martes, 1 de febrero de 2022

Los libros sí son peligrosos. Por eso no debemos prohibirlos


Cuando tenía 12 o 13 años, no estaba preparado para el racismo, la brutalidad o la agresión sexual de la novela de 1977 Close Quarters, de Larry Heinemann.

Heinemann, veterano de combate de la guerra de Vietnam, escribió sobre un amable estadounidense de a pie que va a la guerra y se convierte en un despiadado asesino. En el clímax del libro, el protagonista y otros soldados, también estadounidenses, amables y corrientes, violan en grupo a una prostituta vietnamita a la que llaman Claymore Face [Cara de Mina antipersonas].

Como adolescente vietnamita estadounidense, me horrorizó darme cuenta de que era así como algunos estadounidenses veían a los vietnamitas y, por tanto, a mí. Devolví el libro a la biblioteca, odiándolo a él y a Heinemann.

Y esto es lo que no hice: no me quejé a la biblioteca ni pedí a los bibliotecarios que retiraran el libro de los estantes. Tampoco lo hicieron mis padres. No se me pasó por la cabeza que debiéramos prohibir Close Quarters o cualquiera de los muchos otros libros, películas y series de televisión donde se caracteriza de forma racista a los vietnamitas y a otros pueblos asiáticos.

Lo que hice, años más tarde, fue publicar mi propia novela sobre la misma guerra, El simpatizante.

Mientras trabajaba en el libro, releí Close Quarters. Fue ahí cuando me di cuenta de que había malinterpretado las intenciones de Heinemann. Él no estaba apoyando lo que estaba describiendo. Él quería mostrar que la guerra embrutece a los soldados, y también a los civiles atrapados en su camino. La novela era una crítica condenatoria de la guerra estadounidense y las actitudes racistas de algunos estadounidenses amables y comunes y corrientes que condujeron a la matanza y la violación. Heinemann mostró el corazón de las tinieblas de Estados Unidos. No ofreció a los lectores una cómoda salida editorializando o sentimentalizando o humanizando al pueblo vietnamita, porque en la mente del narrador del libro y de sus compañeros soldados, los vietnamitas no eran seres humanos.

En Estados Unidos, las disputas a propósito de los libros se están acalorando, y algunos políticos y padres están exigiendo que saquen ciertos libros de las bibliotecas y de los planes de estudios. La semana pasada, sin ir más lejos, vimos las noticias de que una junta escolar de Tennessee votó por prohibir en las aulas la novela gráfica de Art Spiegelman sobre el Holocausto, Maus, y de que un alcalde de Misisipi retendrá 110.000 dólares de la financiación de la biblioteca de su ciudad hasta que retire los libros donde se representen a personas LGBTQ. Quienes quieren prohibir libros sostienen que estas historias e ideas pueden ser peligrosas para las mentes jóvenes, como la mía, supongo, cuando leí la novela de Heinemann.

Los libros pueden ser peligrosos, en efecto. Hasta Close Quarters, creía que las historias tenían el poder de salvarme. Esa novela me enseñó que las historias también tienen el poder de destruirme. Sentí el impulso de ser escritor por el complejo poder de las historias. No son herramientas pedagógicas inertes. Cambian mentes y cambian el mundo.

Sin embargo, por muy peligrosos que los libros puedan ser, quienes quieren prohibirlos se equivocan. Los libros son inseparables de las ideas, y eso es lo que de verdad está en riesgo: la lucha por lo que se le permite pensar, saber y cuestionar a un niño, a un lector y a una sociedad. Un libro puede abrir puertas y mostrar la posibilidad de nuevas experiencias, incluso nuevas identidades y futuros.

La prohibición de libros no encaja bien con las categorías políticas de izquierda o derecha. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, ha sido prohibido en distintas ocasiones por el abundante uso de Twain de insultos racistas, entre otras cosas. Beloved, de Toni Morrison, ya fue prohibida antes y ahora se ve de nuevo amenazada, después de que una madre se quejara de que el libro provocaba pesadillas a su hijo. Sin duda, Beloved es una novela inquietante. En ella se describen infanticidios, violaciones, bestialismo, torturas y linchamientos. Pero, en pleno movimiento de oposición a la teoría crítica de la raza —o, más bien, a una caricatura de la teoría crítica de la raza—, parece obvio que los últimos intentos de eliminar esta obra maestra de la literatura estadounidense tienen menos que ver con sus descripciones explícitas de atrocidades que con la insistencia del libro en que nos enfrentemos a la brutalidad de la esclavitud.

Esta es la cuestión: si estamos en contra de que se prohíban algunos libros, deberíamos estar en contra de que se prohíba cualquiera. Si nuestra sociedad no es lo bastante fuerte como para soportar el peso de las ideas difíciles y desafiantes —e incluso odiosas o problemáticas—, entonces hay algo en nuestra sociedad que necesitamos reparar. Prohibir libros es un atajo que nos manda al destino incorrecto.

