Hace unos días, Jacinda Ardern presentó su renuncia como primera ministra de Nueva Zelanda. A lo largo de casi seis años en el cargo, se construyó una reputación impecable como una gobernante capaz y competente. Su estilo retórico, que combina autoridad con cercanía, explica mucho de su éxito.
Ardern se volvió un ícono de la mujer trabajadora moderna cuando llevó a su pequeña hija a una sesión de la Asamblea General de la ONU en 2018. Las imágenes le dieron la vuelta al mundo y le ganaron toda clase de simpatías. Pero una cosa es dar un discurso en la ONU con un bebé y otra es tomar decisiones en medio de una crisis histórica. Ardern no hizo eso una, sino dos veces.
La primera crisis grave de Ardern fueron los ataques terroristas de Christchurch en marzo de 2019, cuando un hombre entró disparando a dos mezquitas, matando en total a 51 personas. Los discursos de la primera ministra recibieron aplausos de pie en su país y le dieron la vuelta al mundo por comunicar tanto una empatía sincera con las víctimas como una firmeza serena para tomar las medidas que evitaran una crisis así en el futuro, como la prohibición total de los rifles de asalto. Ardern dijo en ese momento aciago que:
Nueva Zelanda no fue elegida para este acto de violencia debido a que estemos de acuerdo con el racismo o seamos un enclave de extremismo. Fuimos elegidos por el simple hecho de que no somos esas cosas. Porque representamos diversidad, amabilidad, compasión, un hogar para quien comparte nuestros valores, un refugio para quien lo necesita. Y esos valores, puedo asegurarles, no pueden ser ni serán sacudidos por este ataque.
La segunda gran crisis fue la pandemia de covid-19. A diferencia de otros líderes que derrocharon irresponsabilidad, insensatez e indolencia, Ardern manejó la pandemia con profesionalismo y prudencia. Su comunicación fue impecable y no solo siguió las mejores pautas técnicas para situaciones de emergencia sanitaria, sino que también demostró un liderazgo personal muy horizontal, cercano y empático que le ganó el respeto de sus compatriotas. Su discurso se volvió una poderosa herramienta para la unidad nacional.
Ella no trató la pandemia como una lucha del gobierno contra el virus. Creó un relato en el que la emergencia era un reto compartido por todo el país, una lucha donde los héroes eran los cinco millones de “kiwis”, como se dicen informalmente a sí mismos los neozelandeses. “Sean fuertes, sean amables” era la frase con la que la primera ministra terminaba sus transmisiones de Facebook en vivo desde su casa, desde donde les hablaba encerrada con su familia. Al dar el ejemplo, convirtió a la pandemia en una experiencia compartida de manera solidaria por todos. Se dice fácil, pero los neozelandeses pasaron por una de las cuarentenas más estrictas del mundo, lo que requirió una disciplina social encomiable. Gracias a ese esfuerzo colectivo se salvaron miles de vidas. Hay ya estudios académicos que consideran la estrategia de comunicación de Ardern una referencia para tomar en cuenta en futuras crisis de salud pública.
La premier Ardern demostró que un buen discurso puede dar certidumbre y unificar a la sociedad. Pero sus mensajes no parecen ser producto de la inspiración del momento. Sus discursos formales estaban muy bien redactados, y ella se ceñía a ellos con disciplina y los pronunciaba con energía. En ellos siempre apelaba a valores superiores, que trascienden barreras ideológicas, políticas, de identidad o de nacionalidad. Por ejemplo, en su discurso de respuesta al presidente ucraniano Volodímir Zelensky, ella dijo:
Nuestro apoyo a Ucrania no estuvo determinado por la geografía, por la historia, o por lazos diplomáticos. Nuestro juicio fue muy simple: nos preguntamos, ¿qué haríamos si fuéramos nosotros? ¿Qué haríamos si violaran nuestra integridad territorial? ¿Qué haríamos si fuéramos objeto de una ruptura así de las reglas internacionales? ¿Qué haríamos si fuéramos víctimas del uso indebido de las instituciones multilaterales? Si las víctimas fuéramos nosotros, desearíamos que la comunidad internacional alzara la voz, sin importar su sistema político, la distancia o el tamaño. Por eso apoyamos a Ucrania.
En su mensaje de renuncia, Ardern transmitió algo que es muy difícil de encontrar en un político, que es entender el cargo público como una elevada responsabilidad que debe cumplirse con eficacia, y no como una posición de poder a la cual aferrarse a toda costa:
Tenía pensado prepararme para los próximos dos años en el cargo, pero no me siento capaz de hacerlo. Anuncio que no buscaré la reelección y que mi periodo como primera ministra terminará antes del 7 de febrero. Han sido los cinco años y medio más satisfactorios de mi vida, pero han sido también tiempos muy retadores. […] No me voy porque el trabajo sea duro, si hubiera sido así, hubiera renunciado a los dos meses. Me voy porque el privilegio de este cargo conlleva una responsabilidad: la de saber cuándo eres la persona correcta para liderar y cuando ya no lo eres.
Hay estudios que demuestran que las mujeres directivas de empresas tienden a establecer una comunicación más empática que la de los hombres, lo que en una crisis grave como la pandemia puede llevar a resultados positivos para las organizaciones. Diversos análisis a lo largo de la pandemia también mostraban que las mujeres jefas de Estado y de gobierno tuvieron un desempeño superior al de sus homólogos hombres. Claramente, hay una lección importante sobre la urgente necesidad de promover un piso parejo para que las mujeres aporten su talento en igualdad de condiciones en todos los ámbitos del liderazgo.
Fuente: Letras Libres
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