viernes, 2 de octubre de 2020

El dilema de digitalizar la salud mental: más precisión, cero privacidad


Cuando la neuropsiquiatra Neguine Rezaii se mudó a Estados Unidos hace una década, dudaba si decirle a la gente que era iraní. En lugar de eso, decía que era persa. Recuerda; "Pensé que la gente probablemente no sabría qué era eso". Esta ambigüedad lingüística le resultaba útil: podía ocultar su vergüenza por el régimen de Mahmoud Ahmadinejad sin dejar de ser fiel a sí misma. "La gente solía sonreír y marcharse", cuenta. Ahora, está contenta de poder volver a decir que es iraní. 

No todos elegimos usar el lenguaje de forma tan consciente como Rezaii, pero las palabras que utilizamos son importantes. Los poetas, detectives y abogados llevan mucho tiempo examinando el lenguaje que usa la gente en busca de pistas para encontrar sus motivaciones y verdades internas. Los psiquiatras también, quizás incluso más. Al fin y al cabo, mientras que la medicina actual dispone de una serie de pruebas y herramientas técnicas para diagnosticar las enfermedades físicas, la principal herramienta de la psiquiatría es la misma desde hace siglos: la pregunta "¿Cómo te encuentras hoy?" Tal vez sea fácil de preguntar, pero no tanto de responder.

Rezaii, que trabaja en neuropsiquiatría en el Hospital General de Massachusetts (EE. UU.)., explica: "En psiquiatría ni siquiera tenemos nuestro propio estetoscopio. Se trata de hablar 45 minutos con un paciente y luego realizar un diagnóstico basado en esa conversación. No hay medidas objetivas. No hay números". 

No existe un análisis de sangre para diagnosticar la depresión, ningún escáner cerebral que pueda identificar la ansiedad antes de que suceda. Los pensamientos suicidas no se pueden diagnosticar mediante una biopsia y, aunque los psiquiatras están muy preocupados por los graves impactos sobre la salud mental que podría generar la pandemia de coronavirus (COVID-19), no tienen una manera fácil de detectarlos.

En el lenguaje médico, no existe ningún biomarcador fiable para ayudar a diagnosticar cualquier trastorno psiquiátrico. La búsqueda de atajos para encontrar alguna anomalía en la mente sigue en vano, manteniendo gran parte de la psiquiatría en el pasado y bloqueando el camino hacia el progreso. Por eso el diagnóstico resulta un proceso lento, difícil y subjetivo e impide que los investigadores comprendan la verdadera naturaleza y las causas de la gran variedad de enfermedades mentales o que desarrollen mejores tratamientos.

Pero, ¿y si existieran otras formas? ¿Y si no solo escucháramos las palabras, sino que las midiéramos? ¿Podría eso ayudar a los psiquiatras a seguir las pistas verbales que podrían conducir a nuestro estado mental?

Rezaii detalla: "Eso es básicamente lo que buscamos. Encontrar algunas características de comportamiento a las que podamos asignar números. Poder seguirlas de manera fiable y usarlas para la posible detección o diagnóstico de los trastornos mentales".

En junio de 2019, Rezaii publicó un artículo sobre un nuevo y radical enfoque que lograba exactamente eso. Su investigación mostró que nuestra forma de hablar y escribir puede revelar indicios tempranos de psicosis, y que los ordenadores pueden ayudarnos a detectar esos signos con una precisión increíble. Siguió las migas de pan del lenguaje para ver adónde conducían. 

Resulta que las personas propensas a escuchar voces suelen hablar sobre ellas. No mencionan explícitamente estas alucinaciones auditivas, pero usan palabras similares, como "sonido", "escuchar", "cantar", "ruido", con más frecuencia en una conversación normal. El patrón es tan sutil que ese aumento no podría detectarse solo escuchándolos hablar. Pero un ordenador sí es capaz de encontrarlos. Y después de realizar pruebas con docenas de pacientes psiquiátricos, Rezaii descubrió que el análisis del lenguaje podía predecir con más del 90 % de fiabilidad cuáles de ellos tenían probabilidades de desarrollar esquizofrenia, antes de que aparecieran los síntomas típicos. Ese hallazgo prometía un gran salto adelante.

En el pasado, captar información sobre alguien o analizar las declaraciones de una persona para llegar a un diagnóstico se basaba en la habilidad, la experiencia y las opiniones de cada psiquiatra. Pero gracias a la omnipresencia de los teléfonos inteligentes y las redes sociales, el lenguaje que la gente usa nunca había sido tan fácil de registrar, digitalizar y analizar.

