Al final de mi nueva película no habrá una advertencia como esta: “No se dañó ningún libro en la realización de este filme”, porque, en realidad, quemamos muchos libros. Diseñamos potentes lanzallamas que escupen queroseno e incendiamos libros, de manera masiva.
Para mí no fue nada fácil porque desde muy pequeño me enseñaron que los libros se leen y se respetan. Hasta poner una taza de té sobre un libro se consideraba un pecado. En casa de mis padres, el clásico de la poesía persa llamado El diván, de Hafez Shirazí, era venerado como un texto religioso.
Sin embargo, acepté hacer la adaptación cinematográfica de la trascendental novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, que presenta a Estados Unidos en un futuro en el que los libros se prohíben y los bomberos los queman. El protagonista, un bombero que se llama Guy Montag, comienza a cuestionar sus acciones y se revela contra su mentor, el capitán Beatty. Cuando me propuse adaptar la novela a principios de 2016, me enfrenté a una gran interrogante: ¿a la gente todavía le interesan los libros físicos?
Le pedí consejo a un amigo de 82 años. “Anda, ve y quema libros”, me dijo. “Para mí no importan. Puedo leer cualquier cosa desde mi tableta, desde el Poema de Gilgamesh hasta algo de Jo Nesbo, y puedo leerlos desde la cama, en un avión o al lado del mar, porque todo está en la nube, a salvo de las antorchas de tus bomberos”.
Si él opinaba eso, ¿qué pensarían los adolescentes? La novela de Bradbury es un clásico que se enseña en las secundarias de Estados Unidos. No obstante, cuanto más lo pensaba, más importante me parecía la novela. Para Bradbury, los libros eran depósitos de conocimientos e ideas. Temía un futuro en el que ese objeto estuviera en peligro, y ahora ese futuro llegó: internet y las nuevas plataformas de las redes sociales —y su amenaza potencial para el pensamiento serio— serían la piedra angular de mi adaptación.
Nunca había adaptado un libro, mucho menos uno tan importante. Alterar una obra tan brillante y querida siempre molesta a algunos fanáticos. Supe que Bradbury había apoyado la adaptación cinematográfica de François Truffaut de 1966. Lo más importante, Bradbury mismo había reimaginado Fahrenheit 451, primero como una obra de teatro y después como un musical, cambiando varios elementos, entre ellos dejar con vida a la vecina de Montag, Clarisse McClellan (en la novela, ella muere al principio). Con Bradbury como mi guía, y la promesa de mantenerme fiel a sus ideas, comencé a trabajar en el guion.
Fahrenheit 451 se escribió a principios de la década de 1950, poco después de que los nazis habían quemado libros y, en última instancia, seres humanos. Estados Unidos vivía bajo una neblina de miedo creada por el Comité de Actividades Antiestadounidenses del congreso y el macartismo, que trajo consigo la represión política, las listas negras y la censura de la literatura y el arte. Estas ansiedades permearon la novela.
Sin embargo, la inspiración clave de Bradbury fue la invasión de varias televisiones en blanco y negro de siete pulgadas en los hogares de las personas. Bradbury no era partidario del ludismo, ese movimiento que se opuso a la revolución industrial y destruyó los telares que amenazaban con dejar sin trabajo a los trabajadores textiles.
Escribió obras de teatro, incluyendo una adaptación de Moby Dick. También escribió 65 episodios de una serie de televisión: The Ray Bradbury Theater. No obstante, en Fahrenheit 451, Bradbury nos advertía sobre la amenaza que suponían los medios masivos de comunicación para la lectura, sobre el bombardeo de las sensaciones digitales que podían sustituir al pensamiento crítico.
En la novela, imaginó un mundo donde la gente se entretenía día y noche mirando los muros digitales de sus hogares. Interactuaban con sus amigos a través de esas pantallas, escuchándolos a través de “radios auriculares” —la versión de Bradbury de los AirPods inalámbricos de Apple— insertados en sus oídos.
En ese mundo, a la gente se le atiborraba de “datos no combustibles”: palabras de canciones populares, los nombres de las capitales de los estados, la cantidad de “maíz que Iowa cultivó el año pasado”. “Tendrán la sensación de que piensan” escribió Bradbury, “y serán felices, porque los hechos de esa naturaleza no cambian”.
A Bradbury le preocupaba el advenimiento de Reader’s Digest. Hoy, tenemos a Wikipedia y los tuits; le preocupaba que la gente solo leyera encabezados. Hoy parece que la mitad de las palabras en línea han sido sustituidas por emojis. Cuanto más erosionamos la lengua, más erosionamos nuestro pensamiento complejo y somos más fáciles de controlar. Bradbury temía la pérdida de la memoria. Hoy hemos decidido que Google y nuestras cuentas en redes sociales sean los guardianes de nuestros recuerdos, emociones, sueños y hechos.
