jueves, 22 de junio de 2023

Mis impresiones sobre Hans Magnus Enzensberger


Artículo de Hugo Celso Felipe Mansilla Ferret (Buenos Aires, 17 de noviembre de 1942), más conocido como H.C.F. Mansilla, reconocido filósofo y politólogo con ciudadanías boliviana y argentina.

Durante mis años universitarios en Berlín (Occidental), especialmente alrededor de 1967-1969, conocí a un hombre que admiraba y detestaba simultáneamente: Hans Magnus Enzensberger (nacido en 1929 en Kaufbeuren / Alemania y fallecido en Munich en 2022). Mencionando su caso puedo acercarme a explicar las ambivalencias de la especie humana. Enzensberger no era un hombre guapo, pero sí muy atrayente. Su conversación sólo puede ser calificada de brillante. Era un maestro del idioma o, mejor dicho, hasta hoy el maestro inigualado de la lengua alemana. Lo traté más detenidamente en septiembre de 1985, cuando él hizo un viaje a Bolivia invitado por el Goethe-Institut.

Aunque hablaba un castellano excepcionalmente bueno, durante algunos días lo acompañé, actuando como intérprete ocasional de la cultura boliviana. Hicimos juntos algunas excursiones por la ciudad y por los alrededores de La Paz. Yo le mostraba montañas, desfiladeros y ruinas prehispánicas. En las pocas veces en que tuve la oportunidad de hablar, le relaté algo sobre el arte andino, la cultura colonial y los escritores bolivianos contemporáneos, pero todo esto no interesaba a Enzensberger, no tocaba en él una fibra íntima de emoción estética. Noté que el gran escritor no exhibía una curiosidad genuina por las cosas y personas del país. Tenía, evidentemente, un marco previo de interpretación, muy culto y amplio y exornado con una buena dosis de ironía benévola. Percibí que era superfluo contarle detalles sobre la vida cultural boliviana. Creo que utilizaba lo que veía en Cuba, en países asiáticos y en la misma Europa para ilustrar su visión del mundo, muy erudita y enciclopédica, pero también muy egocéntrica y hasta arrogante.

Nunca estuvimos callados. O mejor dicho: en todos los encuentros Hans Magnus habló y yo escuché de manera reverente lo que el ilustre huésped me iba relatando, pues era como asistir a una conferencia de literatura cuidadosamente preparada y bellamente expresada. Enzensberger era un volcán que expulsaba chispas y rayos de inteligencia. Escucharlo era un verdadero espectáculo de la más alta calidad intelectual. Un volcán no permite otro fuego a su lado, por más pequeño que fuere. Lo que la boca de Hans Magnus expelía era una lava de conocimientos y de talento combinatorio, un magma ardiente que en su descenso agostaba las otras posiciones y ocurrencias.

Me explicó la complejidad de su vida, su involucramiento con la izquierda alemana, su pronta desilusión y su desconcierto con respecto al futuro. Era la muestra de una espontaneidad combinada con un saber inmenso. Habló largamente, sin que yo se lo pida, de sus esperanzas puestas en la revuelta estudiantil de 1967-1968, el carácter mayoritariamente primitivo, lúdico y surrealista de sus adherentes y la probabilidad de que estos famosos acontecimientos hayan sido, por lo menos parcialmente, la obra de los medios de comunicación. De acuerdo a Enzensberger estos últimos buscaron y encontraron un excelente motivo de entretenimiento masivo y transformaron a los revolucionarios estudiantiles en marionetas de una industria que sabía satisfacer las inclinaciones exhibicionistas y perversas del público. En los primeros tiempos (1967) las comunidades habitacionales – viviendas compartidas por varias personas con tendencias político-partidarias similares y practicantes del amor libre – que surgieron entonces como experimentos de una sociabilidad superior, conformaban en realidad grupos consagrados a una especie de diversión elemental, grupos que se autojustificaban por medio de teorías radicales, consignas revolucionarias y corrientes estéticas de moda. Luego se transformaron en sistemas de represión parecida a la policial, cuyas víctimas eran los propios estudiantes que habían preservado algo de un espíritu autónomo y crítico. Estas comunidades crearon o acentuaron tendencias culturales y pseudo-artísticas que al poco tiempo se convirtieron en modas obligatorias de la juventud europea. 

