Pústulas amarillentas, piel irritada, fiebre, dolor, cansancio físico, vómitos y una implacable sensación de fragilidad. La viruela, una enfermedad tan contagiosa como virulenta, ha sido históricamente una de las enfermedades más agresivas a las que se ha enfrentado la humanidad. Su tasa de letalidad alcanzaba el 30% y los decesos históricos por esta enfermedad se cuentan por millones. Sin embargo, su actual desconocimiento se antoja revelador: en 1980 la Organización Mundial de la Salud dio por erradicada la enfermedad tras treces años de promoción de un ambicioso programa global de vacunación. De hecho, esta infección abrió camino a la primera (y más primitiva) vacuna moderna descubierta por Edward Jenner a finales del siglo XVIII. A su vez, fue también el origen del primer y más primitivo movimiento de oposición a las vacunas que ha sobrevivido (con modificaciones) al paso de los años hasta llegar a nuestros días.
«Cuando hablamos de vacunas nos referimos a un instrumento que puede evitar muchas muertes. Si ahora nos encontramos en esta situación provocada por el coronavirus, cabe imaginar lo que pasaría si no tuviésemos el resto de las vacunas», explica el presidente de la Asociación Española de Vacunología, Amós García Rojas. De hecho, según cálculos de UNICEF, solo la vacuna de la viruela ha conseguido salvar 5 millones de vidas al año. Son datos que, sin embargo, no han logrado disipar los diferentes movimientos antivacunas. En España, a pesar de la creciente presencia mediática del movimiento antivacunas, su calado en la sociedad ha sido mucho menor que en otros países europeos como Francia, donde en los últimos años se han llegado a registrar brotes epidémicos de sarampión. Si bien es cierto que se trata de uno de los países con mayor escepticismo al respecto: según datos recogidos por Wellcome Global Monitor en 2018, uno de cada tres franceses no considera las vacunas como algo seguro. Sin ir más lejos, de acuerdo con la última encuesta realizada por Vaccine Confidence Project en plena pandemia mundial revela que hasta un 18% de ciudadanos galos rechazarían una eventual vacuna del coronavirus.
Para García Rojas se trata de un movimiento para nada homogéneo: «aparte de los que se oponen también hay que incluir otros factores, como las bolsas de pobreza», señala. Y añade: «De hecho, yo prefiero denominarlos como ‘reticentes a la vacunación’. Hay padres, por ejemplo, que hablan de que la vacunación es algo artificial, como si fuese perfectamente natural infectarse con una enfermedad del siglo pasado. Creo que es un pensamiento absurdo».
Expertas como Anna Estany, coautora junto Àngel Puyol de Filosofía de la epidemiología social, llegan a hablar incluso de la frivolidad del dolor: «Debemos tener la obligación moral y la responsabilidad de proteger a todos aquellos que no pueden vacunarse a causa de enfermedades o diversas contraindicaciones. Los rebrotes causan muertes y estas, indudablemente, causan un profundo dolor». Estany subraya además la necesidad de hacer obligatorias ciertas vacunas elementales en la infancia, como la triple vírica, que actúa contra el sarampión, las paperas y la rubeola. A su juicio, no hacerlo es una grave falta de empatía: «lo que realmente creo que es impresentable es mostrar esto como una actitud progresista, porque es exactamente lo contrario; no es ni sostenible ni empática con el resto de la humanidad. Con los fanáticos, al principio, ha de tenerse pedagogía y, posteriormente, si se da el caso, ha de llegarse a la imposición».
El impacto demográfico causado por el coronavirus, junto con la total disrupción de la vida económica y social, puede llevar a una reducción de estos grupos de escépticos. Al menos así ha sucedido en Gran Bretaña, donde aquellos que al inicio de la vacuna negaban una eventual vacuna descendieron del 7% al 5% durante la etapa de mayor mortalidad. A pesar de este alto coste en vidas humanas, algunos portavoces de la corriente, como Marie Werbrègue, presidenta del grupo anti-vacunas Info Vaccins France, siguen afirmando que no existe la pandemia en la que actualmente nos hallamos inmersos. Y para reforzar sus argumentos apuntan a desde una manipulación de carácter gubernamental y global, hasta la teoría de que se trata de «una simple gripe». Ente esta resistencia a la evidencia, la OMS no dudó en calificar al movimiento como uno de los diez más peligrosos para la salud pública: a pesar de que sus seguidores se encuentran establecidos en pequeños grupos, su potencial alcance es mucho más amplio de lo que cabe suponer.
