lunes, 21 de agosto de 2023

Robots y autómatas en la antigüedad


Claro que hablar de robots y cyborgs en la antigüedad es, estrictamente, un anacronismo. Ambos términos fueron acuñados en el siglo XX, integrándose en nuestra vida cotidiana gracias a los desarrollos de la tecnología en las últimas décadas. Sin embargo, algunos fragmentos de la literatura de los antiguos griegos muestran que el concepto era conocido y que, al menos literariamente, ya estaba incorporado en el imaginario popular. Un artículo firmado por la clasicista Rocki Wentzel, “Robots and Cyborgs in Antiquity”, recientemente publicado por la Oxford University Press, revisa este concepto que, en la mentalidad de los antiguos, se sitúa a medio camino entre lo natural y lo artificial, lo humano y lo no humano, lo mortal y lo inmortal.

En griego antiguo, el término autómatos define algo que “actúa por sí solo”. Para los antiguos griegos, el concepto oscila entre la tecnología, lo mágico y lo divino. En la mitología, muchos de los primeros objetos tenidos por “autómatas”, es decir, capaces de un comportamiento autónomo, fueron creados por Hefesto, el ingenioso dios del trabajo y de la forja. Así las puertas del Olimpo, que se abren “por su propio impulso” (Il. V 749), o los trípodes con ruedas que se desplazan autopropulsados para servir a los dioses en los banquetes (Il. XVIII 373-379), o ya, directamente, unos robots de oro, “semejantes a doncellas vivientes, pues tenían inteligencia, voz y fuerza”, en las que el dios cojo se apoyaba para caminar (Il. XVIII 417-420). Sin embargo, en ningún momento se aclara si estos artilugios se mueven mecánicamente o si hay una especie de encantamiento divino, como es el caso de las criaturas hechas por el aprendiz de brujo del Philopseudes (“el amante de las mentiras”) de Luciano.

Como imitaciones de objetos vivientes, estas creaciones impresionan, pero también causan terror. En Homero y Hesíodo, la palabra daídalon es utilizada para referir a objetos (sobre todo estatuas) tan bien construidos que parecen vivos. En la mitología Dédalo es el ingenioso arquitecto y artesano que construyó el laberinto de Creta (Apol. I 1, 3-4). Según Homero, también construyó una pista de baile para Ariadna, la hija del rey Minos (Il. XVIII 591). Caído en desgracia, Dédalo fue encerrado en el laberinto, el edificio que él mismo construyó. Queriendo escapar, ideó las alas con las que pudo volar junto a su hijo Ícaro. Dédalo había advertido a su hijo que no se elevara demasiado para que el sol no derritiera la cera con que había pegado las plumas de las alas. Ícaro desoyó a su padre y ya conocemos la historia.

Es tradición que las estatuas, agálmata, construidas por Dédalo estaban tan bien hechas que parecían tener vida, como dice Eurípides en la Hécuba (838). Según otros como Platón, estaban dotadas de movimiento. En el Fedón (97 d) el filósofo cuenta que, si no se sujetan, las estatuas de Dédalo “huyen y andan vagando”. Como arte capaz de imitar la vida, algunos mitos dan a la tecnología un origen divino. En el relato de Prometeo, Hesíodo cuenta cómo el titán robó el fuego, símbolo de la técnica y la ciencia, a Zeus para entregarlo a los hombres (Op. 535 ss.). En consecuencia, Zeus les envió a Pandora, portadora de todos los males. A partir de este mito (también el de Dédalo) podríamos decir que la tecnología es producto de una transgresión, o al menos de un desafío a la voluntad de los dioses. También que el mal es una consecuencia de la tecnología.

Pandora es un autómaton, una criatura hecha a imagen y semejanza de las doncellas de Hefesto, solo que de barro. Como las demás autómata de la antigüedad, Pandora es una “maravilla”, tháuma (Hes. Theog. 575), hermosa y fatalmente seductora. Estas cualidades las comparte con otra célebre estatua, la de Pigmalión. El mito es conocido sobre todo a partir de Ovidio (Met. X 243-297). Pigmalión era el rey de Chipre. Durante años buscó una mujer de la cual enamorarse aunque con una condición: que fuera perfecta. Como no la encontraba desistió de su búsqueda y se dedicó a crear esculturas de mujeres hermosas. Una de estas esculturas, Galatea, era tan hermosa que Pigmalión se enamoró de ella, pidiendo a los dioses que le concedieran una esposa así de bella. Conmovida por el deseo del rey, Afrodita convierte a Galatea en mujer y la entrega a Pigmalión como esposa. En otra versión del mito divulgada por Clemente de Alejandría (Prot. IV), la estatua de Pigmalión es un agalma de Afrodita. Una versión vincula a la tecnología con lo divino, la otra con el deseo.

