La intensificación de los conflictos armados desde el decenio de 1980, primero en el Asia Central (Afganistán), luego en el Oriente Medio (Iraq y Siria) y más tarde en el Sahel (Malí), ha traído consigo un aumento de las destrucciones de sitios históricos por parte de grupos terroristas y una explosión del tráfico de bienes culturales. La comunidad internacional ha reaccionado enérgicamente contra la demencia destructora del autodenominado Estado Islámico del Iraq y el Levante (EIIL), dotándose con más instrumentos para proteger la memoria cultural de la humanidad. En 2017 ha expresado al unísono su voluntad de proteger el patrimonio cultural mundial, aprobando por unanimidad en el Consejo de Seguridad de la ONU la Resolución 2347, que reconoce oficialmente que la defensa de ese patrimonio es un imperativo de la seguridad.
Se ha necesitado mucho tiempo para que la idea primigenia de declarar inatacables los bienes culturales en tiempos de guerra se plasme en esta decisión histórica que atestigua la existencia de una nueva conciencia mundial del papel de la cultura en la seguridad.
Todo empezó a finales del siglo XIX. El 27 de julio de 1874, 15 Estados europeos se reunieron en Bruselas (Bélgica) para examinar un proyecto de acuerdo internacional sobre las leyes y costumbres de la guerra. Un mes más tarde adoptaron una Declaración cuyo Artículo 8 establecía que, en tiempos de guerra, “toda aprehensión, destrucción o degradación intencional […] de monumentos históricos o de obras del arte y de la ciencia, deberá ser perseguida y castigada por las Autoridades competentes”.
Veinticinco años más tarde, en 1899, se convocó por iniciativa del zar Nicolás II de Rusia una Conferencia Internacional de Paz en los Países Bajos para revisar la nunca ratificada Declaración de Bruselas de 1874 y adoptar una Convención y un Reglamento relativos a las leyes y costumbres de la guerra.
Este texto hará evolucionar considerablemente el derecho nacional y sentará el principio de inmunidad de los bienes culturales. En efecto, el Artículo 27 de su Reglamento precisa: “En los sitios y bombardeos se tomarán todas las medidas necesarias para favorecer, en cuanto sea posible, los edificios destinados al culto, a las artes, a las ciencias, […] a condición de que no se destinen para fines militares. […] Los sitiados están en la obligación de señalar esos edificios o lugares de asilo con signos visibles”.
Tres decenios después, en 1935, en el Preámbulo del Pacto Roerich, un convenio panamericano sobre protección de monumentos históricos e instituciones artísticas y científicas, se formuló la idea de que los bienes culturales se deben “preservar […] en cualquier época de peligro” porque “forman el tesoro cultural de los pueblos”.
Convenciones y juicios históricos
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se dio un paso adelante decisivo. En 1948, los Países Bajos presentaron a la UNESCO un anteproyecto de nueva convención internacional para proteger los bienes culturales en los conflictos armados. La Organización inició de inmediato los trámites para redactar un nuevo tratado, que se adoptó en 1954 en la ciudad neerlandesa de La Haya.
“Salvaguardia” y “respeto” son las palabras clave de la Convención de 1954 para la Protección de Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado y su Protocolo. En ella se dice que “los daños ocasionados a los bienes culturales pertenecientes a cualquier pueblo constituyen un menoscabo al patrimonio cultural de toda la humanidad, puesto que cada pueblo aporta su contribución a la cultura mundial”. El texto también prevé que “podrán colocarse bajo protección especial un número restringido de refugios destinados a preservar los bienes culturales mueble en caso de conflicto armado, de centros monumentales y otros bienes culturales inmuebles de importancia muy grande”, y añade que los Estados Partes en la Convención “se comprometen a garantizar la inmunidad de los bienes culturales bajo [dicha] protección especial”.
Ese mismo año, 1954, Egipto decidió construir la Gran Presa de Asuán, lo que suponía anegar el valle alto del Nilo y numerosos monumentos de Nubia con 3.000 años de antigüedad. A petición de este país y del Sudán, la UNESCO llevó a cabo entre 1960 y 1980 una de las campañas de salvaguardia más espectaculares de la Historia para proteger esos monumentos. La Campaña de Nubia fue el germen de la Convención del Patrimonio Mundial (1972) por la que se establecieron la Lista del Patrimonio Mundial y la Lista del Patrimonio Mundial en Peligro. En esta última se pueden inscribir bienes culturales y naturales en situaciones de peligro grave, como conflictos armados que han estallado o corren riesgo de estallar.
Gracias a esos instrumentos jurídicos y a la cooperación con la UNESCO, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) pudo condenar en 2004 a siete años de cárcel a Miodrag Jokić, comandante de la Marina yugoslava. Fue la primera sentencia judicial por destrucción deliberada del patrimonio cultural. Entre primeros de octubre y finales de diciembre de 1991, este militar ordenó lanzar centenares de obuses sobre la Ciudad Vieja de Dubrovnik, que se inscribió ese mismo año en la Lista del Patrimonio Mundial en Peligro.
