El doctor Gregory House (Hugh Laurie en la serie Dr. House) hizo que sonara divertida y se tomara como real una frase francamente triste:“Todo el mundo miente”, mientras el doctor Cal Lightman (Tim Roth en la serie Lie to me)y su equipo de análisis del comportamiento instalaron en muchos de sus seguidores el hábito —fascinante y paranoico— de analizar los gestos y expresiones faciales y corporales buscando detectar un rastro de mentira. A estas alturas del siglo XXI, la humanidad ya sabe que la mentira es parte de la vida. La acepta, la asume, la usa y se ríe de ella con el mismo ímpetu con el que la rechaza. Ni Dios pudo prever que Adán y Eva le mentirían, por lo que podemos decir que la religión predominante —el catolicismo— asume, sin cuestionamiento, que la mentira es intrínseca al ser humano. ¿Será?
Según el antropólogo alemán Volker Sommer, autor del libro Elogio de la mentira: engaño y autoengaño en hombres y otros animales (1995), la mentira, el engaño y el autoengaño son consustanciales no solo a la vida humana, sino a la vida biológica en general. Apoyado en ello, el historiador español José Carlos Bermejo escribe en su libro La consagración de la mentira (2012) que, para poder sobrevivir en la naturaleza, las plantas adoptan formas y colores que las hacen menos visibles ante algunos animales, y que todos los seres vivos —desde los unicelulares hasta el hombre— en su lucha por la supervivencia desarrollan estrategias de ocultamiento y engaño ante sus posibles depredadores o ante sus presas.
Mentir, dice la Real Academia Española, es decir conscientemente lo contrario de lo que se piensa. Bermejo añade que mentir es también ocultar con una intención perversa hechos y datos, y que solo se miente para lograr un beneficio a costa de los demás.
Entre la piedad y el miedo
En 1996 el cantante español Joaquín Sabina lanzó, en colaboración con el argentino Charly García, la canción “Es mentira”. En ella, en un juego de palabras que habla al inconsciente del hombre moderno, está una estrofa que ayuda a graficar nuestra relación con la mentira: “Menos piadosas que las del corazón / son las mentiras de la diosa razón, / yo solo te conté media verdad al revés / (que no es igual que media mentira)”.
¿Qué es esto de las mentiras piadosas? Al parecer, es un invento del catolicismo. Aceptemos la paradoja: aunque el octavo mandamiento sea “no levantarás falsos testimonios ni mentirás”, la mentira no es uno de los pecados capitales. Sin embargo, se habla de ella en el catecismo católico. Dice el apartado 2484: “La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, las circunstancias, las intenciones del que la comete y los daños padecidos por los perjudicados. La mentira solo constituye un pecado venial [a menos que] lesione gravemente las virtudes de la justicia y la caridad”. O sea, una mentira piadosa no es grave y hasta podría tener santas intenciones. Pero, si nos alejamos del catolicismo, esta es, en esencia y desde el punto de vista ético, paternalista. ¿Por qué proteger al otro de una verdad a la que, probablemente, tarde o temprano se enfrentará? Decir la verdad puede ser emocionalmente trabajoso cuando se trata de una realidad dura o dolorosa. Ya lo refiere el dicho popular: la verdad sin empatía es crueldad. Y vale decir que la empatía es una de las capacidades más difíciles de manejar para el ser humano.
Pero sigamos explorando en las motivaciones conscientes que impulsan al ser humano a mentir. “En general, la gente miente cuando cree que la compensa, que gana algo haciéndolo, pero también cuando estima que de esa forma evita un reproche, una amonestación o una sanción”, dice la psicóloga María Jesús Álava, autora del libro La verdad de la mentira. Ella plantea que un niño nace sin malicia y que aprende a mentir según sus experiencias. “El niño puede empezar a mentir para competir en igualdad de condiciones con quienes lo rodean. Puede llegar a pensar que no compensa decir siempre la verdad, que los que mienten llevan ventaja, pues muchas veces estos no son descubiertos. Pero lo habitual es que mienta para evitar alguna consecuencia negativa: algún castigo, recriminación o sermón”. Esto último, por supuesto, es lo que el ser humano repite a escalas mayores por el resto de su vida.
La explicación psicológica parece darle la razón al filósofo francés Jean-Jacques Rousseau (1712 - 1778), quien dijo: “El hombre es bueno por naturaleza; es la sociedad la que lo corrompe”.
La cruda verdad
Si bien establecimos al inicio de este texto que la mentira y el engaño son inherentes al ser humano como primitivo mecanismo de defensa, esto no sirve como justificación —como señala José Carlos Bermejo— para la construcción de sofisticadas mentiras que sostengan el poder político, económico y social, basadas en afirmaciones, acciones o sucesos falsos o inexistentes.