Un creciente número de investigadores está examinando los datos que producimos, desde nuestra elección de palabras o nuestros patrones de sueño hasta la frecuencia con la que llamamos a nuestros amigos y lo que escribimos en Twitter y Facebook, para buscar signos de depresión, ansiedad, trastorno bipolar y otros síndromes. Para Rezaii y otros investigadores, la capacidad de recoger estos datos y analizarlos es el próximo gran avance en psiquiatría. Lo denominan "fenotipado digital".

Medir las palabras

En 1908, el psiquiatra suizo Eugen Bleuler dio el nombre a una enfermedad que él y sus compañeros estaban estudiando: la esquizofrenia. Señaló cómo los síntomas de este trastorno "encuentran su expresión en el lenguaje", pero añadió: "La anomalía no se encuentra en el propio lenguaje en sí, sino en lo que tiene que decir".

Bleuler fue uno de los primeros en centrarse en los llamados síntomas "negativos" de la esquizofrenia, la ausencia de algo que se observa en las personas sanas, que son menos notables que los llamados síntomas positivos, que indican la presencia de algo adicional, como las alucinaciones. Uno de los síntomas negativos más comunes es la alogia o la ausencia o disminución del lenguaje. Los pacientes hablan menos o no dicen mucho cuando hablan, utilizan frases poco claras, repetitivas y estereotipadas. El resultado es lo que los psiquiatras denominan baja densidad semántica.

La baja densidad semántica es un signo revelador de que un paciente podría estar en riesgo de psicosis. La esquizofrenia, una forma común de psicosis, suele desarrollarse desde finales de la adolescencia y poco después de cumplir los 20 en los hombres y en las mujeres un poco antes y después de cumplir los 30 pero, el desarrollo completo de la enfermedad suele estar precedido por una etapa preliminar con síntomas más leves.

Se llevan a cabo muchas investigaciones en personas que están en esta fase atenuada o "prodrómica". Los psiquiatras como Rezaii utilizan el lenguaje y otras medidas de comportamiento para tratar de identificar qué pacientes prodrómicos desarrollan la esquizofrenia completa y por qué. Basándose en otros proyectos de investigación que sugieren, por ejemplo, que las personas con alto riesgo de psicosis tienden a usar menos posesivos como "mío", "suyo" o "nuestro", Rezaii y sus colegas querían descubrir si un ordenador podría detectar la baja densidad semántica.

Los investigadores utilizaron las grabaciones de las conversaciones realizadas durante la última década con dos grupos de pacientes con esquizofrenia en la Universidad de Emory (EE. UU.). Dividieron cada frase hablada en una serie de ideas centrales para que un ordenador pudiera medir la densidad semántica. La frase "Bueno, creo que la política me provoca reacciones intensas" obtiene una puntuación alta, gracias a las palabras "intensas", "política" y "reacciones".

Pero la frase como "Ahora, ahora sé cómo mantenerme tranquilo con la gente porque es como no hablar es como, es como, saber cómo estar tranquilo con la gente, es como si ahora supiera cómo hacer eso" tiene muy baja densidad semántica. 

En la segunda prueba, el ordenador contaba la cantidad de veces que cada paciente usaba las palabras relacionadas con el sonido, buscando indicios sobre las voces que podían estar oyendo pero manteniéndolas en secreto. En ambos casos, los investigadores introdujeron en el ordenador una base de datos de lenguaje "normal" creada con las conversaciones online publicadas por 30.000 usuarios de Reddit.

Cuando los psiquiatras se encuentran con personas en la fase prodrómica, utilizan un conjunto estándar de entrevistas y pruebas cognitivas para predecir cuál de ellas desarrollará psicosis. Generalmente, aciertan 80 % de las veces. Al combinar los dos análisis de los patrones del habla, el ordenador de Rezaii lo logró al menos en un 90 %.

Rezaii subraya que hay un largo camino por recorrer antes de poder usar este descubrimiento en las clínicas para ayudar a predecir lo que sucederá con los pacientes. El estudio analizó la forma de hablar de solo 40 personas; el siguiente paso sería aumentar el tamaño de la muestra. Pero ya está trabajando en un software que podría analizar rápidamente las conversaciones que mantiene con sus pacientes.

La especialista explica: "Se trata de presionar un botón y los números salen. ¿Cuál es la densidad semántica del lenguaje del paciente? ¿Cuáles fueron las características sutiles de las que habló el paciente pero que no expresó necesariamente de una manera explícita? Si es una forma de adentrarse en las capas más profundas y subconscientes, sería genial". 

Los resultados también tienen una implicación obvia: si un ordenador puede detectar cambios tan sutiles de manera fiable, ¿por qué no controlar continuamente a las personas con mayor riesgo? 