Como retrató Ray Bradbury en Fahrenheit 451 —otro libro que, a menudo, ha estado en la mira de quienes prohíben libros—, con la quema de libros se pretende que las personas dejen de pensar, lo que las hace más fácil gobernar, controlar y, en última instancia, dar paso a la guerra. Y, una vez que una sociedad consiente la quema de libros, tiende a ver la necesidad de quemar a las personas que aman los libros.

Y es amar los libros de lo que se trata, en realidad, no de leerlos para instruirse o ser más consciente o más activo políticamente (los cuales pueden ser beneficios adicionales). Yo recomendaría Fahrenheit 451 por sus edificantes dimensiones éticas y políticas, o diría que leer esta novela es bueno para ti, pero estaría pasando por alto lo esencial. El libro hace que nos preocupen la política y la ética al hacer que nos preocupemos por un hombre que quema libros para ganarse la vida y tiene una crisis catártica sobre su espantoso trabajo. Ese hombre y su toma de conciencia podría ser cualquiera de nosotros.

No son solo los libros que describen el horror, la guerra o el totalitarismo los que preocupan a quienes aspiran a prohibir libros. A veces ven el peligro en la empatía. Este parece ser el temor que llevó a una escuela de distrito de Texas a cancelar un evento con el novelista gráfico Jerry Craft y a retirar temporalmente sus libros de la biblioteca el pasado otoño. En el libro de Craft galardonado con la Medalla Newbery, New Kid, y su secuela, unos alumnos negros de la secundaria navegan la vida social y académica en un colegio privado donde hay muy pocos estudiantes de color. “Los libros no salen y dicen que quieren que los niños blancos se sientan como opresores, pero eso es desde luego lo que hacen”, dijo el padre que inició la petición para cancelar el acto de Craft. (La invitación a Craft para realizar una visita virtual fue pospuesta y sus libros fueron restituidos poco después).

El protagonista de Craft en New Kid es un chico adorable y tímido al que le encantan los cómics. Y es su campechanía lo que lo hace tan peligroso para algunos padres blancos. La historiadora y profesora de Derecho Annette Gordon-Reed sostuvo en Twitter que los padres que se oponen a libros como New Kid “no quieren que sus hijos empaticen con los personajes negros. Saben que sus hijos lo harán de forma instintiva. No quieren darles la oportunidad de hacerlo”. El historiador Kevin Kruse fue un paso más allá y tuiteó: “Si te preocupa que tus hijos lean un libro y no tengan más remedio que identificarse con los villanos en él, bueno…, quizá es algo en lo que debas trabajar por tu cuenta”.

Aquellos que prohíben libros quieren circunscribir la empatía y reservarla a un círculo limitado, más cercano al tipo de personas que ellos perciben ser. Frente a este acotamiento de la empatía, creo en la posibilidad y en la necesidad de expandirla, y en el papel esencial que libros como New Kid desempeñan en hacerlo. Si es posible odiar y temer a los que nunca hemos conocido, entonces es posible amar a los que nunca hemos conocido. Ambas opciones, el amor y el odio, tienen consecuencias políticas, y por eso algunos intentan ampliar nuestro acceso a los libros, y otros limitarlo.

Estos dilemas no son solo políticos; también son profundamente personales e íntimos. Ahora, como padre de un lector precoz de 8 años, tengo que pensar en qué libros llevo a nuestra casa. Mi hijo adora los cómics de Tintín de Hergé, que le di a conocer porque a me encantaban de pequeño. No fui consciente de las posturas racistas y colonialistas de Hergé entonces, desde el retrato paternalista de Chang, el amigo chino de Tintín en El loto azul, a los guerreros nativos americanos que llevaban tocados y blandían hachas de guerra en la década de 1930 en Tintín en América. Incluso aunque me hubiese dado cuenta, no tenía con quién poder hablar de estos libros. Mi hijo sí. Disfrutamos juntos de las aventuras del joven reportero y su perro blanco; pero, mientras leemos, le señalo el racismo del libro contra la mayoría de los personajes que no son blancos y, en particular, sus atroces caracterizaciones de los africanos negros. ¿Sería mejor que él no viese esas imágenes, o es mejor que lo haga?

Pequé de esto último e intenté modelar lo que pienso que deberían hacer nuestras bibliotecas y escuelas. Me aseguro de que tenga acceso a muchas otras historias de los pueblos que Hergé representó de forma tergiversada, y aporto contexto a nuestras conversaciones. No siempre son fáciles. Y tal vez esa es la verdadera razón por la que algunas personas quieren prohibir libros que puedan plantear cuestiones complicadas: implican e incomodan a los adultos, no a los niños. Al prohibir libros, también prohibimos los diálogos y desacuerdos difíciles, que los niños son perfectamente capaces de mantener y que son cruciales para la democracia. Le he dicho que nació en Estados Unidos por una compleja historia de colonialismo francés y de guerra estadounidense que llevó a sus abuelos y a sus padres a este país. Tal vez acabemos teniendo menos guerra, menos racismo y menos explotación si nuestros hijos pueden aprender a hablar sobre estas cosas.

