miércoles, 2 de febrero de 2022

Por qué es bueno que te copien


La copia no siempre ha de entenderse como una fatalidad. Copia: «Abundancia. Traslado de algún original». Como se puede comprobar, el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, no impregnaba la definición con adjetivo peyorativo alguno. Pese al predicamento despectivo con que manejamos este verbo, hay otros modos más honestos de entenderlo (así como otras maneras de percibir lo que significa ser copiado sin caer en el cinismo).

Uno de los versos más celebrados de la poesía, del maldito Rimbaud, «yo es otro» (de un profundo calado también psicoanalítico), es una «copia» de la frase que escribió el romántico Nerval al pie de un retrato suyo: «Yo soy el otro». Lo mismo sucede con el adagio de Hobbes que tantas veces hemos leído, escuchado o pronunciado: «Homo homini lupus» (es decir, «El hombre es un lobo para el hombre»). El comediógrafo Plauto, de hecho, se adelantó varios siglos: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit» (o «Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro»).

Donde hubo un hallazgo, ser copiado permite dos hallazgos: una buena idea, una idea brillante de cualquier naturaleza, es tan redonda que crea escuela; es su fatum, su destino. En esa sucesión de copias, de hecho, la idea original puede volverse aún más esférica. Nadie imita algo que no merezca la pena. La copia indica un reconocimiento expreso de lo copiado. Por más que uno se empeñe en copiar, en realidad lo único que podrá hacer será traducir: replicar lo exacto es una estafa.

El que copia es discípulo. Pensemos en los estudiantes de Bellas Artes y en quienes trabajaban en los talleres de los grandes pintores: copian de los maestros, de aquellos más brillantes que los aventajan. La copia no deja de ser una admiración, una influencia manifiesta. En definitiva, una huella. La marca de Tirso de Molina y su Burlador de Sevilla en el Don Juan de Zorrilla; la de Felisberto Hernandez en Cortázar. La recreación –una copia sofisticada, pero copia al fin y al cabo– que hace Pablo d’Ors de La montaña mágica, de Thomas Mann, en su libro Lecciones de ilusión.

Hay copias que contribuyen a la mejora del original, si bien esta siempre mantiene su distinción y rango. Cuando Ford ideó el automóvil, otros lo copiaron (y, claro, lo siguen copiando a día de hoy), pero traduciendo ese original. ¿Qué son Google, Firefox, Bing, Ask o Ecosia sino una copia de Wandex, un índice realizado por el World Wide Web Wanderer, primer buscador de internet, en 1993? ¿Y no es Wikipedia una copia del relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, que firmara Borges sesenta años antes y en el cual habla de una enciclopedia total creada por «una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras…»? Si un empresario inventa y es copiado, él ya habrá avanzado y trabajará en otra cosa; lo que está siendo copiado, él ya lo hizo.

Almodóvar «copió» en La piel que habito el argumento de Los ojos sin rostro, una película francesa de 1960 dirigida por Georges Franjul en la que un enloquecido cirujano rapta muchachas para utilizar su piel y reconstruir la belleza de su hija, destrozada por un trágico accidente del que se siente culpable. Lo mismo que Los otros, de Amenábar, es una copia de Suspense, filme de 1961 dirigido por Jack Clayton y protagonizado por Deborah Kerr.

¿Y acaso no copian su manera de vestir los dandis, los rockers, los mods, los hipster y los macarras? ¿No forma esta parte de la construcción de nuestra identidad una vez pasada por el tamiz de nuestra propia idiosincrasia? ¿No «copia» Zara, Mango o Benetton los diseños de Valentino o Dior? ¿No fue una copia del traje de algas que se enfundó Maruja Mallo en los años veinte el vestido de carne que lució Lady Gaga décadas después? ¿Y no es ser copiado, por tanto, un modo de recibir un aplauso?

Silk Mill –en la ciudad inglesa de Derby–, fundada en 1720, está considerada como la primera fábrica del mundo. Se dedicaba al textil. Hoy es Patrimonio Mundial de la Unesco, pero nuestra sociedad no se entendería si ese sistema fabril inaugurado entonces no se hubiera copiado y perfeccionado. Y hoy seguimos reconociendo su valor, el valor del original.

Japón o Estados Unidos son especialistas –sobre todo el primero– en lo que se conoce como «ingeniería inversa» o «investigación imitativa». Se toma un objeto, pongamos por caso la Thermomix, se desmonta pieza a pieza, se comprende su engranaje, se vuelve a montar y se reproduce con algunos cambios. El resultado, siguiendo con el ejemplo, es Monsieur Cuisine, el robot de Lidl, recién exculpado de la justicia de su acusación de plagio por su «materia añadida»; esto es, por la mejora o modificación de alguno de sus aspectos. La copia no puede, aunque quiera, ser exacta: adolece del fulgor original.

Imagen: Carousell

Fuente: Ethic

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