Algo más que esquizofrenia

Aproximadamente una de cada cuatro personas en todo el mundo sufrirá algún síndrome psiquiátrico durante su vida. Dos de cada cuatro poseen un teléfono inteligente. El uso de los dispositivos para captar y analizar los patrones de voz y texto podría actuar como un sistema de alerta temprana. Eso daría tiempo a los médicos para intervenir con los que tienen mayor riesgo, quizás para observarlos más de cerca, o incluso para probar terapias para reducir la posibilidad de un episodio psicótico.

Los pacientes también pueden utilizar la tecnología para controlar sus propios síntomas. Los pacientes de salud mental a menudo son poco de fiar en lo que respecta a su salud: no pueden o no quieren identificar sus síntomas. Según el especialista postdoctoral que trabaja en salud digital en el Black Dog Institute en Sídney (Australia) Kit Huckvale, incluso podría servir de ayuda el control digital de mediciones básicas como la cantidad de horas de sueño, porque puede advertir a los pacientes de cuándo son más vulnerables a un deterioro de su enfermedad.

Huckvale detalla: "Al usar estos pequeños ordenadores que todos llevamos con nosotros, tal vez tengamos acceso a información sobre cambios en el comportamiento, la cognición o la experiencia que ofrecen fuertes señales sobre las futuras enfermedades mentales. O en efecto, solo de las primeras fases del problema".

Pero las máquinas no solo pueden detectar esquizofrenia. Probablemente, el uso más avanzado del fenotipado digital consiste en predecir los comportamientos de las personas con trastorno bipolar. Al estudiar los teléfonos de las personas, los psiquiatras han podido detectar las sutiles señales que preceden a una crisis. Cuando se acerca un bajón en el estado de ánimo, los sensores GPS en los teléfonos de los pacientes bipolares muestran que suelen estar menos activos. Responden menos a las llamadas, realizan menos llamadas y, en general, pasan más tiempo mirando la pantalla. En cambio, antes de una fase maníaca, se mueven más, envían más mensajes y pasan más tiempo hablando por teléfono. 

Desde marzo de 2017, cientos de pacientes dados de alta en los hospitales psiquiátricos de Copenhague (Dinamarca) reciben teléfonos personalizados para que los médicos puedan observar su actividad en remoto para detectar signos de mal humor o manía. Si los investigadores notan alguna conducta inusual o preocupante, se anima a los pacientes a hablar con un enfermero. Al observar y reaccionar a las señales de alerta temprana de esta manera, el estudio tiene como objetivo reducir el número de pacientes que sufre una recaída grave.

Estos proyectos necesitan el consentimiento de los participantes y prometen mantener la confidencialidad de los datos. Pero, a medida que los detalles sobre salud mental son absorbidos por el mundo de big data, los expertos han empezado a manifestar su preocupación por la privacidad.

"La adopción de esta tecnología definitivamente va más rápido que la normativa vigente. Incluso se ha adelantado al debate público. Es necesario que haya un serio debate público sobre el uso de tecnologías digitales en el contexto de la salud mental", opina el especialista en las leyes y políticas de salud mental en el Instituto de Equidad Social de Melbourne (Australia) Piers Gooding.

Los científicos ya han utilizado algunos vídeos publicados por familiares en YouTube, sin pedir el consentimiento explícito, para entrenar las máquinas para encontrar movimientos corporales distintivos de niños con autismo. Otros han analizado las publicaciones de Twitter para rastrear los comportamientos relacionados con la transmisión del VIH, mientras que las compañías de seguros en Nueva York (EE. UU.) están oficialmente autorizadas a estudiar los feeds de Instagram de las personas antes de calcular sus primas de seguro de vida.

A medida que la tecnología rastrea y analiza nuestra conducta y estilo de vida con cada vez más precisión, a veces con nuestro conocimiento y otras sin él, las oportunidades para que otros controlen nuestro estado mental de forma remota aumentan rápidamente. 

Proteger la privacidad

En teoría, las leyes de privacidad deberían prohibir el uso de los datos sobre salud mental. En EE. UU., la ley HIPAA lleva 24 años regulando el intercambio de datos de carácter médico, y la ley de protección de datos de Europa, el Reglamento general de protección de datos (RGPD), teóricamente debería prevenirlo también. Pero el informe de 2019 del organismo de control de la privacidad Privacy International descubrió que los sitios web más populares sobre depresión en Francia, Alemania y Reino Unido compartían los datos de sus usuarios con anunciantes, corredores de datos y grandes empresas tecnológicas, mientras que algunas páginas web que ofrecen pruebas sobre la depresión filtraron las respuestas y resultados de los test a terceros.

Gooding señala que, durante varios años, la policía canadiense compartió los datos de las personas que habían intentado suicidarse con las autoridades fronterizas estadounidenses, que luego no les permitía la entrada al país. En 2017, una investigación concluyó que esa práctica era ilegal y se dejó de utilizar. 

