El 24 de agosto de 1991, fecha de la independencia de Ucrania, la lengua del sistema educativo, al igual que ocurría en Bielorrusia y en el resto de territorios de la antigua Unión Soviética, era el ruso. La recién estrenada soberanía nacional alzó el vuelo henchida de vanidad y nombró al ucraniano como la única lengua oficial a pesar de que la lengua del día a día era el ruso en buena parte del país.
Tres años más tarde, un referéndum no oficial en la región del Donbás mostró una mayoría de más del 90% de los ciudadanos a favor de la cooficialidad del ruso. La demanda fue ignorada por la Constitución de 1996.
Con la presidencia de Víktor Yanukóvich, del Partido de las Regiones, el Parlamento ucraniano aprobó en 2012 (tras algunos enfrentamientos que degeneraron en violencia física entre diputados) una ley de lenguas regionales que permitía la cooficialidad del ruso en los territorios con más del 10% de rusófonos.
En la noche del 21 de noviembre de 2013, un día después de que el Gobierno ucraniano suspendiera el Acuerdo de Asociación y el Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea, varias manifestaciones proeuropeístas y nacionalistas, conocidas como Euromaidán o Revolución de la Dignidad, derrocaron a Yanukóvich.
Este fue destituido por la Rada Suprema, nombre oficial del Parlamento ucraniano, el 22 de febrero de 2014.
La ley fue entonces anulada por una estrecha mayoría. La población ucraniana estaba dividida. El 38% de los ucranianos apoyaba una asociación con Rusia. El 37,8 % prefería asociarse con Europa. A favor de la UE estaban el 75% de los ciudadanos de Kiev. Pero en Crimea, los partidarios sólo eran el 18%.
La posición de la lengua rusa en Ucrania no es una excepción. La realidad ucraniana es la misma que la de tantos otros territorios del mundo donde conviven dos lenguas. O, mejor dicho, donde los hablantes conocen y utilizan a diario dos lenguas. A estos es mejor llamarles ambilingües por su destreza en ambas lenguas.
Se trata de territorios donde, por un lado, existe una lengua internacional (ruso, español, francés, inglés) con millones de usuarios y estudiantes que la demandan, con una tradición sólida en tanto en campos científicos como literarios, y masivamente presente en la cultura y los medios de comunicación. Y, por el otro lado, una lengua esencialmente condicionada a apoyarse en la otra (ucraniano, catalán, bretón, galés).
La tendencia natural es servirse de la más eficaz y que los hijos la hereden en busca del ascenso social. Esa usanza conduce inexorablemente al eclipse de la lengua débil en ámbitos cada vez más amplios. La única protección posible, aparentemente, es la de promover el uso y el aprendizaje de la lengua en peligro mediante la imposición de medidas restrictivas que, inspiradas en la defensa de la identidad nacional, pueden perjudicar a parte de los ciudadanos y a su libertad de elección.
Y eso es lo que sucedió en mayo de 2019, justo antes de que Volodímir Zelenski tomara posesión de la presidencia del país, tras la aprobación de una ley que pretendía imponer el ucraniano como lengua estatal. El uso obligatorio en todas las esferas de la vida pública, reza dicha ley, debe servir "para preservar la identidad de la nación ucraniana y fortalecer la unidad del Estado ucraniano" e, incluso, "para garantizar su integridad territorial y la seguridad nacional".
El ruso, lengua muy importante en la tradición ucraniana desde que naciera hermano con el ucraniano en el Rus de Kiev, no se menciona explícitamente en ninguno de los 57 artículos, todos ellos orientados a prohibir o reducir su uso en la Administración, la Justicia, la educación, la cultura, el comercio y los medios de comunicación.
Así, de repente, ya no pudo utilizarse el ruso como lengua de enseñanza en los centros de Secundaria, ni en las reuniones oficiales, ni en las publicaciones científicas. [Pero, grotesca paradoja, el inglés sí].
La ley obliga además a que todos los medios impresos publicados en ruso publiquen una edición paralela del mismo tamaño en ucraniano. La medida equivale a prohibirlos dada la inviabilidad económica de la medida.
A nadie puede sorprender entonces que Vladímir Putin proteste con dureza contra una legislación que elimina la lengua del Principado de Kiev (cuna del ruso) del sistema educativo. Serguéi Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores ruso, denunció en septiembre de 2021 la guerra abierta declarada a la lengua rusa en Ucrania.
Pero no son las suyas las únicas críticas. La Comisión de Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa formado por expertos independientes en el campo del derecho constitucional, puso en entredicho un dictamen sobre la Ley de Lenguas Regionales de 2012, la del prorruso Yanukóvich, por "reforzar desproporcionadamente la posición del ruso" y por no tomar "las medidas adecuadas para confirmar el papel del ucraniano como única lengua oficial".
Años más tarde, la Comisión criticó también la ley opuesta, la que potencia al ucraniano, y se manifestó en contra de varias disposiciones porque creyó que no logran un equilibrio justo entre la legítima intención de fortalecer y promover la lengua ucraniana y el también legítimo derecho de salvaguardar el ruso.
Me pregunto si la guerra lingüística es un pretexto de la agresión bélica. Las tensiones por el uso de una u otra lengua pueden intensificarse fácilmente. Pero también templarse. O desencadenar una escalada de hostilidades cuyo origen lingüístico quede rápidamente enterrado bajo la violencia.
Sea cual sea el resultado del conflicto armado, sólo puede haber una paz duradera si se llega a un compromiso que asegure la lengua oficial amenazada y que no limite los derechos de los hablantes de otras lenguas, incluida la dominante.
Imagen: Wikipedia
Fuente: Almendron
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