En las economías capitalistas modernas, se celebran las innovaciones que producen poder de mercado, pero se temen los riesgos que supone su descontrol. Riesgos que en ningún lugar son más visibles que en los monopolios informáticos actuales.
La cuestión de cómo alentar innovaciones transformadoras que generen poder de mercado y al mismo tiempo limitar el abuso de ese poder es muy anterior a la era digital. Un buen ejemplo en Estados Unidos es la historia de Sam Walton, fundador de Walmart, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que pasó de dueño de una tienda de productos baratos por franquicia en una ciudad pequeña a magnate multimillonario y jefe de lo que se convertiría en la mayor empleadora privada del mundo.
Es una historia emocionante de audacia y espíritu empresarial, con innovaciones que hoy se analizan en carreras de administración de empresas en todo el mundo (por ejemplo, la instalación de centros de distribución en regiones poco pobladas y la creación de cadenas de suministro globales). Y las inmensas ganancias que Walmart genera para sus dueños no son nada en comparación con el valor que provee a los clientes gracias a los precios bajos posibilitados por la capacidad de la empresa para comprar y vender a escala masiva.
Pero a Walmart también se la acusa de degradar los centros urbanos, crear una forma impersonal de hacer las compras y privar a los pequeños comerciantes de sus medios de vida. Algún día Walmart podría usar su poder de mercado para explotar a los clientes (aunque es probable que enfrente la competencia de otro leviatán más ambicioso, Amazon).
Hasta ahora, los estadounidenses en general han tolerado (e incluso aplaudido) la destrucción creativa asociada con la innovación empresarial, y han sido cautos en la limitación de posibles abusos. Pese a las normas que prohíben la fijación de precios “predatoria” y las fusiones “anticompetitivas”, en la práctica se permiten guerras de precios y adquisiciones que aumentan el poder de mercado de las empresas líderes. La división de empresas por orden de las autoridades (por ejemplo, Standard Oil en 1911 y AT&T en 1982) es muy infrecuente, y poco habitual que se regulen los precios cobrados por “monopolios naturales” (por ejemplo, las empresas de suministro eléctrico).
Esta estrategia favorable a la innovación ayudó a convertir a Estados Unidos en una incubadora de empresas líderes mundiales, y eso no cambió por la revolución digital. Los “infomonopolios” Google y Facebook, sujetos a pocas trabas regulatorias, han creado un valor inédito para los consumidores, al tiempo que obtenían un inmenso poder de mercado para ellos mismos.
Estas empresas se adueñaron del negocio de los medios tradicionales, pero muchos de los perdedores eran ellos mismos oligopolios o monopolios. Cuando dominaban el espectro, las cadenas de televisión estadounidenses ABC, CBS y NBC cobraban a los anunciantes tarifas muy altas; y la presencia en cada ciudad de uno o dos periódicos dominantes evitaba una competencia de precios intensa. Esto ayuda a explicar por qué los problemas que atraviesan los medios tradicionales (muchos de ellos pertenecientes a familias ricas o conglomerados) generaron menos reacción incluso que la destrucción de los pequeños comercios independientes a manos de Walmart.
Es indudable que el crecimiento sin obstáculos ayudó a aumentar el valor que pueden ofrecer Google y Facebook. Cuantas más búsquedas hace Google, mejores los resultados. Cuantas más personas usan Facebook, más motivos hay para sumarse. Esto atrae anunciantes, cuyos pagos financian inversiones en mejora de la tecnología y agregado de funciones.
Pero el poder de mercado irrestricto crea oportunidades de abuso, en particular en lo relacionado con la privacidad de los usuarios. A diferencia de la televisión o los periódicos, estos leviatanes digitales no se limitan a dar a los anunciantes una audiencia, sino que adaptan los anuncios a cada consumidor por separado. No es una diferencia inocua, porque para hacerlo bien (y así maximizar el valor para los anunciantes, y con él, las ganancias de la plataforma), las empresas reúnen una cantidad inmensa de datos de los usuarios.
Hasta ahora los usuarios se han mostrado increíblemente tolerantes hacia esta vigilancia electrónica; quizá, porque la mayoría de ellos no conocen los detalles de la recolección de datos. Casi todos se escandalizarían si una gran tienda de descuento espiara dentro de los carritos de compra para ver qué productos ofrecerle a cada cliente en la línea de cajas, incluso si eso ayudara a mantener bajos los precios, y si fueran máquinas las que miraran, en vez de seres humanos. Pero la mayoría de los usuarios ni se molesta en leer las condiciones de servicio de, por ejemplo, Facebook, antes de hacer clic y aceptarlas, y no les preocupa el grado de vigilancia que pueda haber.
De hecho, el seguimiento a gran escala de los usuarios se ha vuelto normal. La pregunta ya no es si está bien que Facebook monetice los datos personales de los usuarios, sino más bien si no tendría que pagarles por ellos, o incluso cobrar una tarifa de servicio a los que quieran excluirse del programa de recolección de datos.
Pero no está del todo claro que se pueda confiar en el uso que hacen estas empresas de los datos que reúnen. Facebook insiste en que no vende datos a los anunciantes, pero hace poco se descubrió que dejó a la consultora política Cambridge Analytica reunir los datos de casi 90 millones de usuarios. Y el testimonio que dio después de eso ante el Congreso de los Estados Unidos el fundador y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, no fue particularmente tranquilizador, dada su renuencia a dar detalles concretos. Los congresistas (muchos de los cuales recibieron de Facebook donaciones de campaña) se limitaron más que nada a denunciar la imprudencia de la empresa, y Zuckerberg prometió muy seriamente aumentar la inversión en seguridad.
Pero ¿es realmente posible garantizar la seguridad de los datos que Facebook o Google acumulan? Por mucho que se invierta en proteger las grandes bases de datos, es difícil creer que en una organización de semejante tamaño nadie (miembro o no) podrá burlar esas protecciones. Ni siquiera la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos pudo impedir a Edward Snowden (un contratista de bajo nivel) irse con un tesoro de secretos de Estado en un pendrive.
En algunos casos, por ejemplo en servicios de salud o bancarios, los beneficios públicos del almacenamiento digital de datos justifican los riesgos. Pero en la mayoría de los casos, es mucho más seguro limitar la recolección de datos que confiar en su protección.
Poner normas que sólo permitan a los infomonopolios actuales reunir legalmente una cantidad muy limitada de datos personales (digamos, lo que saben los periódicos de sus suscriptores) protegería a los usuarios, sin disminuir el atractivo de las plataformas para los anunciantes tanto que se vuelvan inviables. La falta de esos límites puede llevar a muchos usuarios a pensar que los riesgos de las plataformas superan los beneficios, un hecho que podría tener consecuencias políticas tan importantes como el ascenso económico de los infomonopolios.
Fuente: almendron.com
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