A medida que las empresas tecnológicas consoliden su poder, imaginen lo fácil que será rescribir la entrada de Wikipedia de Benjamin Franklin para que concuerde con lo que los bomberos de la novela de Bradbury aprendieron sobre la historia del departamento de bomberos: “Establecidos en 1790 para quemar los libros de influencia inglesa de las colonias. Primer bombero: Benjamin Franklin”. De esta forma, Bradbury predijo el ascenso de los “hechos alternativos” y la era de la “posverdad”.
A medida que el mundo virtual se vuelve más dominante, tener libros se vuelve un acto de rebelión. Cuando estamos en posesión de un libro impreso, nadie puede rastrearlo, alterarlo ni hackearlo. Los personajes en mi película nunca han visto un libro. Cuando se encuentran con una biblioteca por primera vez, los libros son como el agua en un vasto desierto digital. Ver, tocar y oler un libro es tan ajeno para el bombero, como para cualquiera de nosotros sería ordeñar una vaca.
Los bomberos están encantados con los libros, pero a pesar de ello deben quemarlos. Quemar libros en la película constituyó un desafío jurídico. Las portadas de la mayoría de los libros están protegidas por derechos de autor y en muchos casos no pudimos obtener permisos para mostrarlas, ya no digamos para quemarlas frente a la cámara. Así que los directores de arte de mi película diseñaron innumerables portadas de libros que podíamos quemar.
La pregunta fue: ¿qué libros? Siempre quise quemar más de los que había tiempo de filmar. Sabía que quería incluir algunos de mis favoritos, como Crimen y Castigo, La canción de Salomón y las obras de Franz Kafka. Sin embargo, no debíamos quemar únicamente obras de ficción. Las historias de Heródoto —la historia misma— se incineró. Páginas de poemas de Emily Dickinson, Tagore y Ferdowsi se convirtieron en cenizas negras. Le prendimos fuego a la filosofía de Hegel, Platón y Grace Lee Boggs.
Los bomberos no discriminaron: incendiaron textos en chino, hindú, persa y español por igual. Una partitura de Mozart, una pintura de Edvard Munch, revistas, periódicos, fotografías del jefe Toro Sentado, Frederick Douglass y el alunizaje de 1969 ardieron formando una columna de humo. Hasta los bomberos más fanáticos tuvieron problemas para quemar todas las copias de éxitos editoriales como Los siete hábitos de la gente altamente efectiva.
Después de que J. K. Rowling habló en contra de Donald Trump en Twitter, la gente tuiteó que estaba planeando quemar sus libros de Harry Potter. Así que eso hicimos. Los libros prohibidos a lo largo de la historia también tenían que irse: La autobiografía de Malcolm X contada por Alex Haley, Lolita, Hojas de hierba y el Manifiesto comunista. Durante la filmación de la película, Matar a un ruiseñor, blanco frecuente de censura, nuevamente fue prohibido en algunas escuelas, así que acabó entre las llamas.
Para algunos autores, que uno de sus libros se quemara en una película era una medalla de honor. Werner Herzog y Hamid Dabashi donaron su obra generosamente para que se quemara junto con lo mejor y lo peor de la literatura. Si salvábamos Sangre sabia, entonces también debíamos preservar Mi lucha.
Ver los libros arder fue una experiencia sobrenatural. El sonido de las páginas al quemarse parecía el último aliento de cientos de almas que mueren. Cuantos más quemábamos, más hipnótico se volvía: un espectáculo cautivador de páginas que se retorcían y brasas que bailaban en el vacío.
Bradbury creía que queríamos que el mundo se volviera así. Que pedíamos que los bomberos quemaran los libros; que queríamos que el entretenimiento remplazara la lectura y el pensamiento. Que votábamos por sistemas políticos y económicos que nos mantuvieran contentos en lugar de informados de una forma considerada.
Diría que elegimos darles nuestra privacidad y libertad a las empresas tecnológicas; que decidimos confiar nuestro patrimonio cultural y conocimientos a los archivos digitales. El ejército más grandioso de bomberos será irrelevante en el mundo digital. Serán tan impotentes como bebés con reflujo al lado de quienquiera que controle un internet consolidado.
¿Cómo podrían evitar que una persona que se esconde en el sótano de sus padres con una computadora portátil hackee miles de millones de años de la historia, la literatura y la cultura colectiva de la humanidad, y luego la rescriba en su totalidad… o solo haga clic en borrar? ¿Quién se daría cuenta?
Imagen: dw.com
Fuente: NYT - Ramin Bahrani
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