Claro que no todos los robots son tan amorosos. Apolodoro en su Biblioteca (I 9, 26) nos habla de Talo, un inmenso autómata de bronce que vigilaba y protegía la isla de Creta, dándole tres vueltas al día. Según algunas versiones, Talo fue construido por Hefesto con ayuda de los cíclopes. Según otras, fue hecho por el mismo Dédalo. Talo impedía que los extranjeros se acercaran demasiado a Creta y destruía sus barcos, pero también que los cretenses abandonaran la isla sin permiso del rey. Si alguien se atrevía, Talo se metía en el fuego y después lo abrazaba hasta achicharrarlo. Tenía una sola vena que lo recorría desde los talones hasta el cuello y terminaba rematada por un clavo para que no se desangrase. Era su único punto vulnerable. En las Argonáuticas de Apolonio de Rodas (IV 1, 639), Medea hipnotiza a Talo y hace que él mismo se arranque el clavo; pero Apolodoro en su Biblioteca (I 140) dice que la hechicera lo enloquece con sus pócimas. Lo cierto es que Talo se quita el clavo y se desangra derramando su ikhôr, la sangre de los dioses. Nuevamente el lazo entre la tecnología y lo divino.

Tampoco todos los robots son humanoides. En la Odisea (VII 91-94), Homero cuenta que Hefesto forjó en oro y plata unos perros inmortales para que guardasen el palacio de Alcínoo. Los perros son descritos así, como “inmortales”, athanátous, y que “nunca envejecen”, agérôs, términos que generalmente se usan también para el oro y la plata. Pronto autómatas y robots comienzan a dejar el espacio de lo mítico y se convierten en realidad gracias a la ciencia. Hacia el año 400 a.C. Arquitas de Tarento, filósofo pitagórico que fue amigo de Platón, impresionaba al mundo con una paloma impulsada por vapor (D.L. VIII 87-93), y en el siglo I de nuestra era el ingeniero y matemático Herón de Alejandría inventaba un motor a vapor y un molino de viento. Incluso se habla de unos títeres automatizados hechos por él, capaces de representar una tragedia entera. Herón escribió un tratado titulado “Los autómatas”, Automatopoiêtiké, considerado el primer libro de robótica de la historia.

Apolodoro (Bibl. III 8), pero también Pausanias (VIII 53, 2), Diodoro Sículo (IV 60) y Virgilio (Eg. IV 5 ss.), nos cuentan de una vaca hueca que Dédalo construyó para que Pasífae, la reina de Creta, pudiera engañar a un hermoso toro blanco del que se había enamorado por culpa de Poseidón. De esta unión zoofílica nació el Minotauro, monstruo mitad toro, mitad humano. También a Falaris, tirano de la ciudad siciliana de Acragas que vivió en el siglo VI a.C., le construyeron un toro hueco como el de Dédalo, pero con fines muy diferentes. El famoso “Toro de Falaris” fue uno de los instrumentos de tortura más crueles de la antigüedad. Se trata de una estatua hueca de cobre con forma de toro en la que se introducía a los ajusticiados, colocándola después sobre una hoguera. Los gritos de los torturados al quemarse salían por el hocico del toro y sonaban como mugidos. Dicen que la primera víctima del cruel artilugio fue su mismo inventor, Perilao, un arquitecto ateniense que fue echado al interior del toro por el mismo tirano.

El Toro de Falaris es mencionado por Aristóteles (Ética a Nicómaco 1148 b 25) como un extremo de la depravación humana, y consta que algunos de los primeros mártires cristianos, como san Eustaquio y san Antipas, fueron ejecutados con él. Modernamente, hay quienes han sugerido la posibilidad de una conexión entre el Toro de Falaris y ciertos cultos fenicios (el becerro de oro bíblico). En todo caso, el artefacto queda como ejemplo de una concepción mítica que asocia al ingenio y la robótica con el mal, como desafío y transgresión de un orden establecido por los dioses.

Imagen: El vuelo de Ícaro de Jacob Peter Gowy, 1635-37

Fuente: Prodavinci

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