De pescador durante la adolescencia cerca de Río de Janeiro a doctor en Ecología Acuática y Pesca por la Universidad Federal de Pará, en el norte de Brasil, Oswaldo Gomes de Souza Junior personifica la etnobiología surgida por los traumas ambientales en la Amazonia.
Esa rama de la biología, basada en los conocimientos y modo de vida de los pueblos indígenas y tradicionales, es esencial para preservar la pesca artesanal, amenazada por el avance de ciudades, puertos, centrales hidroeléctricas y actividades económicas, como la ganadería, que van destruyendo ecosistemas.
Esa realidad estuvo presente en el Congreso de la Sociedad Internacional de Etnobiología y el Simposio Brasileño de Etnobiología y Etnoecología, que tuvieron lugar en agosto en Belém, puerta de entrada oriental de la Amazonia, con participantes de 45 países.“Las grandes obras atraen migrantes, incrementando la pesca, el turismo, la extracción de madera y el ‘garimpo (yacimiento ilegal)’, lo que aumenta el mercado y por ende el consumo local de recursos naturales, la contaminación y degradación ambiental”: Daniely Félix-Silva.
Souza, ahora un investigador académico de 55 años, coordinó una sesión de debates sobre pesca, manejo y conservación de peces.
“La pesca es parte de mi ser, por mi historia y por vivir siempre cerca de agua”, apuntó Souza a IPS, para explicar el retorno a sus orígenes al dedicarse a la investigación ictiológica, aprovechando así su experiencia de vida
“Empecé a pescar a los 13 años en Niterói y lo hice por seis años”, contó. Niterói es una ciudad separada de Río de Janeiro por la bahía de Guanabara, donde la pesca, que era la vida de miles de familias, casi se extinguió por la contaminación urbana, los derrames de petróleo y la invasión de oleoductos, gasoductos y embarcaciones de todo tipo.
En medio de su sinuoso recorrido, Souza fue después “garimpeiro” (buscador informal de oro) en Rondônia, en el lejano oeste brasileño, antes de volver a Belém, su ciudad natal de donde su familia había migrado cuando él era niño.
Ayudante de albañil, vendedor de bocaditos en puestos callejeros, militar, policía y enfermero auxiliar fueron sus actividades laborales, hasta hacerse técnico administrativo de la universidad.
Volvió a estudiar entonces y se graduó en Administración a los 40 años, a lo que sumó después varias especializaciones relacionadas con la gestión de servicios de salud, donde aprovechó su experiencia de enfermero.
El postgrado lo devolvió a sus orígenes pesqueras. Su maestría en Planificación y Desarrollo Rural tuvo como objeto la cadena productiva del pescado como factor de desarrollo humano en un área cercana a Belém, una ciudad rodeada de ríos y una bahía fluvial que se confunde con el mar.
La universidad lo acercó a los estudios de etnobiología y etnoecología que lo sedujeron.
“La etnoecología reconoce mis conocimientos y los de los pescadores”, justificó. “Los estudios tradicionales no me atraerían”, reconoció.
Su doctorado, hecho de 2013 a 2017, tuvo como tema “La pesca y la etnoecología de la corvina amarilla (Cyniscion acoupa) en la costa norte de Brasil” hacia el océano Atlantico, cerca de Belém.
La corvina amarilla, que los lugareños llaman pescada amarilla, es una especie de gran consumo local y sometida a una captura excesiva y sin control que está reduciendo sus existencias, según Souza. Su tamaño puede superar un metro de largo, pero se le captura habitualmente cuando mide de 60 a 80 centímetros.
“Pagué de mi bolsillo todos los costos de la investigación” (cerca de 30.000 dólares), porque las reglas oficiales prohíben las becas para el postgrado en la misma universidad en que uno es funcionario”, en este caso la Universidad Federal de Pará (UFPA), explicó.
Su estudio se basó en entrevistas con 240 personas que cumplen distintas funciones en la actividad.
