Según Robert Sapolsky, biólogo y neurocientífico de la Universidad Stanford y ganador de la beca que otorga la Fundación MacArthur, el libre albedrío no existe. Durante décadas, Sapolsky trabajó como primatólogo de campo antes de dedicarse a la neurociencia y ha pasado toda su carrera profesional investigando el comportamiento en todo el reino animal y escribiendo acerca de ello en libros como Compórtate: La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos y El mono enamorado y otros ensayos sobre nuestra vida animal.
En su libro más reciente, Determined: A Science of Life Without Free Will, Sapolsky confronta y refuta los argumentos biológicos y filosóficos del libre albedrío. El investigador sostiene que no hay agentes libres, sino que la biología, las hormonas, nuestra infancia y las circunstancias de vida convergen para generar acciones que nada más sentimos que eran nuestra elección.
Sapolsky reconoce que se trata de una afirmación provocadora, pero se conforma con que los lectores solo comenzaran a cuestionar esa creencia, la cual está inmersa en nuestro discurso cultural. Eliminar el libre albedrío “atenta por completo contra nuestro sentido de identidad y autonomía y de dónde obtenemos propósito”, afirmó, y esto hace que sea especialmente difícil eliminar la idea.
Sapolsky señala que hay algunas implicaciones importantes: sin libre albedrío, nadie podría considerarse responsable de su comportamiento, bueno o malo. Sapolsky ve esto como “liberador” para la mayoría de las personas, para quienes “la vida ha girado en torno a ser culpadas, castigadas, despojadas e ignoradas por cosas sobre las que no tienen ningún control”.
Sapolsky habló en una serie de entrevistas acerca de los desafíos que presenta el libre albedrío y cómo se mantiene motivado sin este. Estas conversaciones fueron editadas y condensadas para su mayor claridad.
—Para la mayoría de las personas, el libre albedrío significa estar a cargo de nuestras acciones. ¿Qué tiene de malo esta idea?
—Es una definición totalmente inservible. Cuando la mayor parte de las personas creen que están distinguiendo el libre albedrío, a lo que se refieren es que alguien tenía la intención de hacer lo que hizo: algo acaba de suceder; alguien actuó. Entendían las consecuencias y sabían que había disponibles otros comportamientos alternativos.
Pero eso no sirve para explicarlo, ni remotamente, porque tenemos que preguntarnos: ¿de dónde salió esa intención? Fue algo que ocurrió un minuto antes, en los años previos, y todo lo que hay en medio.
Para que haya esa clase de libre albedrío, tendría que funcionar a un nivel biológico totalmente independiente de la historia de ese organismo. Podrías identificar las neuronas que provocaron un comportamiento determinado y no importaría lo que estuviera haciendo ninguna otra neurona del cerebro, cuál fue el entorno, cuáles fueron los niveles hormonales de la persona ni en qué cultura fue criada. Si me demuestran que esas neuronas harían exactamente lo mismo en caso de que todas estas otras cosas cambiaran, entonces me habrían demostrado el libre albedrío.
—Entonces, si hoy uso una camisa azul o roja, ¿según usted, en realidad yo no lo decidí?
—Así es. Puede desarrollarse en los segundos previos. Los estudios demuestran que cuando estamos sentados en una habitación que huele horrible, las personas nos volvemos más conservadoras en términos sociales. Parte de eso tiene que ver con la genética: cuáles son sus receptores olfativos. Con la infancia: qué condicionamientos tuvieron para ciertos olores. Todo eso afecta el resultado.
—¿Y con respecto a algo más importante, como elegir a qué universidad asistir?
—Preguntamos: “¿Por qué elegiste esta?”. Y la persona dice: “He aprendido que me va mejor en grupos más pequeños”, o “Sus fiestas son geniales”. En cualquier dilema importante, tomamos decisiones que se basan en nuestros gustos, predilecciones, valores y personalidad. Y hay que preguntarse: ¿de dónde salieron?
La neurociencia se está volviendo muy buena a dos niveles. Uno es entender lo que hace una parte específica del cerebro gracias a técnicas como las neuroimágenes y la estimulación magnética transcraneal.