En nuestras charlas Enzensberger censuró duramente la llamada Comuna I, la primera y más famosa de ellas, donde habían ingresado su esposa y su hermano, porque su única hazaña habría sido la eliminación de la vida privada, lo que precisamente estaba por alcanzar la televisión como principal industria del espectáculo barato, morboso y manipulado desde arriba. Me contó que la única habilidad logística de la Comuna I fue la recolección de todos los textos de los periódicos y las revistas donde se mencionaban sus actuaciones, actividad que fue realizada con sistematicidad, cariño y perseverancia.

También habló, con lujo de detalles, de lo que realmente le deprimía: el surgimiento de severas jerarquías sociales y de clases altas muy privilegiadas en los regímenes comunistas y en medio de una delirante ideología igualitarista. Algunos de los principales beneficiarios de estas nuevas élites fueron los poetas y escritores “progresistas” del Tercer Mundo –sus amigos de entonces–, que sabían aprovechar esas oportunidades sin ninguna reserva moral. Desde un principio Hans Magnus calificó a muchos líderes revolucionarios del Tercer Mundo como anticuados y poco convincentes, aunque nunca se extendió sobre este tema, pese a mi insistencia. Todo esto influyó negativamente sobre mi propia visión del socialismo realmente existente y sobre mi concepción en torno a los intelectuales.

Aquí debo mencionar que muy tempranamente (1957) Enzensberger analizó el lenguaje de los medios masivos de comunicación y criticó la pretensión de los mismos de crear y difundir un idioma universal de la juventud contemporánea que atrapa y simplifica todos los fenómenos y les quita su especificidad. Esta jerga significa, según Enzensberger, una domesticación de los sentimientos y las ideas, por más que parezca un fenómeno juvenil, moderno, rutilante, espontáneo, simpático e inevitable. El resultado sería la eliminación de toda diferencia entre información y comentario y la consolidación de los prejuicios sociales más difundidos. Estas ideas contribuyeron a formar mis opiniones en torno a esta temática. Me sirvieron posteriormente para comprender las falacias de los postmodernistas que celebran el radicalismo de aquellos que están satisfechos consigo mismos y que practican el encanto infantil de asustar a los otros con expresiones que pretenden ser definitivas y severas. Con el análisis que le escuché en 1985, Enzensberger se adelantó a los fenómenos actuales del relativismo y la deconstrucción. Poco antes nuestro autor había dado una muestra de su eximia calidad intelectual, de su capacidad de penetración en cuestiones muy complejas y de sus facultades anticipatorias. En 1982 publicó un ensayo, breve y elegante (en la revista Transatlantik), titulado: El estadio superior del subdesarrollo. Una hipótesis sobre el socialismo realmente existente. En este texto Enzensberger postula la tesis de que los regímenes socialistas producen premeditadamente sociedades subdesarrolladas: los gobiernos dirigidos por los partidos comunistas habrían obligado a sus países a sufrir una involución histórica de grandes dimensiones, que se manifestaría, entre otros fenómenos, en la incapacidad crónica de innovaciones importantes, en la desinformación sistemática de la población, en la poca importancia atribuida al factor tiempo y en la existencia paralela del despilfarro estatal de recursos y la carestía crónica de bienes elementales.

¿Cómo no admirar a un hombre tan lúcido, si Jürgen Habermas y Hannah Arendt lo habían comentado y alabado tempranamente? Debo reconocer que ya en 1964 Enzensberger captó en un poema singular el núcleo argumentativo de la obra de Theodor W. Adorno (comprender y retener pacientemente “el dolor de la negación”), contrapuesto a la impaciencia revolucionaria, improductiva y fallida, que los universitarios desplegaron poco después

Pensando en Enzensberger aprendí también que los escritores y los poetas practican otros comportamientos no tan respetables. Desde que lo conocí en Berlín mantengo la imagen siguiente: el más culto y cultivado de los poetas en lengua alemana, pero también un intelectual muy arrogante y egocéntrico, despectivo con respecto a personas, ideas y cosas que le caían mal y con muy poco sentido autocrítico. Precisamente esto último lo percibí en Berlín cuando estalló la revuelta estudiantil (1967-1968). Repentinamente muchos universitarios latinoamericanos, que hasta entonces no habían mostrado el menor interés por asuntos políticos, se convirtieron en revolucionarios radicales. Y, por supuesto, buscaron contactos provechosos exclusivamente con los dirigentes de los nuevos partidos políticos y con los intelectuales más famosos. Nunca se rebajaron a interactuar con las clases populares y desposeídas que decían amar y de las cuales querían aprender la “nueva ética” proletaria y emancipadora. Enzensberger fue rodeado durante largos años por impostores latinoamericanos que sólo tenían en mente sus ventajas personales. Y a él se lo notaba encantado con aquella compañía.