Las principales constataciones son de que se redujo la abundancia de la corvina amarilla y que su captura más intensa coincide con el principal período de reproducción, amenazando el futuro de esa importante fuente de ingresos y alimentación.
La conclusión de la mayoría es que una pesca sostenible debe partir de un manejo con un periodo de veda, en que quede prohibida la captura, entre los meses de mayo y julio, cuando la especie más se reproduce.
“Aún no hay defensa para la corvina amarilla”, que actualmente asegura ingresos razonables para los pescadores de la costa norte de Brasil, lamentó Souza. Pero ha habido muestras de que el gobierno empezó a preocuparse y podrá adoptar regulaciones, comentó. Para ello serán útiles los estudios y el conocimiento de los propios pescadores.
“Nuestro problema es que las autoridades pesqueras en general no saben nada de los peces, no conocen los problemas de los pescadores”, se quejó el pescador-investigador.
Los grandes proyectos hidroeléctricos que se multiplicaron en la Amazonia desde la década de los 80 “le dio visibilidad a la etnobiología, como herramienta para obtener informaciones de forma rápida”, reconoció a IPS la doctora en ecología Daniely Félix-Silva, con investigaciones principalmente sobre recursos acuáticos amazónicos.
Los impactos negativos de esos grandes emprendimientos son directos, como represar ríos gigantescos, afectando la seguridad alimentaria de una población dependiente del pescado y otras fuentes fluviales de proteínas, como los quelonios, y los indirectos, más numerosos, señaló.
“Las grandes obras atraen migrantes, incrementando la pesca, el turismo, la extracción de madera y el ‘garimpo (yacimiento ilegal)’, lo que aumenta el mercado y por ende el consumo local de recursos naturales, la contaminación y degradación ambiental”, explicó.
El proyecto hidroeléctrico de Belo Monte, inicialmente denominado Kararaô (grito de guerra en la lengua indígena del pueblo kayapó), le dio impulso a la etnobiología y etnoecología en Brasil, ante los daños irreversibles en el río Xingú, en cuya ribera viven decenas de grupos indígenas, recordó Félix-Silva
Por ello se organizó en 1988, en Belém, el primer congreso internacional de etnobiología, que ahora volvió a la ciudad en su decimosexta edición, apodada Belém+30.
Belo Monte se construyó entre 2010 y 2016, como la tercera central hidroeléctrica del mundo, con capacidad para 11.233 megavatios, retomando con modificaciones el proyecto Kararaô, suspendido en 1989, principalmente por las resistencias de los kayapós y la crisis económica que redujo la demanda energética.
La exigencia de estudios de impacto ambiental para los grandes proyectos y la urgencia de proteger ecosistemas amazónicos aceleró la producción de conocimientos, especialmente de peces (ictiología), otros recursos acuáticos y el ecosistema que les asegura la reproducción.
Los mismos indígenas movilizaron sus conocimientos tradicionalmente acumulados para la batalla contra las crecientes amenazas no solo de las represas hidroeléctricas, como la expansión ganadera, de la soja, de los puertos e hidrovías.
La aldea Miratu, del grupo indígena yudja, más conocido como juruna, efectúa desde 2013 su propio monitoreo de lo que pesca en el Xingú, para medir los efectos de Belo Monte en la Volta Grande, una curva de 100 kilómetros en el margen izquierdo del río, donde viven también indígenas del pueblo arara.
Con la reducción del flujo en la Volta Grande, ante la desviación de aguas para un canal que alimenta la generación eléctrica, disminuyó la cantidad de peces, aumentó el esfuerzo necesario para la pesca y “los peces adelgazaron”, según dijo a IPS el cacique de Miratu, Gilliarde Juruna.
“Estudios de gente de fuera en nuestra área solo se harán si los autorizamos”, sentenció el cacique, como rechazo a evaluaciones supuestamente científicas que tratan de minimizar o justificar los daños a la alimentación y modo de vida de los indígenas y otros pobladores ribereños locales, para los cuales “el río es todo”.
Fuente: IPS
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