Desde 1900, la tecnología humana y la organización han evolucionado a un ritmo feroz. La magnitud del cambio que se produce en apenas un año habría llevado 50 años o más antes de 1500. La guerra y la política solían ser el eje de la historia humana, mientras que los progresos en tecnología y organización se desarrollaban muy lentamente en segundo plano –si es que sucedían-. Ahora, sucede exactamente lo contrario.
El impacto de la innovación tecnológica en el mercado de ideas ha generado algunos de los cambios más transcendentales. El paso de la era de los manuscritos escritos y copiados a mano a la de la imprenta de Gutenberg dio lugar a la Revolución Copernicana (junto con casi dos siglos de guerra religiosa genocida). Los panfletos y los cafés ampliaron la esfera pública y posicionaron a la opinión pública como una limitación poderosa para el comportamiento de los gobernantes.
Como más tarde señalara John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos, la “revolución americana tuvo lugar antes de que comenzara la guerra… en las mentes y en los corazones del pueblo”. La batalla intelectual decisiva, ahora sabemos, fue ganada por el panfleto El sentido común del escritor Thomas Paine de origen inglés. Aun así, inclusive durante el período revolucionario, el ritmo del cambio era mucho más lento de lo que es hoy. En el espacio de apenas dos vidas humanas, hemos pasado de los periódicos de mercado masivo y de los magnates de la prensa a la radio y la televisión, y luego a Internet y a la esfera pública dominada por las redes sociales de hoy. Y la mayoría de nosotros vivirá lo suficiente como para ser testigos de lo que venga después.
Hoy existe un consenso casi generalizado –al menos entre quienes no están completamente inmersos en la propaganda de las redes sociales- de que la esfera pública actual no nos favorece demasiado. “Las redes sociales están rotas”, escribió la autora norteamericana Annalee Newitz en un comentario reciente para el New York Times. “Han envenenado la manera en que nos comunicamos entre nosotros y han minado el proceso democrático. Muchos de nosotros no queremos más que liberarnos de ellas, pero no podemos imaginar un mundo sin ellas”.
Las sociedades occidentales han experimentado un sentimiento similar antes. En los años 1930, mis tíos abuelos escuchaban a sus mayores quejarse de cómo la radio había permitido a demagogos como Adolf Hitler, Charles Coughlin y Franklin D. Roosevelt (ese “comunista”) poner en cortocircuito los procesos del discurso público. Los guardianes tradicionales ya no mantenían los debates públicos sobrios y racionales. En la nueva era de la televisión, memes no autorizados podían circular por todas partes sin interferencia. Los políticos y los ideólogos que tal vez no habían tenido el interés público en mente pudieron llegar a los oídos de la gente y apropiarse de sus cerebros.
Hoy, el problema no es un solo demagogo, sino una esfera pública plagada de ejércitos de “influenciadores”, propagandistas y bots, todos semi-coordinados por la dinámica del propio medio. Una vez más, ideas de dudosa calidad y procedencia están forjando los pensamientos de la gente sin haber sido sometidas a una evaluación y un análisis adecuados.
Deberíamos haberlo visto venir. Hace una generación, cuando la “red” estaba limitada a las universidades y a los institutos de investigación, había un fenómeno anual conocido como “septiembre”. Cada año, a los recién llegados a la institución se les daba una cuenta de correo electrónico y/o un perfil de usuario, tras lo cual rápidamente encontraban sus comunidades online. Empezaban a hablar y alguien, inevitablemente, se enojaba. Durante el mes siguiente, cualquier uso informativo o discursivo que pudiera haber tenido la red era marginado por continuos intercambios virulentos.
Luego las cosas se tranquilizaban. La gente recordaba ponerse su ropa interior de asbesto antes de conectarse; aprendía a no tomarse tan en serio a los novatos. Los troles descubrían que les habían prohibido el acceso a los foros que tanto les gustaba alterar. Y, en cualquier caso, la mayoría de los que experimentaban con el estilo de vida trol se daban cuenta de que tenía poco de recomendable. En los 11 meses siguientes, la red cumplía con su propósito, ampliando significativamente el espectro cultural, conversacional e intelectual de cada usuario, y sumándose a la reserva colectiva de inteligencia humana.
Pero en la medida que Internet empezó a llegar a cada hogar y luego a cada teléfono inteligente, los temores sobre el peligro de un “septiembre eterno” han quedado confirmados. Hay mucho más dinero que ganar atizando la ira que ofreciendo información sólida y alentando el proceso de aprendizaje social que alguna vez enseñaba a los recién llegados a la red a tranquilizarse. Sin embargo, la Internet de hoy efectivamente ofrece información valiosa, tan valiosa que somos pocos los que podemos imaginar la vida sin ella. Para acceder a esa información, hemos aceptado tácitamente permitir que los arquitectos de Facebook, Twitter, Google (especialmente YouTube) y otras partes forjen la esfera pública con sus algoritmos generadores de ira y de clickbaits.
Mientras tanto, otros han descubierto que hay mucho dinero y poder que se puede ganar forjando la opinión pública online. Si uno quiere hacer conocer sus opiniones, es más fácil aprovechar la máquina de la ira que desarrollar un argumento racional integral –especialmente cuando esas opiniones son interesadas y perjudiciales para el bien público.
Por su parte, Newitz termina su comentario reciente con un tono esperanzador: “La vida pública ha sido modificada irrevocablemente por las redes sociales; ahora ha llegado el momento de otra cosa”, escribe. “Necesitamos dejar de darles la responsabilidad de mantener el espacio público a las corporaciones y a los algoritmos –y devolvérsela a los seres humanos-. Tal vez tengamos que calmarnos, pero hemos generado democracias a partir del caos antes. Podemos volver a hacerlo”.
Esa esperanza tal vez sea necesaria para los periodistas estos días. Desafortunadamente, una evaluación racional de nuestra situación sugiere que es injustificada. El eterno septiembre de nuestro descontento ha llegado.
Fuente: almendron.com
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