Pocas personas negarían que se trataba de una invasión de la privacidad. Al fin y al cabo, la información médica debería ser intocable. Incluso con los diagnósticos de alguna enfermedad mental, las leyes de todo el mundo tendrían que impedir la discriminación en el trabajo y en otros lugares. 

Pero a algunos especialistas en ética les preocupa que el fenotipado digital difumine los límites sobre lo que podría o debería clasificarse, regularse y protegerse como datos médicos. 

Si se examinan las minucias de nuestra vida diaria en busca de pistas sobre nuestra salud mental, entonces nuestra "vía de escape digital" (los datos sobre qué palabras elegimos, lo rápido que respondemos a los mensajes y llamadas, con qué frecuencia deslizamos el dedo hacia la izquierda, qué publicaciones nos gustan) podría revelar a los demás, como mínimo, tanto sobre nuestro estado mental como lo que está en nuestros registros médicos confidenciales. Y eso es algo casi imposible de esconder.

La bioética de la Universidad de Stanford (EE. UU.) Nicole Martinez-Martin afirma: "La tecnología nos ha llevado más allá de los paradigmas tradicionales que protegían ciertos tipos de información. Cuando cualquier dato tiene potencial de convertirse en información sobre la salud, entonces hay muchas dudas sobre si aún tiene sentido ese tipo de excepción en cuanto la información médica".

La información sobre la atención médica, añade, solía ser fácil de clasificar y, por lo tanto, de proteger, porque la generaban los proveedores sanitarios y se mantenía en las instituciones clínicas, cada una de las cuales tenía sus propias regulaciones para salvaguardar las necesidades y derechos de sus pacientes. Hoy en día, las empresas comerciales, que no disponen de esas normas, están desarrollando muchas formas de rastrear y controlar la salud mental utilizando las señales de nuestras actividades diarias.

Facebook, por ejemplo, afirma utilizar algoritmos de inteligencia artificial para identificar a usuarios en riesgo de suicidio, al filtrar el lenguaje de las publicaciones y los comentarios de amigos y familiares preocupados. La red social asegura que ha alertado a las autoridades en al menos 3.500 casos. Pero los investigadores independientes se quejan de que no ha revelado cómo funciona su sistema o qué hace con los datos que recoge.

Gooding subraya: "Aunque los esfuerzos de prevención del suicidio son de vital importancia, esta no es la solución. No hay ninguna investigación sobre la fiabilidad, escala o efectividad de esta iniciativa, como tampoco hay datos sobre qué es lo que la empresa hace exactamente con la información para seguir cada aparente crisis. Eso básicamente se esconde detrás de la cortina de las leyes de secretos comerciales". 

Los problemas no ocurren solo en el sector privado. Rezaii señala que, aunque los investigadores que trabajan en universidades e institutos de investigación están sujetos a una red de permisos para garantizar el consentimiento, la privacidad y la aprobación ética, algunas prácticas universitarias podrían alentar y permitir el uso indebido del fenotipado digital.

La especialista cuenta: "Cuando publiqué mi estudio sobre la predicción de la esquizofrenia, los editores querían que fuera totalmente accesible y me parecía bien porque estoy a favor de lo libre y gratuito. Pero, ¿qué pasaría si alguien lo usara para crear una aplicación y predecir algo sobre adolescentes diferentes? Eso es un riesgo. Las revistas han insistido en que los algoritmos se publiquen de forma gratuita. Ya se han descargado 1.060 veces. No sé con qué propósito, y eso me incomoda". 

Además de las preocupaciones sobre privacidad, a algunos les preocupa que el fenotipado digital simplemente esté sobrevalorado.

La especialista en la filosofía de la psiquiatría de la Universidad de Texas en San Antonio (EE. UU.) Serife Tekin cree que los psiquiatras tienen un largo historial de recurrir a las últimas tecnologías como un intento de que sus diagnósticos y tratamientos parezcan más basados en pruebas. Desde las lobotomías hasta la llamativa promesa de los escáneres cerebrales, este campo tiende a moverse con enormes oleadas de optimismo acrítico que luego demuestra ser infundado, y el fenotipado digital podría ser simplemente el último ejemplo de eso, según su opinión. 

Y advierte: "La psiquiatría contemporánea está en crisis. Pero es cuestionable si la solución a la crisis de la investigación de la salud mental es el fenotipado digital. Cuando seguimos poniendo todos nuestros huevos en una cesta, eso no responde realmente a la complejidad del problema".

¿Se puede modernizar la salud mental?

