lunes, 5 de julio de 2021

Por qué persigo el silencio


El ruido de audios, avisos del móvil, videos, voces superpuestas grabando en WhatsApp, el del tráfico, va conquistando todos los espacios de nuestra vida como una plaga. Pero a este ruido físico, ambiental, que se mide en decibeles, hay que sumar el ruido conceptual de ventanas, aplicaciones y pestañas abiertas al mismo tiempo en la computadora, de información, noticias falsas, memes, tuits, alertas informativas, publicidad digital que también está devastando el silencio. Y se lo estamos permitiendo, como si le temiéramos al silencio; como si dentro de él pudiéramos encontrar algo que queremos evitar.

El problema es que nos estamos condenando a vivir eternamente en una autopista de información, circular, sin salida y llena de ruido. Esto me afecta y me preocupa especialmente.

Tengo una sensibilidad auditiva mayor a la media y un umbral de saturación acústica muy bajo. Cuando tenía tres años, si alguien levantaba la voz apenas por encima del nivel normal, me ponía a llorar. En lugares cerrados con música fuerte me puedo aturdir hasta el mareo. Cuando voy a centros comerciales llenos o a eventos multitudinarios, me sobreviene el vértigo, me zumban los oídos y necesito irme. Si un saludo en volumen normal rompe un silencio, me sobresalta. En algunas reuniones sociales ruidosas necesito ir al baño, taparme los oídos y cerrar los ojos, hasta que el nivel de saturación auditiva baja.

Hace unos años descubrí que todo esto tenía un nombre, hiperacusia, y que se define como una menor tolerancia y una sensibilidad mayor a los sonidos, lo que no significa tener más oído que el promedio. También descubrí que le pasa a un 8 por ciento de la población, lo sepa o no. He usado tapones dentro de casa para no escuchar ruido de vecinos, cortadoras de pasto o el tráfico.

También necesito el silencio para sentirme en paz y reflexionar. Como muchas personas, solo que en mí esa necesidad es más imperiosa, más notoria. Quizás por eso siento en el cuerpo la alarma de preocupación al notar cómo estamos perdiendo el silencio de forma progresiva y las consecuencias que eso está teniendo en nosotros.

Hace diez años me di cuenta de que no conseguía hallarme en silencio en la vida cotidiana si no lo perseguía deliberadamente, y tuve que empezar a ir tras él. Me fui de Montevideo en búsqueda del silencio. Busqué zonas cada vez más silenciosas hasta llegar a vivir en un apartamento de un edificio deshabitado salvo por mí, en el punto más austral de Uruguay, o en una cabaña de madera en un bosque de eucaliptos junto a la Sierra de las Ánimas, en el departamento de Maldonado. Sin embargo, ahí donde alcanzaba el silencio, el ruido tarde o temprano llegaba también.

El ruido conquista cada vez más espacio. Es un gran protagonista en nuestras vidas. Ya no solo llega a nosotros, sino que salimos a buscarlo. Cientos de miles de personas, cuando se acuestan, activan ruidos para dormir. Escuchan motores, camiones cambiando de marcha, una autopista en la noche, una calle de Tokio u otra de Manhattan: sirenas, autos, rumor de gente a lo lejos, más sirenas. Todo para dormir. En YouTube hay numerosos videos de este tipo, de hasta diez horas de duración y con millones de visualizaciones. Y si esto parece extremo, basta pensar cómo ponemos una serie mientras se nos cierran los ojos frente al televisor. O cómo apenas despertamos activamos algún audio.

El ruido físico no es inocuo. Puede causar perturbaciones del sueño, ansiedad, fatiga, disminución de la concentración, irritabilidad, hasta dolores o tener incidencia en enfermedades cardiovasculares.

El ruido conceptual también nos genera ansiedad, estrés e irritación. “La hipercomunicación digital nos deja casi aturdidos. Pero el ruido de la comunicación no nos hace menos solitarios”, dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro La expulsión de lo distinto. “El silencio es lenguaje, mientras que el ruido de la comunicación no lo es”.

Ambos ruidos, juntos, tienen otra consecuencia, acaso más preocupante, que las que impactan de modo directo sobre la salud. Una que no figura en las estadísticas porque es muy difícil de medir: la falta de reflexión.

“Cuando perdemos el silencio, perdemos varias cosas: entre ellas, la capacidad de reflexión”, recuerda el filosofo y ensayista español Germán Huici, autor de El Dios ausente. Reflexión proviene del latín reflexio, que significa “acción de volver atrás”. El pensamiento gira y vuelve a pensar lo pensado: “En el silencio se reflexiona y la reflexión es profundamente subversiva”, explica Huici.

Así como en la reflexión física los rayos de luz necesitan chocar contra una superficie de un medio distinto que los interrumpa para reflejarse, lo mismo ocurre con la reflexión mental. Pero, ¿cuál es esa superficie interruptora que hace volver atrás al pensamiento? Sí, ya… el silencio. Sin él, el ruido no tiene algo que lo interrumpa; no hay reflexión. Y el pensamiento no se hace consciente. Sigue hacia adelante en automático como un tren sin frenos. Dando vueltas sobre nosotros mismos. Disminuye el silencio mientras crece el eco de nosotros mismos.

Muchos argumentan que gracias a todo eso que genera ruido tenemos más comodidad, cercanía, practicidad. Pero ¿a qué costo? Cuando descargamos todas esas aplicaciones en el móvil, por ejemplo, ¿elegimos perder lo que pasa alrededor, escuchar menos a las personas que tenemos en frente? No, simplemente nos fuimos dejando llevar por ese ruido que pasito a pasito va conquistándolo todo.

Si volviéramos a tomar las riendas del silencio sabiendo ya lo que perdemos, lo que podemos recuperar, ¿qué decisiones tomaríamos?

Para escribir esto tuve que irme de casa. No podía concentrarme con el martillo neumático, la aspiradora, los audios de WhatsApp del vecino, la radio de un apartamento y la música de otro. Solo acá, en un lugar alejado, pude hacerlo. Pero no haría falta alejarse de la civilización si tan solo todos tomáramos conciencia del nivel de ruido ambiental y conceptual que manejamos y bajáramos el volumen. Bastaría con dedicarle tiempo al silencio, buscarlo, hacerle espacio.

Aunque quizás ya sea tal el automatismo que necesitamos algo más, una toma de conciencia colectiva, un Día del Silencio, por ejemplo. Veinticuatro horas para pensarlo y practicarlo. Podría ser un comienzo. Una celebración que iría contra todo el ruido, incluyendo el del consumismo.

Porque buscar el silencio hoy puede ser impráctico e improductivo pero solo atravesando esa incomodidad podemos encontrarlo de nuevo. Encontrarnos.

Imagen: Cuántica Consulting

Fuente: NYT

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