Enfatizo cada una de estas palabras. En este contexto es sintomático que su libro autobiográfico Tumulto (2015), centrado precisamente en aquella década pretendidamente revolucionaria, no contenga. ni una palabra crítica sobre estos asuntos controvertidos, que por ello son los más interesantes. En la obra de Hans Magnus el tumulto de la época y de su espíritu se muestra como una mera oportunidad para elaborar aforismos que descalifican, a veces sin base alguna, a todo aquello que diverge de sus opiniones categóricas.

Una parte importante de su obra total consiste en una serie muy extendida de aforismos y apotegmas agudos y graciosos sobre los temas más diversos, y este género conduce a menudo a sentencias injustas sobre las materias en cuestión, sin desplegar algo de piedad por los matices, a veces muy complejos, de as relaciones humanas. Hay una especie de celebración de las palabras hirientes y las frases mordaces, si las mismas resultan divertidas, aparentemente acertadas y congruentes con la moda del momento.

Este autor es un ejemplo de que la brillantez literaria ha sido puesta parcialmente por encima de consideraciones morales y humanistas, por lo menos en una parte considerable de su gran obra literaria y ensayística. Me permito afirmar esto recordando de Enzensberger sus enunciados categóricos, su seguridad excesiva al juzgar culturas y personas y su desprecio por muchos aspectos del Tercer Mundo, sin interesarse mucho por los detalles que podrían alterar sus juicios. Cuando Hans Magnus, bajo el manto de la modestia, se hace preguntas, en realidad nos está proponiendo respuestas claras e inequívocas. 

Ya en 1964, Jürgen Habermas criticó la identificación de política con crimen, que constituye uno de los temas recurrentes en Enzensberger. La construcción de una simetría obligatoria entre la esfera de lo público y el ámbito de lo delictivo suena muy bien en términos poéticos y de acuerdo con tradiciones literarias, pero no contribuye, nos dice Habermas, a esclarecer el verdadero mito del poder. En el mismo año Hannah Arendt le reprochó a Hans Magnus una inclinación al escapismo. Si asumimos que todo en la vida es, en el fondo, una forma de política, es decir de acción criminal, entonces todos somos igualmente culpables por los males del mundo, y así nadie tiene una responsabilidad individual. Si Auschwitz nos enseña las raíces de toda política, como afirma nuestro autor, entonces la humanidad entera es culpable de todo lo terrible que ha ocurrido, y así nadie posee una culpa específica. Esta concepción, afirma Arendt, es particularmente peligrosa en tierras alemanas, pues ayuda a escapar del pecado concreto.

El lector progresista me puede reprochar, por supuesto, que yo no he comprendido la combinación de elegancia poética, tono burlón y profundo contenido ético que se vislumbra en sus poemas Defensa de los lobos contra los corderos (1957) y Niccolò Machiavelli (1969), este último escrito para conmemorar los quinientos años del nacimiento del político florentino. Maquiavelo aparece aquí como aquel escritor, cuyas mentiras expresan la verdad (“la valentía de ser cobardes”), pues en él se confunden los roles de un poeta, un clásico, un oportunista y un verdugo. Es verdad que estos casos de extrema ambigüedad sólo pueden ser comprendidos y representados literariamente mediante un tratamiento irónico, rubro en el que Enzensberger ha sido el maestro insuperado y quizá insuperable. El uso excesivo de estas habilidades ha conducido, empero, a que Enzensberger desarrolle una cierta fascinación por el oportunismo y un evidente cariño por el cinismo, si ambos comportamientos tienen lugar en un marco de elegancia y distinción, por supuesto. Ensalzando sin cesar la valentía de ser cobardes y otras paradojas semejantes, este autor ha contribuido a debilitar las normas morales sin las cuales ninguna sociedad puede existir largo tiempo.

Imagen: Zuma

Fuente: Polis

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