Según un informe reciente del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford, aproximadamente un tercio de los ciudadanos españoles suelen evitar el consumo de noticias con frecuencia porque les hace sentir impotentes frente a los problemas sociales. La pandemia no parece haber ayudado a esa sensación de desamparo: la infodemia, los bulos y la desconfianza generalizada en los medios de comunicación se han agudizado en los últimos meses. Borja Bergareche (Bilbao, 1977) lleva más de quince años trabajando como periodista, ejecutivo digital y asesor internacional, tras dirigir la rama de innovación del grupo Vocento, hoy es director de Comunicación Digital e Innovación en la consultora sueca Kreab. Aunque él mismo reconoce que el panorama actual es desolador, en esta conversación aborda cómo poner los mimbres para mejorar la transparencia y depurar el debate público en medio del imperio de los bulos. Spoiler: la respuesta no llegará solamente con más tecnología.
¿Cuáles crees que han sido los mayores fallos –y aciertos– en cuanto a la gestión de la comunicación de la crisis sanitaria en España?
La pandemia del coronavirus ha traído numerosos first a la España democrática. Cosas que no habíamos visto nunca, como el confinamiento domiciliario de un país entero para derrotar a un manojo microscópico de ADN y proteínas; y cosas que pensábamos que no veríamos nunca, como el encanallamiento actual de las relaciones entre Administraciones y poderes del Estado. En este contexto, la comunicación de crisis a una escala nacional era algo también a lo que no estábamos acostumbrados. Esta, y aplica tanto a empresas como a gobiernos, debe conjugar dos elementos básicos: eficacia y empatía, cada una en su justa medida. Y debe, siempre, ser accesoria y auxiliar al problema material que se quiere resolver, en este caso, una crisis sanitaria. Y creo que en la comunicación en torno al covid no se han respetado estas dos premisas básicas. Por un lado, ha faltado medida de las cosas. En los meses más duros, las autoridades pecaron de una hipercomunicación omnipresente y secuestrada en un paradigma de emergencia y emotividad. Si miramos a Francia, por ejemplo, los mensajes al país del primer ministro se producían cada dos o tres semanas, y las del jefe del Estado, de forma muy puntual. Por otro lado, la eficacia de la comunicación se ha visto mermada también por la tremenda politización de los datos oficiales y de los informes técnicos. Una estrategia de comunicación secuestrada por la lógica del poder neutraliza su eficacia pública. El acceso a una información creíble y de calidad en tiempos de crisis salva vidas; el sometimiento de esa comunicación pública de crisis a objetivos bastardos, como las luchas partidistas o los apriorismos ideológicos, ha costado vidas.
¿Cómo ayudaría un mayor acceso a la información a mejorar la confianza en las instituciones y en el propio sistema, aún más debilitados si cabe tras la pandemia? Antes de ella, juristas como Antonio Garrigues Walker planteaban ya la necesidad de un derecho a la verdad.
En España, los ciudadanos ya tenemos un derecho a la verdad, el problema está en una cultura política y burocrática reacia todavía a una asunción fair-play de la transparencia y un sistema político todavía inmaduro. Estamos lejos de las relaciones entre Administración y administrado que existen en un país como Suecia, un país al que tenemos como referencia muy cercana en Kreab, y en el que la ley de acceso a la información data de 1766. Pero avanzamos en la buena dirección. La Ley de Transparencia y Acceso a la Información de 2014, y las normativas autonómicas y locales que han ido llegando después, establecen obligaciones de transparencia activa a las Administraciones Públicas. Desarrolla un derecho de acceso a la información que ya estaba contemplado en el ordenamiento constitucional, y muy desarrollado en materia medioambiental, por ejemplo. Si a todo ello le sumamos derechos fundamentales como el de la libertad de prensa, en ese sentido podemos decir que el derecho a la verdad ya existe, entendido como el deber de los poderes públicos de facilitarnos a los ciudadanos toda la información y documentación pública necesaria para que podamos fiscalizar la gestión que hacen de nuestros impuestos. El problema, insisto, está en la permanente okupación –con k– por la lógica política y partidista de ámbitos de decisión, y por tanto de información, que deben pertenecer a los técnicos, los expertos o los burócratas (en el mejor sentido del término), a la sociedad civil o, incluso –visto lo visto–, a los científicos. Las absurdas guerras fratricidas en torno a las estadísticas del covid-19, la aguda politización del análisis de esos datos y la ideologización cainita del debate sobre las medidas son un cruel –y letal– indicador de lo lejos que estamos en España de la racionalidad política y el policy-making consensual que aporta la cultura de la transparencia.
Durante estos meses, hemos asistido a un bombardeo continuo de información sobre el coronavirus. De hecho, la OMS alertó de los peligros de esa infodemia. ¿Qué intereses se esconden detrás de las campañas de desinformación? O, dicho de otro modo, ¿a quién beneficia la confusión generalizada?
