Mientras se teclean estas palabras, hay 24.354 personas conectadas al plano fijo que enfoca, en directo, la plaza de la Independencia de Kiev desde el canal de Youtube de The Washington Post. Ninguna voz en off narra la situación. No hay últimas horas con textos superpuestos que manchen la imagen, efectos de sonido que alerten al espectador, ni pantallas partidas con expertos opinando sobre implicaciones geopolíticas. La imagen, prácticamente desnuda y sin artificios, funciona como ventana con sonido directo a lo que acontece en ese rincón de un país en guerra. Se observan unos cuantos coches, diminutos desde el punto de vista aéreo, transitando al anochecer. Su sonido es como el de un plácido oleaje del mar, pasando de largo por una ciudad prácticamente desierta.
La cámara del Post no es la única que tiene a decenas de miles de internautas enganchados. La mayoría de diarios nacionales e internacionales, incluido El País, tienen o han tenido la misma conexión integrada en sus canales de YouTube con otros tantos miles de usuarios conectados. El pasado 16 de febrero, la agencia Reuters tuvo que interrumpir su transmisión desde esa misma plaza porque un bromista, más que atemorizarse por un posible ataque aéreo, decidió que era el momento ideal para hacer volar su dron sujetando un cartel que rezaba “Se vende plaza de garaje” como guiño humorístico a todo el asunto en plena escalada de tensión global.
“Nada es falso aquí; no hay algoritmo. No es una pantalla en la que los expertos de la televisión discuten el próximo movimiento de Rusia. La transmisión en vivo no está tratando de convencerme de nada; solo me muestra las cosas como son. Los coches escapan a algún lugar antes de que salga el sol. Ventana a ventana, la luz de la mañana trepa por los edificios. Los habitantes de Kiev comienzan su rutina matutina”, escribe Jane Lytvynenko, una ucraniana que trabaja como investigadora del Centro Shorenstein de Medios, Política y Políticas Públicas de la Escuela Kennedy de Harvard a propósito de cómo esta retransmisión directa y prácticamente silenciosa calma su ansiedad frente al terror de pensar en lo que pueda acontecer en su hogar de origen. Así lo ha descrito en No puedo dejar de mirar la conexión en directo a Kiev en la revista The Atlantic.
“Desde hace semanas, la tecnología se ha apoderado de todas mis horas de vigilia. Todo está en línea. Los videos engañosos a favor del Kremlin están por todo Telegram. TikTok ofrece clips de jóvenes en Ucrania que explican lo que está pasando y videos de la llegada de equipos militares. Los debates en Twitter son interminables. Un canal de Zello [una app que funciona como un walkie talkie] siempre está parloteando de fondo, como una especie de radio ciudadana. Las noticias que llegan a través de esta tecnología han sido abrumadoras”, escribe la periodista, a propósito de la torrencial información de la guerra y por qué esa pantalla fija funciona como elemento distractor sin dejar de estar conectada a su casa.
Cuando Lytvynenko compartió el texto en su cuenta de Twitter, recibió respuestas de usuarios que recurren a esta cámara como vía de escape a la caja de resonancia febril en la que se convierten las redes sociales en tiempos de doomscrolling (o el scroll del fin del mundo, esto es, cuando consumimos compulsivamente noticias sobre catástrofes o conflictos bélicos sin poder parar, lo que genera aún más ansiedad). “Yo tampoco puedo dejar de mirarla. Todos los días durante la última semana y media he estado mirando a través de esa ventana a la plaza de Independencia. Ver el tráfico con normalidad calmaba la ansiedad que sentía por Ucrania”, respondía una tuitera
Desde la Primavera árabe en 2011 al 15-M o el movimiento Black Lives Matter, el consumo de emisiones en directo en línea ha explotado en las redes en la última década como estrategia para generar empatía y que los espectadores en la distancia se sientan conectados y tomen conciencia de los conflictos. Lo defiende en su ensayo Livestreaming desde primera línea del frente y testigos en la distancia el académico Sam Gregory, experto en el poder de la imagen y en el uso de tecnologías participativas en temas relacionados con derechos humanos. Gregory cree que aunque esas imágenes pueden caer en la “distancia mirona impropia” entre los espectadores y los streamers, si las webcams y las retransmisiones en vivo en la esfera digital han servido para algo ha sido “para facilitar la conexión y la solidaridad”.
Así pasó con la retransmisión en directo de los disturbios de Barcelona de 2019 desde el canal local, BTV, que decidió apostar por una pantalla a partida a tres durante casi una semana entera para narrar, con escasas aportaciones, en tono neutral y valiéndose del poder de la imagen en directo, lo que sucedía en los altercados en la ciudad. Esa cobertura alejada de la adrenalina impostada de otros canales le valió al equipo de informativos un premio Ciutat de Barcelona en 2021 por “la proximidad, honestidad y transparencia” en el retrato de los choques tras la sentencia del procès.
Fuente: El Pais
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