Rezaii reconoce que ella y otras personas que trabajan con el fenotipado digital a veces están cegadas por el brillante potencial de la tecnología. Y admite: "Hay cosas en las que no he pensado porque estamos muy ilusionados con la idea de obtener la mayor cantidad de datos posible sobre esta señal oculta en el lenguaje".

Pero también sabe que la psiquiatría lleva demasiado tiempo basándose en poco más que conjeturas fundamentadas. La especialista sostiene: "No queremos sacar conclusiones cuestionables sobre lo que el paciente podría haber dicho o querido decir si hay una manera de averiguarlo objetivamente. Queremos grabarlos, presionar un botón y obtener algunos números. Al finalizar la sesión, tenemos los resultados. Ese es el ideal. En eso estamos trabajando". 

Rezaii cree que es natural que los psiquiatras modernos quieran usar teléfonos inteligentes y cualquier tecnología disponible. Considera que las discusiones sobre la ética y la privacidad son importantes, pero también lo es el hecho de que las empresas tecnológicas ya recogen la información sobre nuestro comportamiento y la utilizan, sin nuestro consentimiento, para fines menos nobles, como decidir quién pagará más por un taxi para un trayecto idéntico o esperará más tiempo para ser recogido. 

Y concluye: "Vivimos en un mundo digital. Siempre se puede hacer un mal uso de las cosas. Cuando un algoritmo ya está disponible, la gente puede descargarlo y usarlo en otros. No hay forma de evitarlo. Al menos en el mundo médico pedimos el consentimiento".

Imagen: Definicion

Fuente: MIT Technology Review

En la era digital, las ‘fake news’ somos nosotros


Según un informe reciente del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford, aproximadamente un tercio de los ciudadanos españoles suelen evitar el consumo de noticias con frecuencia porque les hace sentir impotentes frente a los problemas sociales. La pandemia no parece haber ayudado a esa sensación de desamparo: la infodemia, los bulos y la desconfianza generalizada en los medios de comunicación se han agudizado en los últimos meses. Borja Bergareche (Bilbao, 1977) lleva más de quince años trabajando como periodista, ejecutivo digital y asesor internacional, tras dirigir la rama de innovación del grupo Vocento, hoy es director de Comunicación Digital e Innovación en la consultora sueca Kreab. Aunque él mismo reconoce que el panorama actual es desolador, en esta conversación aborda cómo poner los mimbres para mejorar la transparencia y depurar el debate público en medio del imperio de los bulos. Spoiler: la respuesta no llegará solamente con más tecnología.

Esta semana se celebraba el Día Internacional del Acceso Universal a la Información (right to know day) que, aunque en España no es demasiado conocido, fue establecido hace cinco años por la Unesco como una forma de reivindicar una mayor transparencia con la sociedad civil. Este año la cita se ha centrado en el derecho a la información en tiempos de crisis y en la necesidad de contar con un acceso público a la información para salvar vidas y ayudar a formular políticas sólidas.

¿Cuáles crees que han sido los mayores fallos –y aciertos– en cuanto a la gestión de la comunicación de la crisis sanitaria en España?

La pandemia del coronavirus ha traído numerosos first a la España democrática. Cosas que no habíamos visto nunca, como el confinamiento domiciliario de un país entero para derrotar a un manojo microscópico de ADN y proteínas; y cosas que pensábamos que no veríamos nunca, como el encanallamiento actual de las relaciones entre Administraciones y poderes del Estado. En este contexto, la comunicación de crisis a una escala nacional era algo también a lo que no estábamos acostumbrados. Esta, y aplica tanto a empresas como a gobiernos, debe conjugar dos elementos básicos: eficacia y empatía, cada una en su justa medida. Y debe, siempre, ser accesoria y auxiliar al problema material que se quiere resolver, en este caso, una crisis sanitaria. Y creo que en la comunicación en torno al covid no se han respetado estas dos premisas básicas. Por un lado, ha faltado medida de las cosas. En los meses más duros, las autoridades pecaron de una hipercomunicación omnipresente y secuestrada en un paradigma de emergencia y emotividad. Si miramos a Francia, por ejemplo, los mensajes al país del primer ministro se producían cada dos o tres semanas, y las del jefe del Estado, de forma muy puntual. Por otro lado, la eficacia de la comunicación se ha visto mermada también por la tremenda politización de los datos oficiales y de los informes técnicos. Una estrategia de comunicación secuestrada por la lógica del poder neutraliza su eficacia pública. El acceso a una información creíble y de calidad en tiempos de crisis salva vidas; el sometimiento de esa comunicación pública de crisis a objetivos bastardos, como las luchas partidistas o los apriorismos ideológicos, ha costado vidas.