Pese a que hay un consenso en la necesidad de contar con autoridades honestas, también hay un consenso al asumir que las autoridades son generalmente deshonestas. Aunque suena contradictorio, es probable que el inconsciente colectivo asuma esto con naturalidad porque, a lo largo de la historia, se han encontrado justificaciones para el engaño. En la antigua Grecia, el filósofo Platón (427 a.C - 347 a.C) acuñó el término “mentira noble” para referirse a una herramienta a la que podían recurrir los gobernantes en pro de la justicia y la felicidad de la ciudadanía.
Más contundente al respecto fue el italiano Nicolás Maquiavelo (1469 - 1527). Además de su famosa frase “nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser ganado por la mentira”, Maquiavelo escribe en su célebre obra El príncipe (1531): “Es necesario tener gran facilidad y habilidad para fingir y disimular: los hombres son tan simples, y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.
Para no caer en el espanto, sería tal vez más saludable reflexionar sobre lo que dijera el político y orador griego Demóstenes: “No existe mayor injusticia que alguien pudiere cometer contra otro que el hablar falsedades. Partiendo de la base [de] que el sistema político depende de discursos, ¿cómo puede conducirse la vida política en forma segura si estos no son verdaderos?”.
Volviendo a Maquiavelo, podemos entender que para ser político hay que ser un buen mentiroso. Pero ¿cómo vivir mintiendo constantemente? Tali Sharot, profesora de neurociencia del University College de Londres, realizó un estudio en el que halló que, al mentir, usamos zonas del cerebro distintas de las que empleamos para decir la verdad y que, cuanto más mentimos, más se adaptan estas zonas y ello nos genera menos culpa. Es necesario diferenciar esto de la mitomanía, trastorno psicológico por el cual la persona afectada miente reiteradamente buscando admiración o atención.
Al mentir también sufrimos contracciones musculares, faciales y, aunque no crece la nariz como a Pinocho, un estudio realizado por la Universidad de Granada demostró que, cuando una persona miente, la temperatura de la nariz varía al igual que la del músculo orbital en la esquina interna del ojo.
Hubiese sido interesante ver las variaciones de temperatura en los grandes mentirosos de la historia. Por ejemplo, el estadounidense Frank W. Abagnale, que se volvió millonario haciéndose pasar por aviador, médico y abogado. O el ex secretario de Estado estadounidense Colin Powell, que en 2003 justificó la guerra de Irak con la supuesta existencia de armas de destrucción masiva. O el banquero Bernie Madoff, probablemente el mayor estafador de la historia de Estados Unidos, y uno de los responsables de la crisis financiera del 2008. O, pasando a ejemplos locales, Carlos Manrique, el expresidente de la financiera que estafó a miles de peruanos en los 90. O Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, quienes aseguraban que su gobierno estaba exento de corrupción.
Pero no tenemos que recurrir a los libros de historia para encontrar mentiras. En la era de las redes sociales y las fake news, convivimos con ellas. Dijo el periodista catalán Marc Amorós, autor del libro Fake news: la verdad de las noticias falsas (2018), a la revista Gatopardo que “vivimos en una época de inundación informativa. Tenemos más información que nunca y tenemos una facilidad de acceso mayor que nunca, el problema es que en una inundación lo más difícil es hallar agua potable”.
Que el ser humano necesite de la ficción (el cine, la literatura y el arte en general lo demuestran) no significa que necesite vivir en una mentira perpetua. Como dice el psicólogo español Rubén González: “El ser humano necesita de la verdad y de la ficción para vivir. Lo difícil es saber distinguir una de otra sin perderse por el camino”.
El nacimiento del polígrafo
Podemos agradecerle a la proliferación de series policiales el haber hecho de conocimiento popular la existencia y uso del polígrafo, también conocido como detector de mentiras.
La génesis del polígrafo puede encontrarse en la prueba de presión arterial sistólica que inventó el psicólogo estadounidense William Moulton Marston —el creador de la Mujer Maravilla y su lazo de la verdad—, cuyos resultados fueron estudiados por el médico asimilado a la policía John Augustus Larson para construir los principios del detector. Pero fue Leonarde Keeler quien afinó lo suficiente el instrumento como para presentarlo en sociedad el 2 de febrero de 1935, al usarlo para interrogar a dos detenidos en Wisconsin.
Hoy, 85 años después, el instrumento se sigue utilizando. Evalúa tres indicadores: corazón, respiración y conductividad epidérmica. La tasa y profundidad de la respiración son medidas por neumógrafos que envuelven el pecho del sujeto. La actividad cardiovascular es evaluada por un brazalete para presión sanguínea, mientras que la conductividad de la piel es medida a través de electrodos colocados en la punta de los dedos del sujeto interrogado.
Los datos
-25 milésimas de segundo duran las expresiones faciales que delatan una mentira.
-5 grupos de músculos faciales actúan de forma anómala cuando decimos una mentira.
Fuente: El Comercio
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