viernes, 25 de mayo de 2018

Linneo y la hazaña de ordenar la naturaleza

El pescado más consumido en el mundo es la merluza, también conocida como pijota o carioca. Los portugueses la llaman pescada, los ingleses hake, los franceses colin; una multitud de nombres comunes para designar una misma especie animal, con idénticas características en todos los lugares, sin importar el idioma en que hablen sus habitantes. Esta anarquía de nombres era un auténtico obstáculo para que los científicos pudiesen compartir con facilidad sus trabajos antes del siglo XVIII, cuando Linneo tuvo la idea genial de diseñar un nuevo sistema para nombrar a cualquier ser vivo. Este botánico sueco concibió la nomenclatura binomial para animales y plantas, por la que cada especie tiene un nombre científico único y universal, un nombre formado por dos palabras en latín: el de la merluza es Merluccius merluccius.

Antes de la clasificación de Carlos Linneo (1707-1778), por ejemplo, unos botánicos llamaban a la rosa silvestre Rosa sylvestris inodora seu canina y otros, Rosa sylvestris alba cum rubores, folio glabro. Él zanjó la discusión dejándola en Rosa canina. La primera palabra para el género, que agrupa a especies similares, y la segunda para describir la especie concreta: algo así como el nombre y apellido de una persona, pero colocados en orden inverso. Por aquel entonces, las especies se clasificaban de forma relativamente caprichosa en salvajes o domésticas, terrestres o acuáticas, nobles o vulgares. Había que basarse en algo más preciso, como sus parecidos anatómicos y fisiológicos.

El catálogo botánico

El método de Linneo salvó del caos a los naturalistas en la época en que comenzaban a explorar Oceanía y África, donde descubrían continuamente nuevas especies. El catálogo botánico de Linneo, Systema naturae (1735), fue todo un éxito que llegó a alcanzar la edición 12, con 2.300 páginas que recogían más de 13.000 especies de plantas y animales. Allí clasificó meticulosamente esa colección, como en carpetas y cajones: géneros similares en un mismo orden y órdenes similares en una clase. Con el acierto de incluir en la clase de los mamíferos a ballenas y murciélagos, hasta entonces considerados peces y aves, respectivamente.

Este sistema de nomenclatura se extendió muy rápido. Muchos de los nombres que Linneo asignó continúan estando vigentes y se distinguen por una “L.” que completa el binomio. De manera que por Laurus nobilis L. se conoce científicamente al laurel en cualquier parte del mundo. Los nombres que posteriormente fueron modificados por otros autores conservan la inicial del científico que primero describió la especie. Todavía son 12.000 los que mantienen al final la letra L de Linneo.

Un 80 por ciento de especies sin descubrir

Más tarde, sus sucesores añadieron familia, filo y otras divisiones por encima de clase. También repararon en la estructura interna de los seres vivos para agrupar las especies de forma eficiente. Hoy en día, según el Catalogue of Life, la base de datos más exhaustiva del mundo sobre seres vivos, hemos descrito 1,7 millones de especies y cada año el International Institute for Species Exploration publica las reseñas de cerca de 20.000 más. A este ritmo, los taxonomistas tendrían trabajo para 400 años, si se confirman los cálculos más optimistas que indican que, al menos, queda por descubrir el 80% del total de especies de la Tierra.

Linneo facilitó la ingente tarea de ordenar y nombrar a los seres vivos al recuperar y consolidar la taxonomía, la antigua idea de clasificar la naturaleza que ya había tenido el filósofo griego Aristóteles unos 2.300 años antes. El sueco resumió su hazaña en una frase: «Dios creó, Linneo ordenó». También se definió a sí mismo como príncipe de los botánicos y llamó Homo sapiens (hombre sabio) a su propia especie, aunque la incluyó —con más objetividad y buen criterio científico— en la rama de los primates, junto a los monos. Incluso llegó a pensar que su clasificación revelaría algún tipo de orden divino del universo. Sin embargo, ver su esquema tan limpio, claro y sencillo, con miles y miles de especies saliendo de unos pocos troncos comunes, tuvo un efecto inesperado. Aquello hizo pensar a algunos naturalistas, como Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin), en una idea que no entraba en los planes de Linneo: la evolución de las especies.

Imagen: Sociedad Geográfica Española

Fuente: bbvaopenmind.com

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