¿Cómo ayudaría un mayor acceso a la información a mejorar la confianza en las instituciones y en el propio sistema, aún más debilitados si cabe tras la pandemia? Antes de ella, juristas como Antonio Garrigues Walker planteaban ya la necesidad de un derecho a la verdad.

En España, los ciudadanos ya tenemos un derecho a la verdad, el problema está en una cultura política y burocrática reacia todavía a una asunción fair-play de la transparencia y un sistema político todavía inmaduro. Estamos lejos de las relaciones entre Administración y administrado que existen en un país como Suecia, un país al que tenemos como referencia muy cercana en Kreab, y en el que la ley de acceso a la información data de 1766. Pero avanzamos en la buena dirección. La Ley de Transparencia y Acceso a la Información de 2014, y las normativas autonómicas y locales que han ido llegando después, establecen obligaciones de transparencia activa a las Administraciones Públicas. Desarrolla un derecho de acceso a la información que ya estaba contemplado en el ordenamiento constitucional, y muy desarrollado en materia medioambiental, por ejemplo. Si a todo ello le sumamos derechos fundamentales como el de la libertad de prensa, en ese sentido podemos decir que el derecho a la verdad ya existe, entendido como el deber de los poderes públicos de facilitarnos a los ciudadanos toda la información y documentación pública necesaria para que podamos fiscalizar la gestión que hacen de nuestros impuestos. El problema, insisto, está en la permanente okupación –con k– por la lógica política y partidista de ámbitos de decisión, y por tanto de información, que deben pertenecer a los técnicos, los expertos o los burócratas (en el mejor sentido del término), a la sociedad civil o, incluso –visto lo visto–, a los científicos. Las absurdas guerras fratricidas en torno a las estadísticas del covid-19, la aguda politización del análisis de esos datos y la ideologización cainita del debate sobre las medidas son un cruel –y letal– indicador de lo lejos que estamos en España de la racionalidad política y el policy-making consensual que aporta la cultura de la transparencia.

Durante estos meses, hemos asistido a un bombardeo continuo de información sobre el coronavirus. De hecho, la OMS alertó de los peligros de esa infodemia. ¿Qué intereses se esconden detrás de las campañas de desinformación? O, dicho de otro modo, ¿a quién beneficia la confusión generalizada?

El panorama es desolador. Cuando más clarividencia y consenso necesitaba eso que antes llamábamos el orden internacional, más intoxicación y división tenemos. Pero afinemos el diagnóstico. Por un lado, los bulos y las teorías de la conspiración han existido siempre. Es alucinante ver cómo en 1918-1919 el porte de mascarillas contra la mal llamada gripe española desató debates similares a los actuales, y las mismas manifestaciones de negacionistas. Además, en la era digital, las fake news somos nosotros. Es decir, son nuestros comportamientos impulsivos –determinados, es verdad, por el «diseño para la adicción» de las plataformas de contenidos– a la hora de publicar y compartir en redes sociales y aplicaciones de mensajería los que aceleran y amplifican la circulación desbocada de ese escepticismo genético –llamémosle estupidez humana–. Como en tantas cosas, lo que ha hecho la crisis del coronavirus es agudizar un fenómeno que siempre estuvo ahí, y que se había acelerado dramáticamente en la era de la difusión algorítmica de la información. La infodemia cuesta vidas. Debemos ser militantes en combatir el irresistible encanto de las teorías de la conspiración desde la racionalidad política y el sentido común. El fenómeno de QAnon es delirante, y se extiende como un virus. Pero, de nuevo, sin unas relaciones Estado-ciudadano en las que el dueño soberano de la información pública es el administrado y no el administrador –eso que llamamos cultura de la transparencia y el acceso– no lograremos contrarrestar la peor pandemia global de todas: la imparable ola de desconfianza en las instituciones y en los poderes establecidos. El virus de la infodemia solo beneficia a los que tienen por programa político destruir, y no construir.

Con un pie en lo que parece ya una segunda ola, ¿qué hemos aprendido a nivel comunicativo de la primera? ¿Somos más críticos con la información o aún más crédulos?

En la parte de aprendizajes positivos, creo que hemos hecho bien en salir de ese paradigma de comunicación de estado de alarma en el que estuvimos hasta el verano, y que estaba demasiado anclado en la excepcionalidad y en las emociones. En la parte negativa, España tiene un problema muy grave de credibilidad ciudadana en las fuentes públicas de información. Y el problema no es Fernando Simón sí, Fernando Simón no. Más allá de los portavoces y de los partidos políticos, hay dos factores muy negativos que generan confusión y, por tanto, escepticismo. Por un lado, la fragmentación de las fuentes de información autorizadas debido a las líneas tan poco claras que establece el inmaduro federalismo asimétrico español. Orden–contraorden–desorden. Algo que no está ocurriendo, por ejemplo, en Estados muy descentralizados en materia sanitaria y de Salud Pública como Alemania. Por otro, la falta de mecanismos básicos de coordinación en los ámbitos técnicos, es decir, pre-políticos, ha provocado una inaudita falta de coherencia metodológica en el reporte estadístico de la crisis.