Para que estas conversaciones sean sólidas, es necesario que, en primer lugar, los niños tengan el suficiente interés para querer tomar un libro. La literatura infantil es cada vez más diversa y muchos libros plantean ahora estas cuestiones, pero a algunos los estropean las buenas intenciones. La santurronería y la pedagogía no me parecen interesantes en el arte, y a los niños tampoco. La obra de Hergé tiene graves defectos y, sin embargo, es fascinante desde el punto de vista narrativo y estético. He olvidado toda la literatura infantil bienintencionada y moralista que haya leído jamás, pero no he olvidado a Hergé.

Los libros no deberían ser consumidos como algo beneficioso para nosotros, como las espinacas y la col que mi hijo aparta a un lado de su plato. “Me gusta leer historias cortas. Son como las papas fritas. No puedo detenerme con una”, me dijo una vez un lector. Esa es la actitud. Quiero lectores que ansíen libros como si fuesen un capricho delicioso, no saludable, como las papas con chile y limón que mi hijo come después de terminarse sus zanahorias y pepinos.

Lee Fahrenheit 451 porque su apasionante historia te mantendrá despierto hasta tarde, aunque tengas que madrugar a la mañana siguiente. Lee Beloved, Las aventuras de Huckleberry Finn, Close Quarters y Las aventuras de Tintín porque son imborrables, a veces incómodos y siempre cautivadores.

Deberíamos valorar el atributo del magnetismo. Para competir con los videojuegos, los videos de transmisión en continuo y las redes sociales, los libros deben ser emocionantes, adictivos, espinosos y peligrosos. Si, en ocasiones, esos atributos hacen que se prohíban libros, merece la pena señalar que, a veces, prohibir un libro puede aumentar sus ventas.

Sé que mis padres se habrían escandalizado de conocer el contenido de los libros que estaba leyendo: El lamento de Portnoy de Philip Roth, por ejemplo, que estuvo prohibido en Australia entre 1969 y 1971. No elegí esta novela quintaesencialmente estadounidense, o cualquier otra, porque pensara que leerla fuese beneficioso para mí. Yo buscaba historias que me emocionaran y desconcertaran, como hizo El lamento de Portnoy. Durante décadas después, lo único que recordaba de la novela era cómo el joven Alexander Portnoy se masturbaba con cualquier cosa que tuviera a mano, incluido un pedazo de hígado. Tras consumar su aventura con el hígado, Alex lo devolvió al refrigerador. Felices en su ignorancia, la familia Portnoy se cenó el hígado violado aquella noche. ¡Qué asco!

¿Quién cena hígado?

Resulta que lo hace mi familia. El libro de Roth fue un puente entre culturas para mí. A pesar de que los refugiados vietnamitas son distintos de los judíos estadounidenses, reconocí algunas de nuestras obsesiones en el mundo estadounidense judío de Roth, con sus ambiciones por el ascenso social y la asimilación, sus pronunciados rasgos “étnicos” y su sentido de una historia terrible no muy lejana. Sentí empatía. Y pude ver parte de mí en Portnoy y su obsesión por el erotismo; tanto, que rendí homenaje a Roth al hacer que el narrador de El simpatizante abusara de un calamar en un acto de frenesí masturbatorio y se lo comiera más tarde con su madre. (El simpatizante no ha sido totalmente prohibido en Vietnam, pero me he encontrado con muchas trabas al intentar que se publicara allí. Para mí, es obvio que esto se debe a su descripción de la guerra y sus secuelas, no al calamar sexy).

Prohibir es un acto de miedo: miedo a las ideas peligrosas y contagiosas. Los mejores libros, y tal vez los más peligrosos, presentan estas ideas envueltas en algo que es igual de problemático e infeccioso: una buena historia.

De modo que tuve sentimientos encontrados al enterarme de que algunos profesores estadounidenses de preparatoria mandan leer El simpatizante en sus clases. En general, estoy encantado; pero después me preocupo: no quiero ser los deberes escolares de nadie. No quiero que mi libro sea como el brócoli.

No obstante, me tranquilicé cuando una estudiante en su primer año de universidad se acercó a mí en un evento público y me dijo que había leído mi novela en la escuela.

“Sinceramente, lo único que recuerdo es cuando el simpatizante tiene sexo con un calamar”, dijo.

Misión cumplida.

Fuente: NYT

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