El comité que otorga el Premio Nobel de Física ha decidido apartarse una vez más de los descubrimientos con aplicación práctica (en 2014, por ejemplo, lo otorgó a los descubridores de diodos de luz azul), volteando su atención a un asunto de ciencia fundamental y, en este caso, de carácter ontológico: el ser del Universo. Los galardonados, Roger Penrose, matemático de trayectoria polémica, y los astrofísicos Reinhardt Genzel y Andrea Ghez, son herederos de antiguas creencias cosmogónicas, reformuladas a través de dos instrumentos de navegación, esenciales para sobrevivir como especie: la especulación científica y la evidencia experimental, que juntas dan como resultado una ciencia novedosa, la más joven de la historia y, al mismo tiempo, la más antigua: la cosmología.
Gerardo Herrera Corral, avezado cazador de partículas subatómicas, ya sean aquellas que surgen en los grandes aceleradores, como el del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN), y las que provienen del cosmos, nos dice: “En efecto, la idea teórica de los hoyos negros fue reconocida desde que la colaboración LIGO confirmara la detección directa de ondas gravitacionales en 2015 y, de esa manera se estableciera evidencia indirecta acerca de la existencia de hoyos negros. Sobre todo, luego de que se observara la galaxia Messier 87 (M87). Con ese espaldarazo, el comité del Nobel ha dado el paso. Penrose es, sin duda, el Higgs de este año”.
En 2013, Peter Higgs, físico teórico de origen escocés, fue reconocido con el Nobel por haber pronosticado, cincuenta años atrás, la existencia de una partícula clave –el bosón que lleva su nombre– en la explicación más aceptada para entender por qué las cosas son como son en el Universo, el Modelo Estándar de la Materia. La confirmación, como en el caso de Penrose con el paciente y laborioso trabajo de los astrofísicos Genzel y Ghez, provino del experimento ATLAS, que aún sigue dando de qué hablar en el concierto del CERN.
Le pregunto a Herrera si piensa que significa algo el que le hayan dado la mitad del premio a un teórico y la cuarta parte a dos experimentales. “Se puede leer de varias maneras”, me dice. “Una, la que se desprende de la sombra de Hawking. En realidad, creo que el criterio fue, simplemente, reconocer la parte teórica y la parte experimental. Así que se repartió salomónicamente, una mitad a la teoría y la otra al hallazgo.”
La pregunta que no deja de zumbarnos en la cabeza es: Si Stephen Hawking aún viviera, ¿habría recibido el premio? “Aunque nunca se ha otorgado el Nobel de Física a más de tres personas, la respuesta es sí, definitivamente, pues ambos, Hawking, a los 23 años de edad, y Penrose, de 34, fueron autores del trabajo seminal, publicado en 1965, donde enunciaron los teoremas que establecen la presencia de singularidades en la teoría general de la relatividad,” dice Herrera.
Semejantes singularidades se encuentran en el fondo de los hoyos negros, objetos extravagantes cuyo apetito por la materia luminosa que salpica el Universo no es más que una prueba de que las estrellas evolucionan. La flecha del tiempo ejerce su autoridad, amenazada por el interior de los hoyos negros, región del espacio-tiempo de la que sabemos casi nada.
El premio de este año también es un reconocimiento a un grupo de filósofos naturales, quienes se abrieron paso entre la especulación cuasiesotérica de una cosmología sin soporte experimental, sentando las bases del binomio constituido por la astrofísica y las matemáticas. Todo empezó con las predicciones de John Michell en 1783 y de Pierre-Simon Laplace entre 1796 y 1799, acerca de la posibilidad de inferir la existencia de un cuerpo sideral, oculto y lejano, a partir de la observación de otro cerca de él. Eso fue precisamente lo que hicieron, cada uno por su parte, Genzel, Ghez y sus colaboradores, el primero en el complejo de observatorios localizados en el desierto chileno de Atacama, y la segunda desde el observatorio William M. Keck, instalado en el monte Mauna Kea de las islas hawaiianas.
No es posible olvidar el trabajo del astrónomo Karl Schwarzschild, quien en enero de 1916 publicó una solución a las ecuaciones de campo en la propuesta general sobre la relatividad de Einstein, en donde aseguraba que la curvatura del espacio-tiempo podía explicarse debido a la presencia de una masa esféricamente simétrica, estática. Desde entonces esta herramienta matemática resultó ser una panacea para resolver diversos enigmas cosmológicos, como la precesión en el perihelio de la órbita de Mercurio (es decir, el efecto de la curvatura sobre dicho planeta, cada vez más pronunciada, cuando orbita alrededor del Sol); la posibilidad de que un haz de luz se curve cuando pasa cerca de una estrella y el experimento de Pound-Rebka, mediante el cual se confirmó la dilatación del tiempo debido a la gravedad.
El matemático francés Paul Painlevé y un maestro en óptica sueco, Allvar Gullstrand, creyeron haber hallado en 1921, cada uno por su parte, soluciones alternativas a la solución de Schwarzschild. Sin embargo, dieciséis años después Georges Lemaître, el sacerdote belga aficionado a la astronomía, los refutó, demostrando que se trataba de una simple reformulación de la propuesta del mismo Schwarzschild. En 1939, Robert Oppenheimer y Hartland Snyder encontraron nuevas implicaciones matemáticas y las llevaron más allá: descubrieron un horizonte de sucesos, señales de que existe una hipersuperficie en la frontera del espacio-tiempo, la última sombra antes del negro absoluto. Lo que hay del otro lado nos resulta impenetrable aún. Pero fue posible llevar a cabo algunas inferencias, sobre todo a partir de los años de 1950, creando, día con día, una carta estelar, gracias a las nuevas generaciones de telescopios, las nuevas ventanas al cosmos.
Como nos dice Gerardo Herrera, “el que la colaboración Event Horizon Telescope (EHT) haya logrado observar M87 inclinó la decisión del comité del Nobel este año hacia la cosmología. Como sabemos, la trascendental imagen del centro de la Vía Láctea muestra un horizonte de sucesos, o eventos, lo cual representa evidencia irrefutable de que tales objetos existen. Tanto LIGO como EHT, en el que participa el Gran Telescopio Milimétrico instalado en la Sierra Negra de Puebla, están abriendo un nuevo campo, ampliando la visión que tenemos del Universo. Ahora tenemos un mapa cada vez más completo del cielo. Aprenderemos mucho de esta fuerza de la naturaleza, así como del espacio-tiempo, en las próximas décadas”.
Imagen: nobelprize.org
Fuente: Letras Libres
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