El coronavirus pilló a muchos medios españoles en plena transición hacia modelos de pago. ¿Crees que su implantación tendrá éxito, más aún cuando los ingresos por publicidad se han desplomado –se llegó a hablar de un 70%–? ¿Corremos el riesgo de reforzar ese pensamiento dominante, de que los periódicos den a sus lectores lo que quieren, por miedo a que cancelen su suscripción?

La apuesta de la industria por los modelos de suscripción implica un chute de dinámicas positivas para el periodismo. Desde el punto de vista del sector, supone una necesaria diversificación de las fuentes de ingresos para contrarrestar la sensibilidad a los ciclos económicos del negocio publicitario. Publicidad y periodismo han ido siempre de la mano, y lo seguirán haciendo. Pero que algunos grandes diarios estén en la senda de ser sostenibles solo con el ingreso que les aportan sus lectores, y la guinda que aporten los ingresos publicitarios, es revolucionario. Desde el punto de vista estratégico, es un modelo que refuerza a los editores y a las cabeceras frente al enorme poder de determinar la fisionomía del producto y del menú periodístico que habían adquirido las grandes plataformas tecnológicas como Google o Facebook. Desde el punto de vista del periodismo como bien común, es decir, de la riqueza, calidad y diversidad de las fuentes de información, la existencia de distintos modelos de negocio y de propiedad de los medios es la mejor garantía de un ecosistema informativo rico en matices y opciones. Con todas las dificultades que arrastra la industria desde hace una década, para las redacciones, en cuanto colectivo profesional y factoría en real-time de noticias, esta apuesta por los modelos de suscripción supone situar al ciudadano-lector en el centro de la toma de decisiones y del flujo editorial. El cambio más significativo a ese respecto es que las métricas con las que se mide el éxito de la tarea informativa de cada día, especialmente en el ámbito digital, están evolucionado desde las métricas más cuantitativas y a granel del paradigma de la distribución a las medidas más cualitativas, de atención real al contenido informativo por parte de lector, del nuevo paradigma de la suscripción. Creo, finalmente, que para los periodistas a nivel individual también libera efectos positivos, relacionados con la nueva intimidad que se crea con los lectores-suscriptores. Dicho todo esto, ¿es la suscripción la panacea que salvará a una industria que se enfrenta a muchas dificultades? No lo creo, y nadie en la industria –en la que he trabajado durante una década en Vocento– lo cree así. Pero el camino es, sin duda, interesante económicamente, y estimulante editorialmente.

Otro de los grandes problemas aparejados al coronavirus ha sido el de la difusión masiva de bulos, fundamentalmente a través de las redes. Señaladas como responsables, Facebook, Whatsapp o Twitter han implementado algunos cambios para combatirlos. ¿Son suficientes los algoritmos para eliminar esos contenidos que, en muchos casos, requieren la interpretación de un ser humano? ¿La tecnología refuerza esa predisposición a creernos lo que queremos creer?

Lo novedoso en este fenómeno no tan nuevo –¿servicios secretos de países donde hace mucho frío intentando manipular elecciones en países donde los bisontes corrían por las praderas?, ¡Qué escándalo!– es la dimensión. Al igual que la imprenta provocó una explosión en la circulación de ideas reformistas y contra-reformistas en Europa, la distribución de la información a través de plataformas algorítmicas como Google, Facebook o Youtube ha generado una ventana de oportunidad de una dimensión sin precedentes, y a escala global, para financiadores, productores y consumidores de noticias falsas y bulos. Cada plataforma es un mundo. Whatsapp, por ejemplo, es especialmente complejo a estos efectos al tratarse de comunicaciones cifradas persona a persona. Los gigantes tecnológicos propietarios de estas plataformas han cambiado de actitud y se han esforzado, sin duda, en aportar soluciones desde la «caída del caballo» con respecto al fenómeno, que podemos situar en la elección de Donald Trump en noviembre de 2016. Los algoritmos amplifican y aceleran el fenómeno, está claro. Pero, insisto, las fake news somos nosotros. La solución no está en reprogramarlos, sino en otro de los grandes debates de nuestra época que la pandemia está tapando: cómo lograr, con la participación de todos, una regulación inteligente de la economía digital.

¿Qué problemas supone dejar precisamente esa verificación en manos de los grandes gigantes propietarios de los datos, por ejemplo, Facebook? Hace unos meses, centenares de empresas llamaban a un boicot contra ella, en teoría, por no ser lo suficientemente activa contra los discursos de odio.