Neil Johnson, profesor de física de la George Washington University, ha demostrado en la revista Nature, la interconexión —y omnipresencia— de una batalla que parece librarse, sobre todo, en internet. Tras investigar y seguir a diversas comunidades, cuya suma de individuos se sitúa entre los 85 y los 100 millones, Johnson establece cuatro preocupaciones que consiguen atraer a los indecisos. «Creo que hablamos, principalmente de una preocupación por la seguridad; no tanto la suya, sino la de sus hijos. Les surgen algunas preguntas como: ¿realmente necesito esta vacuna? No obstante, puede que a los niños no les haga falta vacunarse por ellos mismos, si no por los demás, por el resto de la sociedad. Y es cierto que esto puede parecer un mensaje duro para algunos padres. Los otros dos factores a tener en cuenta son: el rol de las instituciones y corporaciones en el desarrollo de vacunas y las dudas que pueden llegar a crear los gobiernos y los investigadores. La ciencia funciona cuando cuestionas las cosas, pero no creo que estas comunidades lleguen a entenderlo».
Antivacunas, miedo e internet
Los perfiles sociales que se hallan en comunidades antivacunas son tan sorprendentes como paradójicos. «Simplificando y generalizando —y no pretendiendo ser sexista ni nada parecido—, gran parte de los perfiles son los que encajan en el estereotipo de ‘yoga mum’: una persona con educación de universidad, razonablemente rica, lleva a los niños al colegio… esa clase de cosas. Tiene una vida lo suficientemente buena como para sentir que tienen opción a la hora de elegir cualquier cosa porque no es pobre y no está limitada: elijo el seguro sanitario, la salud de mis hijos, la comida orgánica, elijo creer en el horóscopo, en la medicina alternativa y elijo creer que el yoga es bueno para mí. No se trata de locos que creen que la Tierra es plana, si no de la gente que nos rodea», señala Jhonson. Coincide con él Amós García Rojas: «A nivel nacional, también es gente que suele estar situada más o menos en clases altas o medias-altas. Es gente que tiene sus referencias a través de internet y no de profesionales».
Sin embargo, el crecimiento de estos grupos es más bien orgánico y no está necesariamente vinculado a organizaciones como World Mercury Project o Stop Mandatory Vaccinations, responsables de la mitad de los anuncios de Facebook con sentimientos contrarios a la vacunación entre diciembre de 2018 y febrero del 2019. De este modo, se trataría más bien de una suerte de transmisión boca a boca digital. En este contexto, la narrativa de los antivacunas es variada y numerosa: se dirigen a las preocupaciones sobre la salud de los niños, al hecho de apoyar medicinas alternativas y no dudan en relacionar las inmunizaciones con diversas teorías conspiratorias. Los mensajes, además, suelen centrarse en un tipo de comunicación personalizada y emotiva, lo que las hace más efectivas.
Por su parte, los colectivos pro-vacunas se limitan a una narrativa más monótona: los evidentes beneficios producidos por el uso de vacunas, lo que favorece en cierto modo, que muchos países caigan en el escepticismo. Según datos de Vaccine Confidence Project, en Austria un 16 % rechazaría una vacuna del coronavirus, cifra que en Alemania descendería hasta el 9%. En lugares más concretos, como Nueva York, la amenaza es aún mayor: una encuesta de la CUNY Graduate School Of Public Health and Health Policy afirma que solo un 59% de neoyorquinos aceptarían tomar la vacuna; muchos, además, lo harían después de ver a alguien hacerlo antes. En este aspecto, según afirma Johnson, «si algo va mal con alguna de las vacunas en desarrollo, estas comunidades lo van a terminar amplificando de forma masiva».
No estamos ante colectivos henchidos de relativismo, sino que parte de la reticencia hunde sus raíces en el miedo. Según Sander van der Linden, psicólogo social de la Universidad de Cambridge, el público se vuelve más susceptible de caer en teorías de la conspiración cuando el futuro se vuelve incierto: «estas alimentan una necesidad de certeza y control psicológico y proveen respuestas sencillas a problemas complejos». Tal como afirmaba en su obra sobre el miedo el historiador francés Jean Delumeau con relación a la peste negra: «estamos ante una imposibilidad radical para concebir proyectos de futuro. A partir de entonces, la iniciativa pertenecía a la enfermedad, a la epidemia».
En Estados Unidos esta narrativa ahora se ha amplificado, mezclándose en otros ámbitos, como en el de las finanzas donde se ha menospreciado el impacto de la COVID-19 por sus impactos económicos futuros. Paradójicamente, este auge de reticencia suele descender en los momentos de máxima mortalidad. Dorit Reiss, profesora de derecho en la University of California Hastings College of the Law, desde donde monitoriza el movimiento antivacunas, ha descubierto cómo desde el inicio de la pandemia han ido desarrollándose unas visiones de absoluta polarización. Con el escepticismo por las vacunas alcanzando su récord, los apuros económicos, la desconfianza hacia los gobiernos y el creciente malestar por el confinamiento, se abren nuevas —y potentes— oportunidades para que los que producen esta clase de campañas antivacunas apunten hacia los indecisos. Con la existencia de mapas de la localización de estas comunidades, como el realizado por el estudio del equipo de Neil Johnson, sería posible realizar, no solo un análisis completo del comportamiento de los antivacunas, sino también una estrategia de previsión y contención y la construcción de una nueva narrativa. En juego está, al fin y al cabo, la posibilidad de recuperar nuestras vidas.
Imagen: Fundacion io
Fuente: Ethic
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