A veces, la tecnología promete tranquilidad y termina provocando alguna pesadilla. La validación biométrica es uno de esos casos. Se presenta como una llave perfecta: su rostro, su huella, su iris, su voz. Una llave que no se olvida, como pasa con las contraseñas. Sin embargo, también es una llave que no se puede cambiar. Y ahí comienza el problema.
Imagine que esa plantilla biométrica que le identifica con precisión milimétrica se filtra o se comparte más allá de lo que usted aprobó. Una contraseña comprometida se reemplaza. Un rostro no. Una huella dactilar tampoco. La sensación de seguridad se transforma, de pronto, en la inquietud de estar dejando rastro en cada acceso, en cada cámara, en cada verificación. La idea de que nuestros datos biométricos queden fuera de control provoca verdadera angustia: ¿qué pasaría si alguien los utilizara para algo que usted no autorizó?
El riesgo de usar lo que no se puede cambiar
Vayamos un paso más allá: imagine que hoy utiliza la validación por iris para una aplicación que le resulta curiosa, en su móvil o en una feria tecnológica, como ya ha ocurrido, para entrar en un sorteo. Ese iris queda registrado en una base de datos con muy pocas medidas de seguridad, pues el servicio era, en realidad, una tontería. Y se filtra a una organización del cibercrimen. No pasa nada. Pasan los años. Dentro de cinco años, su banco permite la validación por iris, aunque usted sigue prefiriendo la validación por contraseña, porque no se fía. Da igual. Los ciberdelincuentes irán a la web de su banco y accederán con su iris, ya que el banco ofrece esa opción. Desaparece su dinero. Parece que los ciberdelincuentes han operado desde Kuala Lumpur, aunque realmente no se sabe si estaban allí o si utilizaron una VPN. Probablemente estaban en cualquier otro lugar del mundo. ¿A quién reclama?
Además, hay otra cuestión que debemos temer; menos visible pero igual de real: la correlación. Un mismo rasgo biométrico podría vincular registros de distintos sistemas, empresas o administraciones. Un patrón que hoy abre su teléfono, mañana podría relacionarle con una base de datos remota. Esta posibilidad suscita una inquietud en muchas personas: ¿hasta qué punto será posible separar su vida personal, laboral y familiar cuando la misma "llave" pueda enlazar escenarios que usted no deseaba unir? Ahora puede tener un email y contraseñas distintos para el trabajo, las promociones comerciales o para Hacienda. En el futuro, todo será un mismo usuario: su cara, su huella, su voz, su DNI digital.
El gran problema: quién controla esa llave
Cada vez que nos validamos en un servicio aportando información biométrica aparecen preguntas inevitables: ¿quién accede a esos datos?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿con qué finalidad exacta?, ¿qué controles externos verifican que se cumple lo prometido?
En contextos con prácticas poco garantistas, los temores se intensifican. La posibilidad de vigilancia masiva sin una justificación robusta, la identificación de participantes en reuniones pacíficas, el seguimiento de movimientos cotidianos, la elaboración de listas o perfiles sensibles, o la denegación de servicios por inferencias algorítmicas activan alarmas comprensibles. La inquietud no proviene solo del "qué se puede hacer", sino también del "quién decide", "cómo se supervisa" y "qué vías de defensa reales existen para la persona afectada".
Asimetría de poder y riesgos reales
A ello se suma una preocupación de fondo: la asimetría de poder. La entidad que recopila, procesa y conserva plantillas biométricas acumula una capacidad de decisión significativa sobre identidades y accesos. Cuando las reglas no son transparentes, cuando la finalidad no está claramente limitada o cuando no existe una alternativa no biométrica sin penalización, la persona usuaria puede sentir que pierde autonomía. Surge el temor de estar aceptando condiciones que no se pueden negociar y de que un "sí" de hoy se convierta en una exposición permanente mañana.
Existen, además, inquietudes específicas en entornos sensibles. En el ámbito laboral, la preocupación por el control excesivo y la evaluación constante. En el acceso a servicios públicos, el miedo a que una incidencia técnica o un cambio de política afecte a derechos básicos. En el uso cotidiano, la duda de si cada verificación deja una huella que alguien podría reconstruir en el futuro.
La tecnología no basta: hacen falta límites
La tecnología puede aportar comodidad y eficiencia, pero la tranquilidad no proviene de promesas generales, sino de límites claros, de controles que funcionan y de la posibilidad de elegir sin coacción. Si la llave que le identifica es también una llave que no puede cambiar, la seguridad real solo existe cuando usted conserva, de manera eficaz, la capacidad de decidir cómo, dónde y para qué se utiliza. Bienvenido al apasionante mundo del siglo XXI.
Fuente: Libertad Digital
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