El panorama es desolador. Cuando más clarividencia y consenso necesitaba eso que antes llamábamos el orden internacional, más intoxicación y división tenemos. Pero afinemos el diagnóstico. Por un lado, los bulos y las teorías de la conspiración han existido siempre. Es alucinante ver cómo en 1918-1919 el porte de mascarillas contra la mal llamada gripe española desató debates similares a los actuales, y las mismas manifestaciones de negacionistas. Además, en la era digital, las fake news somos nosotros. Es decir, son nuestros comportamientos impulsivos –determinados, es verdad, por el «diseño para la adicción» de las plataformas de contenidos– a la hora de publicar y compartir en redes sociales y aplicaciones de mensajería los que aceleran y amplifican la circulación desbocada de ese escepticismo genético –llamémosle estupidez humana–. Como en tantas cosas, lo que ha hecho la crisis del coronavirus es agudizar un fenómeno que siempre estuvo ahí, y que se había acelerado dramáticamente en la era de la difusión algorítmica de la información. La infodemia cuesta vidas. Debemos ser militantes en combatir el irresistible encanto de las teorías de la conspiración desde la racionalidad política y el sentido común. El fenómeno de QAnon es delirante, y se extiende como un virus. Pero, de nuevo, sin unas relaciones Estado-ciudadano en las que el dueño soberano de la información pública es el administrado y no el administrador –eso que llamamos cultura de la transparencia y el acceso– no lograremos contrarrestar la peor pandemia global de todas: la imparable ola de desconfianza en las instituciones y en los poderes establecidos. El virus de la infodemia solo beneficia a los que tienen por programa político destruir, y no construir.
Con un pie en lo que parece ya una segunda ola, ¿qué hemos aprendido a nivel comunicativo de la primera? ¿Somos más críticos con la información o aún más crédulos?
En la parte de aprendizajes positivos, creo que hemos hecho bien en salir de ese paradigma de comunicación de estado de alarma en el que estuvimos hasta el verano, y que estaba demasiado anclado en la excepcionalidad y en las emociones. En la parte negativa, España tiene un problema muy grave de credibilidad ciudadana en las fuentes públicas de información. Y el problema no es Fernando Simón sí, Fernando Simón no. Más allá de los portavoces y de los partidos políticos, hay dos factores muy negativos que generan confusión y, por tanto, escepticismo. Por un lado, la fragmentación de las fuentes de información autorizadas debido a las líneas tan poco claras que establece el inmaduro federalismo asimétrico español. Orden–contraorden–desorden. Algo que no está ocurriendo, por ejemplo, en Estados muy descentralizados en materia sanitaria y de Salud Pública como Alemania. Por otro, la falta de mecanismos básicos de coordinación en los ámbitos técnicos, es decir, pre-políticos, ha provocado una inaudita falta de coherencia metodológica en el reporte estadístico de la crisis.
El coronavirus pilló a muchos medios españoles en plena transición hacia modelos de pago. ¿Crees que su implantación tendrá éxito, más aún cuando los ingresos por publicidad se han desplomado –se llegó a hablar de un 70%–? ¿Corremos el riesgo de reforzar ese pensamiento dominante, de que los periódicos den a sus lectores lo que quieren, por miedo a que cancelen su suscripción?
La apuesta de la industria por los modelos de suscripción implica un chute de dinámicas positivas para el periodismo. Desde el punto de vista del sector, supone una necesaria diversificación de las fuentes de ingresos para contrarrestar la sensibilidad a los ciclos económicos del negocio publicitario. Publicidad y periodismo han ido siempre de la mano, y lo seguirán haciendo. Pero que algunos grandes diarios estén en la senda de ser sostenibles solo con el ingreso que les aportan sus lectores, y la guinda que aporten los ingresos publicitarios, es revolucionario. Desde el punto de vista estratégico, es un modelo que refuerza a los editores y a las cabeceras frente al enorme poder de determinar la fisionomía del producto y del menú periodístico que habían adquirido las grandes plataformas tecnológicas como Google o Facebook. Desde el punto de vista del periodismo como bien común, es decir, de la riqueza, calidad y diversidad de las fuentes de información, la existencia de distintos modelos de negocio y de propiedad de los medios es la mejor garantía de un ecosistema informativo rico en matices y opciones. Con todas las dificultades que arrastra la industria desde hace una década, para las redacciones, en cuanto colectivo profesional y factoría en real-time de noticias, esta apuesta por los modelos de suscripción supone situar al ciudadano-lector en el centro de la toma de decisiones y del flujo editorial. El cambio más significativo a ese respecto es que las métricas con las que se mide el éxito de la tarea informativa de cada día, especialmente en el ámbito digital, están evolucionado desde las métricas más cuantitativas y a granel del paradigma de la distribución a las medidas más cualitativas, de atención real al contenido informativo por parte de lector, del nuevo paradigma de la suscripción. Creo, finalmente, que para los periodistas a nivel individual también libera efectos positivos, relacionados con la nueva intimidad que se crea con los lectores-suscriptores. Dicho todo esto, ¿es la suscripción la panacea que salvará a una industria que se enfrenta a muchas dificultades? No lo creo, y nadie en la industria –en la que he trabajado durante una década en Vocento– lo cree así. Pero el camino es, sin duda, interesante económicamente, y estimulante editorialmente.
