Una de las primeras cosas que una aprende cuando se interesa por la ciencia es que los asuntos aparentemente más triviales, aquellos que parece que no tienen ninguna transcendencia, esconden una realidad compleja difícil de explicar. Pensemos, por ejemplo, en el sencillo acto de coger un huevo de la nevera (si todavía los guardáis ahí) y dejarlo sobre la encimera. Parece sencillo, pero, sin embargo, se trata de una habilidad de alta destreza. De alguna manera, nuestro cerebro sabe la fuerza exacta que tiene que hacer para conseguir dejar el huevo sano y salvo: ni tanta como para romperlo, ni tan poca como para dejarlo caer. En ese cálculo, nuestro cerebro utiliza información, al menos, sobre la fuerza que tienen nuestras manos y sobre la resistencia de la cáscara de huevo. Buena prueba de ello la tenemos en algunas películas de Spiderman, donde el muchacho, nada más recibir sus poderes arácnidos, va por ahí rompiendo puertas y objetos. Su cerebro, pobre, no ha tenido tiempo de recalcular la fuerza que tiene que hacer con la nueva situación.
Lamentablemente, no os puedo explicar el modo en el que nuestro cerebro aprende a manejar objetos delicados. Pero sí puedo hablaros de otro asunto aparentemente trivial y que, sin embargo, mirado de cerca, esconde una complejidad inesperada. Me refiero a la conversación coloquial. De nuevo, que sea un acto tan cotidiano hace que nos parezca sencillo de llevar a cabo, pero si me acompañáis y lo observamos de cerca, pronto comprobaréis que implica una extraordinaria habilidad por parte de nuestro cerebro. Y es que en menos de 200 ms. (que es lo máximo que tardamos de media en responder), somos capaces de entender lo que nos dicen, saber para qué nos lo dicen y elaborar una respuesta satisfactoria. Esto es, si escucho un enunciado como ¿Puedes abrir la ventana?, entiendo la pregunta, interpreto que me está pidiendo que realice una conducta y actúo en consecuencia. ¿Cómo lo hago?
En el siglo XX, autores como John Searle consideraban que nuestro cerebro atendía de forma serial a todas estas preguntas: en primer lugar, descodificaba el enunciado (en nuestro ejemplo, entiendo la pregunta); en segundo lugar, interpretaba la intención con que estaba hecha (esto es, no me pregunta por mi capacidad psicomotriz, sino que me pide que haga algo) y, por último, actuaba. Sin embargo, la investigación psicolingüística de los últimos veinte años no permite sostener esta propuesta. No solo es que respondamos con demasiada rapidez para el modelo serial tradicional (200 ms. no son suficientes para hacer el proceso paso a paso), sino que diversos experimentos han revelado que interpretamos lo que nos quieren decir de forma extraordinariamente temprana, en los primeros milisegundos de la interacción. Esto es, nuestro cerebro no espera a escuchar todo el enunciado para dar una interpretación, sino que, desde la segunda palabra de nuestro interlocutor, ya estamos prediciendo qué va a decir y con qué intención. Nuestro cerebro no es reactivo, sino que se anticipa a los acontecimientos. Esto explicaría esa manía tan inoportuna que algunos tenemos de terminar las frases de los demás cuando estos se demoran en acabarlas.
Esta predicción está basada en múltiples informaciones que llegan en paralelo: la situación comunicativa, nuestro conocimiento del otro (cuanto más familiar, más fácil es conversar), las microexpresiones de su cara, su lenguaje corporal o la entonación, entre otros elementos. Cognición y emoción a nuestro servicio. No obstante, toda esa cantidad de información que llega al mismo tiempo no es suficiente para explicar de forma satisfactoria el éxito de nuestras predicciones. Si las conversaciones son exitosas es gracias también al alto componente ritual que conllevan. En nuestro proceso de socialización aprendemos determinados usos sociales altamente frecuentes en nuestras conversaciones. De ahí que sea tan difícil, al principio, hacerlo en una segunda lengua.
Conversar, al igual que ocurre con otros actos cotidianos, es posible gracias a que contamos con un cerebro que no se limita a reaccionar al ambiente, sino que predice lo que va a pasar. La mayor parte de las veces, además, acierta. Y cuando falla (y se le cae el huevo, o lo rompe, o malinterpreta al amigo), farfulla un perdón o una maldición, sonríe discretamente y, sobre todo, aprende a recalcular para la próxima vez. El cerebro es maravilloso.
Fuente: Letras Libres
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