Siempre he simpatizado, cada vez que le he escuchado hablar en las conferencias anuales de Facebook, con la insistencia de Mark Zuckerberg de que Facebook no puede ser un censor de lo que es verdad y lo que no. Creo que tiene razón. De la misma manera, creo que el ethos del homo digitalis de Silicon Valley que encarna explica también la tardanza que ha tenido ese universo de programadores en zapatillas en comprender y aprehender las implicaciones políticas y sociales de los productos que diseñaban. Son conocidos los remordimientos del ingeniero que desarrolló el botón de like en Facebook. Pero la solución no puede estar solo en la tecnología. La decisión sobre qué es verdad y qué es mentira debe tomarla un ciudadano crítico y bien informado, que tiene a su alcance una variedad de fuentes informativas de calidad –cada una con sus colores, preferencias y especialidades–, y que dispone, además, de numerosos espacios digitales para la comunicación con sus conciudadanos en ese «plebiscito diario», ahora más virtual que presencial, que se supone que es la democracia. Ya sé que es una visión naif con la que está cayendo. Pero sigue siendo el escenario aspiracional. Y todo lo que emponzoñe este circuito virtuoso de la verdad –es decir, de una información basada en los hechos– debe ser revisado, mitigado o neutralizado, ya sea el efecto pernicioso de un algoritmo, la decisión irresponsable de un individuo, un incentivo espurio para hacer negocio, o un clima colectivo que favorece la mentira sobre la verdad. Cuidado con que diluyamos el valor de la palabra dada en un magma de deep fakes y pulsiones oscuras.

Hace un par de años, en un encuentro que abordaba precisamente las fake news, decías que precisamente los lectores nos hemos instalado en leer solamente las noticias que refuercen nuestras posiciones. En la era de las emociones, ¿se puede acabar con esa dinámica en un momento en el que, precisamente, esas trincheras parecen cada vez más profundas e inamovibles?

Hay tantas pasiones que enfriar, que no sabría ni por dónde empezar. Pero sí, es correcto afirmar que la configuración de los productos digitales que articulan la (presunta) convivencia, desde los chats de Whatsapp a las stories de Instagram a los videos recomendados de Youtube, incentivan la publicación y difusión de contenidos asociados a emociones. Las funcionalidades de compartir están diseñadas para ser un acto impulsivo, y no una decisión fría y madurada. En política, en tiempos de crisis y zozobra se encienden las pasiones. Lo hemos visto en muchos momentos de la Historia. La diferencia es que ahora su mecha tiene una larga vida en el ecosistema digital. Algo que han comprendido muy bien los partidos populistas y anti-sistema, que se han convertido rápidamente en los mejores alumnos de la clase online, o los difusores de teorías de la conspiración. Es conocido que, gracias sobre todo a Youtube, la creencia de que la tierra es plana tiene más adeptos que nunca. Así que, por responder de forma escueta, no tiene buena pinta.

Fuente: Ethic

jueves, 1 de octubre de 2020

La BBC ha liberado un espectacular banco con 16 mil efectos de sonido


La BBC (British Broadcasting Corporation), el servicio público de Radio y TV de Reino Unido, ha abierto un banco con 16,000 efectos de sonido que se pueden descargar en formato WAV, una opción bastante estándar que se puede convertir sin dificultad al más popular MP3. La licencia de RemArc permite que se puedan usar para fines personales, educativos o de investigación.

La plataforma ofrece una interface muy sencilla, con un buscador dinámico que nos ayuda a encontrar lo que estamos buscando. Es posible reproducir los sonidos en línea y descargarlos haciendo un clic. El catálogo está en inglés, pero podemos explorarlo utilizando un traductor en línea. Sonidos de bicicletas rodando, aulas escolares, hospitales, trenes, embotellamientos, huelgas obreras, entornos fabriles, maquinas funcionando, bares, y otras tantas creaciones en estudio.

Además de la cómoda página para las descargas, que divide los sonidos por categorías (animales, puertas, automóviles, etcétera) e incluye un buscador por palabras tambíen se puede acceder a un archivo de recursos y metadatos con más información sobre los sonidos en sí, su ubicación y otros datos importantes.

Es divertido echar un vistazo a las meticulosas descripciones de cada clip: «Sonido de un motor de gasolina de dos tiempos, arranque, funcionamiento, parada». «Dos elefantes barritando, con algunos pasos de fondo, mientras mastican». «Ruido de fondo tras el lanzamiento de la Lanzadera Espacial Columbia (grabado en el Centro Espacial de la NASA)».

Fuente: Tercera Via