Filmin, la plataforma audiovisual española especializada en producciones independientes, se ha convertido en mi proveedor principal de películas y series. En su catálogo hay más de 15.000 obras audiovisuales, todas exquisitamente seleccionadas. Pero al parecer no son suficientes. A finales del año pasado, la empresa decidió que necesitaba una fuerte inyección económica para poder ser competitiva: la mayor parte de sus acciones pasaron a ser propiedad de dos fondos de inversión riesgo.
Su evolución imita la de la gran mayoría de las plataformas de contenidos y redes sociales. Son archivos que no cesan de ampliarse. Al contrario que Filmin, a menudo sin sentido.
Pensemos en LinkedIn, una red social que nació como intermediaria entre empresas y posibles empleados. Ahora, en vez de buscar trabajo para poder trabajar, sus usuarios trabajan gratis —escribiendo textos, diseñando historias, dialogando con otros profesionales— para conseguir trabajo. La compañía no cesa de acumular contenido. Tanto las plataformas audiovisuales (Amazon Prime Video, Netflix o Disney+) como las sociales y de publicación (Medium, Twitch o Instagram) coinciden en ese modelo de crecimiento. Se ha contagiado a las dimensiones virtuales de los museos, las librerías o las universidades. También estos han empezado a almacenar innumerables archivos y registros de todo tipo de actividades.
Contra el más es más de Mark Zuckerberg o Jeff Bezos, recuperemos el menos es más. Las pequeñas plataformas culturales tienen que diferenciarse de las grandes plataformas corporativas, porque sus razones de estar y de ser son radicalmente distintas. Deben hacerlo al menos en tres rasgos fundamentales: su esencia generosa y abierta a las alianzas, con ánimo festivo; su defensa de la tradición y la curaduría; y su fe en la calidad, en tiempos de veneración por la cantidad.
Mientras que Google diseña los resultados de tus búsquedas para que no sea necesario acceder al link que acabaría de satisfacer tu curiosidad (como el de Wikipedia); o mientras que YouTube carga automáticamente el siguiente vídeo para mantenerte dentro de los dominios de su algoritmo, las plataformas culturales alimentan la conexión, invitan al enlace, construyen su marca en diálogo con otros agentes —productoras, editoriales, medios— que constituyen el ecosistema al que pertenecen. Al potenciarlos, se vuelven ellas mismas más poderosas.
Ambos modelos se nutren de los mismos discursos narrativos, artísticos y divulgativos; pero si los proyectos culturales buscan la cooperación y el diálogo, como fórmulas para seguir construyendo tradición y futuro, los meramente tecnológicos y corporativos tienden a defender exclusivamente su propio beneficio. Para entendernos: a Amazon no le importan ni la historia de la literatura ni el compromiso que existe entre la democracia y los libros; a la Fundación Martin Bodmer —consagrada a la bibliofilia y a la conservación de textos fundamentales de la historia de la humanidad— o a la Biblioteca de México —con sus impresionantes bibliotecas personales de grandes escritores o su gran colección de literatura infantil— sí les importan. Y mucho.
Por esa razón no acumulan en sus instalaciones y almacenes los miles de millones de libros escritos o publicados durante siglos por la humanidad, sino una selección representativa y legible. “Era importante constituir y mantener un orden, una forma: reducido a su expresión mínima e irrenunciable, este es justamente el arte de la edición”, dice el escritor italiano Roberto Calasso en La marca del editor. Las plataformas de mayor tamaño e influencia, en cambio, han sucumbido a la lógica de la acumulación informe, amorfa, Big Data que solo pueden leer las inteligencias artificiales.
¿Es el síndrome de Diógenes el alma de internet? ¿Hay continente para tanto contenido? ¿Merece la pena la expansión infinita de los archivos digitales? A diferencia de las plataformas tecnológicas y las redes sociales, que no discriminan entre la calidad de los materiales que les regalan sus usuarios, que solamente están interesadas en la cantidad y en los datos que pueden extraer de ella, las páginas web de los agentes culturales deben creer en la calidad y defenderla. No son contenedores, sino contenciones. Zonas de experimentación, curación y resistencia.
Desde las exposiciones digitales de la Fundación Juan March, en España, hasta la programación virtual de Corpartes, en Chile, pasando por proyectos iberoamericanos que también defienden la excelencia y la innovación como la Fundación Gabo o infrasonica.org: son muchos los ejemplos que señalan cuál debe de ser el camino. En contra de la acumulación, la selección, la crítica y la fe en el conocimiento. En contra de los datos masivos, narrativas que orienten, discriminen y construyan sentido.
Un relato colectivo, transversal, de autoría múltiple: creado junto a otras instituciones, empresas y agentes que también creen que es más importante la selección que la acumulación. De memoria cultural y curaduría del arte y los cuentos que más cuentan. De fiesta, participación y celebración en comunidad. De todo aquello que no podemos encontrar en Spotify o en Twitter.
Fuente: NYT
No hay comentarios.:
Publicar un comentario