jueves, 21 de abril de 2022

La máquina más sostenible del mundo


La máquina más sostenible del mundo no es su nuevo coche eléctrico, el teléfono que usa para leer este artículo o el smartwatch que luce en la muñeca. En la era de lo digital, lo híbrido y lo smart, que abre al mundo un abanico de innovadoras oportunidades, el artefacto más eficiente y rentable para el ser humano es (o debería ser) nuestro hogar.

A comienzos del siglo XX, cuando las guerras eran mundiales y las ciudades padecían los estragos de la industrialización, el arquitecto suizo Le Corbusier definió la casa como una «máquina para habitar». Cien años después, la crisis climática y una pandemia mundial nos han obligado a concebir los edificios en los que vivimos como «máquinas energéticas» diseñadas para garantizar tres derechos básicos: la vivienda, la energía y el confort.

Y es que nuestra idea de hogar ha cambiado mucho en poco tiempo. El confinamiento masivo reordenó nuestras prioridades y nuestro vocabulario, despertando nuevas necesidades. Hoy deseamos casas soleadas, capaces de adaptarse a nuevas posibilidades y roles, que demanden la menor energía posible y dispongan de espacio exterior propio al tiempo que permiten la vida en comunidad. Pero lo que ha cambiado apenas es el hecho de que los edificios, desde su construcción hasta el fin de su vida útil, emiten más de un tercio de los gases de efecto invernadero globales. Son, en su mayoría, devoradores de recursos, centrales aceleradoras del cambio climático.

Es cierto que la transición energética aterrizó en los códigos constructivos mucho antes de que la covid-19 invadiese nuestras vidas, añadiendo la eficiencia a la lista de obligaciones. Sin embargo, no ha sido hasta ahora, con la factura disparada y ante la imposibilidad de mantener la temperatura de nuestros hogares, cuando nos hemos dado de bruces con la conclusión primaria: habitar la máquina no es suficiente, hay que hacerlo en condiciones de sostenibilidad y confort.

Pero, por suerte, el futuro no es una hoja en blanco. Varios arquitectos innovadores llevan décadas imitando la tecnología de lo natural, desarrollando estrategias bioclimáticas capaces de enfriar o calentar un hogar mediante el aprovechamiento de las condiciones climáticas como la orientación, el viento, las precipitaciones o la luz solar. En España, de hecho, la iniciativa pública y privada ha hecho realidad hemiciclos solares, viviendas de sotavento, envolventes activas o gerias climáticas de inspiración canaria.

Hemos convertido los edificios en organismos capaces de relacionarse con su entorno con los mínimos apoyos artificiales y bajas emisiones de CO2. A ello hay que sumarle el desarrollo de la industrialización constructiva, un cambio de mentalidad con el que pasamos de edificar viviendas a fabricar viviendas –como Le Corbusier ensayó hace cien años– gracias a métodos y materiales infinitamente menos dañinos para el medio ambiente.

Esta arquitectura pasiva capaz de reducir la demanda de energía de forma drástica requiere de un mundo que se comprometa con el nuevo paradigma, pero, sobre todo, necesita un usuario activo que conozca y exprima las posibilidades. No cabe en esta nueva era ignorar el comportamiento bioclimático de la vivienda o de los lugares de trabajo (oficinas) y ocio (centros comerciales, deportivos u hoteles) mientras se tiene acceso pleno al mundo desde la palma de la mano con tan solo desbloquear el smartphone.

El tiempo de las construcciones no comprometidas con el medio ambiente llega a su fin. Los edificios de consumo casi nulo se han impuesto y evolucionan para convertirse en edificios de balance positivo, capaces de generar más de lo que necesitan gracias a las tecnologías renovables.

Pero para que el salto definitivo se produzca, la máquina energética ha de ser demandada por la sociedad, ejecutada por sus promotores, explicada por sus diseñadores e interiorizada por quienes van a habitarla. Cada construcción debe tener su propio manual de instrucciones. Conceptos como la galería climática, la chimenea solar, el muro de inercia o las comunidades energéticas tienen que salir de los estudios e instalarse en la calle, proponiendo al usuario un nuevo conocimiento que redunde en beneficio común.

Debemos hacer propuestas circulares, reconfigurables y reutilizables en sus materiales. Tenemos que impulsar una arquitectura corresponsable, que ofrezca respuesta a las nuevas necesidades, familias y formas de relación interpersonal. Los edificios han de comportarse, en definitiva, como una piel que muda, como mudan las necesidades y los estilos de vida de sus ocupantes.

Y es que la penúltima revolución de la especie humana ya no será tecnológica, sino de conciencia. En palabras del antropólogo y codirector de Atapuerca, Eudald Carbonell, nuestro próximo éxito debe ser «el desarrollo de la conciencia crítica de especie y operativa». Importa poco (o nada) que esta nueva conciencia tenga más que ver con nuestras dificultades económicas personales –y, por qué no decirlo, con la dosis aspiracional que nos inyectan los programas sobre reformas ideales y casas de ensueño– que con la crisis climática que afrontamos. El fin es el mismo: el refugio como derecho y la habitabilidad personal y global como objetivo primordial.

Antropológicamente, el género humano vuelve al punto de partida, el de la vivienda como espacio primigenio de seguridad en un mundo cada vez más volátil, incierto, ambiguo y complejo. En la época de lo digital, el foco regresa a lo más material y conceptualmente analógico del mundo, el hogar. Si la máquina energética nos da la oportunidad, tenemos que aprovecharla. De nosotros depende, como afirma Carbonell, sobreponernos o fracasar como especie.

Fuente: Ethic

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