Un virus recorre el mundo. Salta de país en país, de continente en continente. Ataca a regímenes autocráticos, a Estados fallidos, a democracias que no se han desembarazado de pasados dictatoriales y a democracias consolidadas. A ricos y pobres. A colonizados y colonizadores. A ciudadanos curtidos por la violencia y a quienes sólo han conocido la paz.
Es el virus de la protesta.
El año 2019, y de forma acelerada los dos últimos meses, hemos asistido a una explosión de protestas alrededor del planeta. Argelia, Bolivia, Cataluña, Chile, Colombia, Ecuador, Egipto, Francia, Georgia, Guinea, Hong Kong, Irak, Irán, Líbano, Reino Unido… La lista se alarga cada semana.
Los expertos sólo ven un precedente comparable en el revolucionario 1848 o los tumultuosos años 60. Pero posiblemente nunca como hoy hubo en el mundo tantos ciudadanos en tantas calles. Aunque griten lemas y persigan objetivos distintos.
Todos los datos muestran un aumento espectacular del número de protestas en el último decenio, apunta Jacquelien van Stekelenburg, catedrática en cambio social y conflicto de la Universidad Libre de Amsterdam. A falta de una base de datos global fiable, la profesora señala que en la OCDE se alcanzó en el 2008 el nivel de protestas de los sesenta, récord desde 1900. Todo indica que ha seguido subiendo. Sólo en Amsterdam –y no es una zona caliente– las manifestaciones se han multiplicado por cuatro entre el 2014 y 2018.
Así pues, este agitado final del 2019 es el culmen de una tendencia que los politólogos llevan algún tiempo tratando de diseccionar. Hay, sin embargo, una novedad sustancial: “Es la primera vez que las protestas se producen en todas las regiones y todo tipo de sistemas políticos. Tanto en los países más ricos y democráticos, como Francia, hasta los más autoritarios como Venezuela, Irán o Irak”, dice Richard Youngs, investigador del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, que tiene un proyecto dedicado a analizar la efervescencia contestataria, sus causas e impacto.
¿Por qué hierve el mundo? Un impuesto a Whatsapp puso en ebullición a los libaneses, en Chile fue la subida del billete de metro, en Francia e Irán el combustible, una ley de extradición en Hong Kong, en Argelia el empeño de un presidente decrépito por un quinto mandato, en Bolivia un fraude electoral, una sentencia judicial en Cataluña…
Los detonantes, como las demandas y los contextos, no podrían ser más distintos. Pero, ¿existe algún patrón profundo?
“Está pasando algo en la relación del ciudadano con el Estado, con el poder público. Observamos una frustración con sus gobiernos, a quienes acusan de no dar respuesta a sus demandas. Y lo observamos tanto en democracias como en regímenes no democráticos. Ese es el nexo de unión entre las protestas”, afirma Youngs.
El mismo análisis hace Branko Milanovic, ex economista jefe del Banco Mundial. El único paraguas que las engloba, afirma, es la antipatía hacia la autoridad, la combinación de un creciente cinismo hacia los políticos –sobre todo entre los jóvenes– y el sentimiento de que los gobernantes menosprecian al ciudadano. “La legitimidad del poder está siendo cuestionada, ya sea porque llevan mucho tiempo en el poder, como Buteflika en Argelia, o porque son corruptos como Líbano, o porque ignoran a la gente pobre como Chile o Irán. Como régimen, Irán no tiene mucho en común con Chile, aunque el detonante en ambos casos fue muy similar, al igual que en Francia”, dice.
A diferencia de la primavera árabe del 2011 o el levantamiento en Europa del Este hace 30 años contra el comunismo, “es imposible encontrar una unidad ideológica o unas causas comunes en esta oleada de protestas”, añade Milanovic. Es uno de los mayores expertos mundiales en desigualdad, pero no cree que la creciente brecha entre los más ricos y los más pobres o el empobrecimiento de las clases medias sea el motor, como han teorizado algunos. “Lo es sólo en algunos casos. No creo que la desigualdad importe en Argelia o ni siquiera Líbano, aunque ambos son muy desiguales. De lo que va es del malestar con la corrupción de las élites”.
Algunos apuntan a la razón demográfica: la presión de jóvenes sin horizonte. “Sospecho que la cuestión real es el desequilibrio entre la sobreabundancia sin parangón de graduados y la demanda de ellos”, ha apuntado el historiador escocés Niall Ferguson, de tendencia conservadora. Otros señalan, sin embargo, que en muchos países quienes están saliendo a las calles ya peinan canas.
Y luego está el papel de la tecnología. Internet, pero sobre todo la cobertura mediática global y el acceso mucho mayor del ciudadano medio a la información, permite que los manifestantes se inspiren con lo que ocurre en la otra punta del mundo, afirma Jonathan Pinckney, investigador sobre acción no violenta en el United States Institute of Peace. “Ya ocurrió en 1989, cuando la caída del comunismo inspiró protestas en África y el Sudeste Asiático. Pero era una excepción, mientras que lo que vemos ahora es que la difusión global se está convirtiendo en la norma”, dice.
