (y nosotros) es hablar de esa parte de la sociedad que no piensa, que es ruidosa. Hay terror al silencio y toda música que no se pida es un ruido. Los ‘mochufas’ son la gente con prisa. Y esa parte de la sociedad –lamentablemente, muy amplia– es la que manda.  No son algo nuevo, pero ahora se nota todo mucho más.

―Otro tema que vertebra la obra es la soledad, un fenómeno que cobra especial relevancia en un momento en el que las personas emigran a ciudades cada vez más grandes y expanden sus círculos sociales (o virtuales). Mientras, muchos pueblos de la España vacía mueren de soledad. ¿Podemos encontrar la soledad en la ebullición urbana y la compañía en lo aislado del rural?

―Sí. Te puedes sentir solísimo en medio de una multitud enorme por la Sexta Avenida de Nueva York. Pero hay que matizar. Una cosa es la soledad buscada –que es estupenda– y otra la impuesta, que es terrorífica. De pronto, aparece el cadáver de una anciana que llevaba 17 días fallecida, que no tenía a nadie y eso es horrible. Pero creo que la soledad es una de las cosas que debemos aprender. Igual que estar en silencio, pensar, meditar. Norman Foster, el arquitecto, dice que los lujos del siglo XXI son el espacio, la luz y el silencio. Si tienes esas tres cosas, eres millonario. Los Asquerosos es una metáfora: necesitamos a los demás, somos seres sociales, salvo casos patológicos. Necesitamos a los demás para crecer. Está la conversación, y después tu libro, tu meditación, tu soledad.

―Esa «soledad no buscada» ha sido agravada por la pandemia, especialmente, en la población mayor. Y, precisamente, la conversación sobre la edad define Sentimos las molestias, la serie que estás rodando actualmente. ¿Se están quedando los mayores descolgados del mundo (cada vez más digital)?

―En ese aspecto hay entidades verdaderamente inmisericordes que no tienen en cuenta a las personas. El correo electrónico, dentro de nada, va a ser como el teléfono. Va a ser indispensable. Lo que a mí no me gusta es que sea obligatorio. Igual que la tarjeta. Es cómodo, no tienes que llevar dinero. Pero, poco a poco, se ha convertido en imprescindible, en obligatoria. Hay sitios donde no se puede pagar en efectivo más de una determinada cantidad. ¿Por qué no voy a pagar 4.000 euros uno sobre otro? Yo estoy obligado por la Constitución a tener el DNI, pero no una cuenta corriente o una tarjeta. Lo malo es que veo que la mayoría de la gente está encantada con esas cosas. Somos cuatro chalados los que peleamos contra eso.

―Los mayores son el grupo social más afectado por la desconexión, pero también el que más crece. Y, pese a sus costumbres, también son parte de esta sociedad cambiante y participan de ella. ¿Está emergiendo una nueva vejez?

―La juventud se ha alargado muchísimo. Y también la madurez. Yo tengo 70 y tantos tacos. En el gimnasio nadie se extraña de verme haciendo flexiones, no llamo la atención en absoluto y tampoco soy una excepción. Antes, sobre todo una mujer, si era del medio rural y se quedaba viuda, con 30 años se vestía de luto. De lo que habla Sentimos las molestias, en parte, es de eso. Por un lado, de la estupidez de la sociedad y de cómo nos estiramos las arrugas para parecer más jóvenes. ¿Por qué? Antonio Resines es un director de orquesta que, para parecer más joven, intenta ligar con la violonchelista que tiene 30 año. Pero, como es lógico, prefiere al violinista húngaro, que está como un queso. Yo estoy un poco cansado de oír hablar de «la sabiduría de la experiencia». No, perdone, hay gente que pasa por la vida hasta los 90 y tantos años pero la vida no pasa por ellos. Es que no se trata de vivir. Igual que no se trata de leer, sino saber lo que lees; consiste en pasar por la vida atento para que te sirva. Hay gente que dice «en mis tiempos…». ¿Qué en mis tiempos?  Mis tiempos son estos, aquellos y los que están por venir. ¿Cuáles van a ser mis tiempos? Hay que vivir como si se fuera a ser inmortal.

―¿Para ti el miedo tiene más que ver con la muerte o con la vida?

―Tampoco soy muy miedoso… La vida me irrita. Me producen espasmos las injusticias como lo que van a hacer con las mujeres en Afganistán, las pateras en las que se ahogan 30 personas o tener a un amigo con cáncer. Mi amigo y maestro Fernando Savater dice que la felicidad es una estupidez. Tendría que ser un perfecto y egoísta imbécil para ser feliz. A pesar de eso, a lo que hay que apuntarse, como dice Savater, es al partido de la alegría. Es decir, a pesar de eso, voy a estar alegre en la medida de lo posible. A Fernán Gómez, le preguntaron: «¿Usted es feliz?». Y respondió: «Pues naturalmente que no, ni falta que me hace». Lo que hay que procurar es vivir en armonía y ser coherente con lo que piensas y lo que haces, que no es poco.

Imagen: El Bosco

Fuente: Ethic

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