Desde siempre la introducción de nuevas tecnologías aviva temores a los cambios y a las consecuencias que estos podrían traer. ¿Considera que, dentro de las tecnologías históricamente disruptivas como la imprenta o locomotora a vapor, la informática ocupa una posición especial, por ejemplo, si se piensa en las inteligencias artificiales, es decir, máquinas que tienen el potencial de desarrollarse autónomamente?
El proceso del aprendizaje de las máquinas es, en sus detalles, poco espectacular, pero a la vez es una tecnología que nuestros ancestros de hace ochenta años jamás habrían creído que pudiera existir. Eso lleva a que surjan mitos que se manifiestan tanto en los relatos de miedo como en la formulación de esperanzas. Por ejemplo, se dice que la inteligencia artificial será mejor que cualquier humano en la tarea de hacer que nuestro planeta supere la catástrofe climática. O que la inteligencia artificial se volverá autónoma y nos borrará a todos del planeta. Ahora bien, si inspeccionamos los estantes de libros o películas de ciencia ficción, ya está todo allí, y no desde ayer. Podemos encontrar esos elementos por lo menos desde el Romanticismo, con Frankenstein, y en la temprana historia del cine, con Metrópolis.
Entrevista con el especialista en filosofía de la tecnología Christian Vater:
¿Está justificada la preocupación de que pronto Frankenstein será realidad?
Ya hay a nuestro alrededor máquinas que pueden reconfigurarse de modo independiente. ¿Esto ha llevado a que de pronto aparezcan androides antropomórficos e inteligentes? No. Lo que tenemos son aparatos que no necesitan un asistente que les esté regulando las perillas todo el tiempo. Y aparatos que pueden realizar series de mediciones sin que esté presente un especialista. Nada más ni nada menos.
Pero ¿para los legos esas máquinas no se están convirtiendo cada vez más en cajas negras? Los legos ya no pueden comprender exactamente su funcionamiento. ¿La introducción de tales tecnologías no conlleva en potencia una pérdida del control que puede ejercer la sociedad? Pienso, por ejemplo, en la policía predictiva, en la que determinados algoritmos, usando una base de datos, predicen crímenes y justifican acciones policiales preventivas.
La policía predictiva es un intento de construir herramientas de pronóstico con un fuerte apoyo en los datos. Detrás hay modelos sobre la forma en que la gente comete crímenes o también sobre en qué barrios viven personas que cometen tales delitos de tal o cual manera. Se supone que estos rasgos distintivos ayudan a los constructores de las máquinas a producir y fundamentar sus hipótesis. Estas hipótesis pueden listarse y, si se las formula de modo transparente, probarse una a una con la ayuda de herramientas sociológicas. Todo esto, sin embargo, es mucho trabajo.
¿Cómo es la situación en Alemania? ¿Hay alguien que haga ese trabajo?
En Alemania tenemos una asociación llamativamente activa y muy respetada que se ocupa de estas cuestiones: el Chaos Computer Club (CCC), que tiene sus representantes en todos los colegios de expertos del gobierno federal y ahora también es consultado por el parlamento.
Precisamente el CCC a menudo advierte sobre el abuso y los riesgos de las nuevas tecnologías.
Una mirada crítica no tiene por qué ser destructiva o pesimista. Una mirada crítica puede llevarnos a ser más cuidadosos.
Hoy las start-ups son sinónimo de desarrollo tecnológico innovador. Si se lo compara con Silicon Valley, el sector de las start-ups alemanas parece más bien prudente. ¿Hay en Alemania un escepticismo respecto a las nuevas tecnologías?
La mayor diferencia son las estructuras de financiamiento. En Alemania no hay tantos fondos que se especialicen en inversiones de lanzamiento. Estos fondos parten de la base de que, si financian diez start-ups, alguna dará ganancias suficientes para amortizar todas las otras inversiones. En Alemania, los primeros inversores de un nuevo emprendimiento son, tradicionalmente, las cajas de ahorro y los bancos populares. Y dado que, mal que bien, administran el dinero de la comunidad, son socios prudentes que no invierten tan fácilmente en proyectos.
Se trata entonces más bien de un problema estructural.
Pero también de uno que puede modificarse: por ejemplo, las universidades han descubierto este hueco e invierten ellas mismas a través de incubadores internos que apoyan el planeamiento en las primeras fases de la concepción. Este estímulo es muy básico: una habitación, una conexión a Internet, una casilla de correo. En Alemania hay, además, muchos hacklabs en los que, gracias a espónsores o estímulo estatal, se pone a disposición de los legos la última tecnología, por ejemplo, drones o impresoras 3D. Y como ampliación de estos espacios, cada vez hay más lugares de coworking. En Darmstadt, por ejemplo, alrededor de los hacklabs Lab3 y Hub31 surgieron oficinas especiales para las primeras fases de la creación de start ups.
Fuente: Kolumbien
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