Debido a ese tipo de conflictos, la UNESCO y varios Estados Partes en la Convención de 1954 revisaron su texto y elaboraron un Segundo Protocolo, adoptado en 1999. Este protocolo estableció un nuevo sistema de protección reforzada, según el cual el patrimonio cultural de mayor importancia se debe proteger también con una legislación nacional adecuada que reprima con penas proporcionadas las violaciones graves de la Convención, esto es, ataques, robos, saqueos y actos de vandalismo, especialmente los perpetrados contra los bienes culturales más protegidos.
Más recientemente, en 2016, la Corte Penal Internacional (CPI) declaró culpable de crimen de guerra al yihadista maliense Ahmad Al Faqi Al Mahdi, condenándole a nueve años de cárcel por haber destruido en 2012 diez lugares de culto en Tombuctú, cuando esta ciudad se hallaba en poder del Ansar Dine, un grupo vinculado a Al Qaeda. Se trata de un veredicto histórico porque antes nunca se había considerado que la destrucción del patrimonio cultural fuera un crimen de guerra.
Irina Bokova, Directora General de la UNESCO, recuerda al respecto que “inmediatamente después de las destrucciones, la UNESCO recurrió a la CPI para que los crímenes perpetrados en Malí no quedaran impunes”. La Organización tomó diversas medidas, desde suministrar a las fuerzas armadas datos topográficos para evitar destrucciones hasta reconstruir los mausoleos dañados. Por primera vez en la Historia se incluyó la salvaguardia del patrimonio cultural de un país en el mandato de una misión de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas. En virtud de su Resolución 2100, el Consejo de Seguridad encargó a la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí (MINUSMA) la tarea de “proteger contra posibles ataques los lugares de importancia cultural e histórica de Malí, en colaboración con la UNESCO”.
El cambio profundo de 2015
En 2015, la actitud de la comunidad internacional respecto al patrimonio cultural cambió profundamente. Alentados por la UNESCO, unos 50 países del Consejo de Seguridad adoptaron en febrero la Resolución 2199 para impedir el comercio de bienes culturales procedentes de Iraq y Siria (véase pág. 12). “Esa Resolución reconoce que el patrimonio cultural se halla en primera línea de los conflictos actuales y desempeña un papel de primer plano en la restauración de la seguridad y en la construcción de una respuesta política a la crisis”, declaró en aquel momento la Directora General de la UNESCO.
Un mes más tarde, convencida de la eficacia de la “fuerza tranquila” de la UNESCO, Irina Bokova inauguró en Bagdad (Iraq) la campaña “#UnidosXElPatrimonio” con vistas a agrupar a los jóvenes del mundo para defender los valores del patrimonio cultural y protegerlo.
El 1º de septiembre de 2015, el Instituto de las Naciones Unidas para Formación Profesional e Investigaciones (UNITAR) publicó fotos por satélite que mostraban cómo los yihadistas del EIIL habían dinamitado en Palmira (Siria) el templo de Baal, borrando así del mapa el santuario principal de este sitio del patrimonio mundial. Enseguida Italia sugirió a la Asamblea General de las Naciones Unidas que se constituyeran unidades de “Cascos azules de la cultura”, y en febrero de 2016 firmó un acuerdo con la UNESCO para crear la primera unidad especial del mundo encargada de proteger el patrimonio cultural en situación de emergencia. Esa unidad está integrada por expertos civiles y carabineros italianos especializados en la lucha contra el tráfico ilícito de bienes culturales.
Diez meses después, en diciembre de 2016, los Emiratos Árabes Unidos y Francia organizaron en Abu Dabi, bajo los auspicios de la UNESCO, una Conferencia Internacional sobre la Protección del Patrimonio Cultural en Zonas de Conflicto, a la que acudieron más de 40 países. Los asistentes reiteraron su “voluntad común de salvaguardar el patrimonio cultural en peligro de todos los pueblos, contra su destrucción y su tráfico ilícito”, y recordaron que las sucesivas convenciones adoptadas desde 1899 “imponen proteger las vidas humanas y los bienes culturales”.
Irina Bokova declaró entonces que se estaba esbozando “un nuevo paisaje cultural” y estaba aflorando “una nueva conciencia mundial” y que asistíamos al nacimiento de “una nueva visión de los vínculos entre la paz y el patrimonio”. Esa convicción se vería muy pronto corroborada, cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones adoptó por unanimidad, el 24 de marzo de 2017, la Resolución 2347.
Esa resolución se sitúa en la línea de la conferencia internacional de Abu Dabi y retoma dos de sus conclusiones importantes en el plano operativo: la creación de un fondo internacional y de una red de “lugares seguros” para los bienes culturales amenazados. También denuncia los vínculos existentes entre el tráfico de bienes culturales y la financiación de grupos terroristas y, por ende, los lazos entre el crimen organizado y el terrorismo.
Por primera vez en la historia, una resolución de las Naciones Unidas aborda el conjunto de amenazas que se ciernen sobre el patrimonio cultural, sin limitación geográfica y sin distinciones respecto a la identidad de los autores de “delitos culturales”, ya sean grupos terroristas identificados en las listas de la ONU u otras entidades armadas.
Fuente: Unesco
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