El otro nivel es algo diminuto y reductivo: esta variante de este gen interactúa con esta enzima de modo diferente. Así que, medio entendemos lo que ocurre en una neurona. Pero, ¿cómo es que 30.000 millones de ellas forman en conjunto la corteza de un ser humano y no la de un primate? ¿Cómo pasamos de entender pequeños componentes y tener alguna idea de lo grande y emergente?
Supongamos que lo descubrimos. Haz que X suceda 4000 veces por segundo en la parte Y del cerebro, contrarrestado —como algo opuesto e inhibidor— 2123 veces por segundo cuando los niveles hormonales hacen tal o cual cosa. ¿Cómo surge a nivel macro esta gran cosa llamada “comportamiento” o “personalidad” o “pensamiento” o “error”? Estamos empezando a entender cómo se pasa de un nivel a otro, pero es increíblemente difícil.
—Si no somos responsables de nuestras acciones, ¿podemos afirmar ser dueños de ellas?
—Bueno, sí podemos solo en un sentido mecánico. Mis moléculas se toparon con las moléculas que forman el florero, lo tiraron y lo quebraron, eso es cierto. Podemos seguir adelante con los mitos del albedrío cuando en realidad no marca ninguna diferencia. Si queremos creer que hoy libremente decidimos pasarnos hilo dental por los dientes superiores antes que por los dientes inferiores, es un mito benigno con el cual trabajar.
—Pero, ¿está usted diciendo que el mito no siempre es benigno?
—Las cosas fundamentalmente perjudiciales acerca de nuestro universo funcionan con la idea de que la gente obtiene cosas que no se ganó o que no merece y una gran cantidad del sufrimiento de la humanidad se debe a los mitos del libre albedrío.
La mayor parte del tiempo, me las arreglo sin tener que prestar ninguna atención a cómo creo que funcionan las cosas. Hay que reconocer lo difícil que es hacerlo de otro modo. Tenemos que ahorrarnos ese reconocimiento para lo importante: cuando somos parte de un jurado; cuando somos el profesor que evalúa a los alumnos. Si hay que preservar mitos sobre el libre albedrío, dejémoslo para la manera en que nos pasamos el hilo dental por los dientes.
Yo quiero que la gente se aparte de la reacción instintiva a la idea de que sin el libre albedrío estaremos fuera de control puesto que no se nos puede considerar responsables de las cosas. Que no tenemos ningún mecanismo social para que la gente peligrosa no sea peligrosa ni para que las personas talentosas hagan cosas que la sociedad necesita para funcionar. No es el caso que, en un mundo determinista, nada pueda cambiar.
—¿Cómo deberían los privilegiados pensar sobre sus logros?
—Todo organismo vivo no es más que una máquina biológica. Pero nosotros somos los únicos que sabemos que somos máquinas biológicas; estamos tratando de entender el hecho de que sintamos como si nuestros sentimientos fueran reales.
En un momento determinado, no hay diferencia si nuestros sentimientos son reales o si tenemos la sensación de que los sentimientos son reales. Seguimos encontrando que las cosas son lo suficientemente aversivas como máquinas biológicas, que resulta útil llamarlas “dolor”, “tristeza” o “desdicha”. Y aunque sea totalmente absurdo pensar que algo bueno le puede suceder a una máquina, es bueno cuando se reduce la sensación de sentir dolor.
Ese es un nivel en el cual tenemos que funcionar. El significado se siente real. El propósito se siente real. Cada cierto tiempo, nuestro conocimiento del hecho de ser máquinas no debe interferir con el hecho de que se trata de una máquina extraña que siente como si los sentimientos fueran reales.
—¿Si perdemos el libre albedrío, también perdemos el amor?
—Sí. Es como si dijéramos: “¡Guau! ¿Por qué? ¿Por qué esta persona llegó a quererme? ¿De dónde salió eso? ¿Y qué tanto de ello tiene que ver con la manera en que me criaron mis padres o el tipo de genes de los receptores olfativos que tengo en la nariz y qué tanto me gusta su olor?”. En algún momento llegamos a la crisis existencial de “¡Dios mío, eso es lo que está detrás de todo esto!”. Es entonces cuando nuestra condición de ser máquinas se convierte en algo que deberíamos estar dispuestos a pasar por alto.
Sin embargo no está bien que decidamos, con la misma negación de la realidad, que de verdad merecemos un mejor salario que el ser humano promedio de este planeta.
Fuente: NYT
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