Las redes sociales facilitan la protesta: crean un espacio para compartir agravios; permiten acceder a más gente, en menos tiempo y con menos coste; y agilizan la organización de manifestaciones y otras acciones, señala Van Stekelenburg. Advierte, sin embargo, que no hay que magnificar su papel: “En los años 60 la gente salió en masa a las calles y no había internet. En la plaza Tahrir, la mayoría de manifestantes no habían acudido por Facebook sino por la influencia de amigos y familia”, reflexiona.
Milanovic cree que lo que estamos viendo es “la primera revolución de la era de la globalización. No contra la globalización sino de la globalización”. “Estas rebeliones, si bien individuales y muy heterogéneas, se imitan las unas a las otras”, argumenta el economista, que reside temporalmente en Barcelona. Ve en los vínculos entre los manifestantes en Cataluña y en Hong Kong –la ocupación del aeropuerto, las esteladas ondeadas en la ex colonia británica– el ejemplo más claro de que los movimientos se miran y aprenden unos de los otros.
Youngs apunta una paradoja: las protestas se extienden por el mundo pero sus detonantes son cada vez más locales y específicos, a diferencia de las movilizaciones antiglobalización o por el alivio de la deuda de principios de milenio. “Hoy están las marchas por el clima, pero ya no hay tantas campañas épicas a nivel mundial”, dice.
Las protestas actuales suelen empezar con demandas muy modestas, relacionadas con una política concreta, pero van creciendo velozmente para acabar enfocándose en cuestiones más sistémicas, como la corrupción, la desigualdad o la democracia. “De hecho, hay gente manifestándose a la vez por distintas cosas. Eso, que antes era una rareza, ahora es lo habitual”, añade el experto.
Youngs cree que es un punto fuerte –lo que les permite movilizar a tanta gente, ser tan transversales– pero a largo plazo puede ser una desventaja, una vez los manifestantes vuelven a casa. Al igual que no tener líderes. “Eso da mucha agilidad a las protestas, les permite diseñar tácticas muy innovadoras, pero puede ser un problema cuando haya que tomar decisiones”. Ocurrió en Egipto: la revuelta logró derrocar a Mubarak pero a largo plazo fracasó porque no estaban preparados para lo que venía después. Como caso de éxito, Youngs pone a los indignados españoles con la articulación de partidos como Podemos o los comunes.
También Pinckney ve en las movilizaciones actuales una debilidad inherente que plantea dudas sobre sus posibilidades de lograr cambios a largo plazo. “En el pasado los movimientos de protesta se centraban en líderes concretos. Pero ahora no sólo quieren librarse de una persona, sino que hay una indignación profunda con la clase política al completo. Es el caso de Argelia, donde se comienza protestando contra un dictador anciano como Buteflika pero cuando éste cae la gente dice: ‘no hemos acabado, queremos acabar con toda la élite militar’. O en Líbano, la gente no se va a casa cuando el primer ministro dimite, dice ‘que se vayan todos’. La dificultad de ese planteamiento es, ¿cuándo sabes que has ganado?”, reflexiona Pinckney.
La capacidad de movilizar a segmentos transversales de la sociedad es un factor clave de éxito, añade. “Si no, hay riesgo de que la protesta se convierta de una clase contra otra, de un sector social contra otro. Es el peligro en Hong Kong: el movimiento de protesta ha quedado en manos de gente muy joven, universitarios en su mayoría, nacidos en la era poscolonial, y la generación mayor, que al principio salió a manifestarse contra la ley de extradición, está dejando de apoyar las protestas”, dice. Pinckney se confiesa muy admirado de la movilización en Irak, que ha logrado trascender unas divisiones étnico-religiosas que parecían insalvables en un país recién salido de la guerra.
Otro secreto del éxito es tener un sentido de la estrategia, para pasar de objetivos pequeños a más grandes. “Sudán ha sabido hacerlo –opina Pinckney–. Hubo una movilización inicial para echar al presidente, pero luego supieron utilizar el momentum y mantener a la gente movilizada para impedir que el ejército monopolizase la transición democrática”.
Por último, Pinckney recomienda no caer en la tentación violenta. “Se produce un efecto de polarización, algunos dejan de simpatizar con los manifestantes y los empieza a ver como un peligro”, dice. La aparición de la violencia también facilita las cosas a los Estados para justificar la represión. “Violencia contra violencia, el Estado siempre tiene más posibilidades de vencer –señala–. Excepto los Estados muy débiles o que han perdido toda la legitimidad entre la población, cualquier Estado tendrá mucha más capacidad de utilizar la violencia de lo que nunca será capaz ningún movimiento de protesta”.
Fuente: Gemma Saura - La Vanguardia
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