Otro de los grandes problemas aparejados al coronavirus ha sido el de la difusión masiva de bulos, fundamentalmente a través de las redes. Señaladas como responsables, Facebook, Whatsapp o Twitter han implementado algunos cambios para combatirlos. ¿Son suficientes los algoritmos para eliminar esos contenidos que, en muchos casos, requieren la interpretación de un ser humano? ¿La tecnología refuerza esa predisposición a creernos lo que queremos creer?
Lo novedoso en este fenómeno no tan nuevo –¿servicios secretos de países donde hace mucho frío intentando manipular elecciones en países donde los bisontes corrían por las praderas?, ¡Qué escándalo!– es la dimensión. Al igual que la imprenta provocó una explosión en la circulación de ideas reformistas y contra-reformistas en Europa, la distribución de la información a través de plataformas algorítmicas como Google, Facebook o Youtube ha generado una ventana de oportunidad de una dimensión sin precedentes, y a escala global, para financiadores, productores y consumidores de noticias falsas y bulos. Cada plataforma es un mundo. Whatsapp, por ejemplo, es especialmente complejo a estos efectos al tratarse de comunicaciones cifradas persona a persona. Los gigantes tecnológicos propietarios de estas plataformas han cambiado de actitud y se han esforzado, sin duda, en aportar soluciones desde la «caída del caballo» con respecto al fenómeno, que podemos situar en la elección de Donald Trump en noviembre de 2016. Los algoritmos amplifican y aceleran el fenómeno, está claro. Pero, insisto, las fake news somos nosotros. La solución no está en reprogramarlos, sino en otro de los grandes debates de nuestra época que la pandemia está tapando: cómo lograr, con la participación de todos, una regulación inteligente de la economía digital.
¿Qué problemas supone dejar precisamente esa verificación en manos de los grandes gigantes propietarios de los datos, por ejemplo, Facebook? Hace unos meses, centenares de empresas llamaban a un boicot contra ella, en teoría, por no ser lo suficientemente activa contra los discursos de odio.
Siempre he simpatizado, cada vez que le he escuchado hablar en las conferencias anuales de Facebook, con la insistencia de Mark Zuckerberg de que Facebook no puede ser un censor de lo que es verdad y lo que no. Creo que tiene razón. De la misma manera, creo que el ethos del homo digitalis de Silicon Valley que encarna explica también la tardanza que ha tenido ese universo de programadores en zapatillas en comprender y aprehender las implicaciones políticas y sociales de los productos que diseñaban. Son conocidos los remordimientos del ingeniero que desarrolló el botón de like en Facebook. Pero la solución no puede estar solo en la tecnología. La decisión sobre qué es verdad y qué es mentira debe tomarla un ciudadano crítico y bien informado, que tiene a su alcance una variedad de fuentes informativas de calidad –cada una con sus colores, preferencias y especialidades–, y que dispone, además, de numerosos espacios digitales para la comunicación con sus conciudadanos en ese «plebiscito diario», ahora más virtual que presencial, que se supone que es la democracia. Ya sé que es una visión naif con la que está cayendo. Pero sigue siendo el escenario aspiracional. Y todo lo que emponzoñe este circuito virtuoso de la verdad –es decir, de una información basada en los hechos– debe ser revisado, mitigado o neutralizado, ya sea el efecto pernicioso de un algoritmo, la decisión irresponsable de un individuo, un incentivo espurio para hacer negocio, o un clima colectivo que favorece la mentira sobre la verdad. Cuidado con que diluyamos el valor de la palabra dada en un magma de deep fakes y pulsiones oscuras.
Hace un par de años, en un encuentro que abordaba precisamente las fake news, decías que precisamente los lectores nos hemos instalado en leer solamente las noticias que refuercen nuestras posiciones. En la era de las emociones, ¿se puede acabar con esa dinámica en un momento en el que, precisamente, esas trincheras parecen cada vez más profundas e inamovibles?
Hay tantas pasiones que enfriar, que no sabría ni por dónde empezar. Pero sí, es correcto afirmar que la configuración de los productos digitales que articulan la (presunta) convivencia, desde los chats de Whatsapp a las stories de Instagram a los videos recomendados de Youtube, incentivan la publicación y difusión de contenidos asociados a emociones. Las funcionalidades de compartir están diseñadas para ser un acto impulsivo, y no una decisión fría y madurada. En política, en tiempos de crisis y zozobra se encienden las pasiones. Lo hemos visto en muchos momentos de la Historia. La diferencia es que ahora su mecha tiene una larga vida en el ecosistema digital. Algo que han comprendido muy bien los partidos populistas y anti-sistema, que se han convertido rápidamente en los mejores alumnos de la clase online, o los difusores de teorías de la conspiración. Es conocido que, gracias sobre todo a Youtube, la creencia de que la tierra es plana tiene más adeptos que nunca. Así que, por responder de forma escueta, no tiene buena pinta.
Fuente: Ethic
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