En ‘Correspondencias‘ (Gedisa), el antropólogo británico Tim Ingold (Kent, 1948) reflexiona sobre la importancia de la escritura manual, de la escucha a la naturaleza, del trabajo en común y del disfrute, como algo que brota con los otros. Ingold aborda el que no podemos seguir convirtiendo cualquier cosa en mercancía porque es menoscabar su dignidad.
—Posiblemente nunca se había escrito tanto como hoy (correos electrónicos, redes sociales, mensajería instantánea…) ¿Qué cambia al hacerlo a mano, en lugar de utilizar diferentes teclados (a los que usted denomina «deficiencia»)?
—Los teclados ofrecen un atajo. Acortan el pensamiento y el cuidado y la devoción que conlleva escribir a mano. Es por eso por lo que muchas de los miles de millones de palabras escritas hoy, más que nunca, son tan irreflexivas como descuidadas. Cuando escribes a mano, el gesto manual se toma su tiempo y deja un rastro directo en la página. Está tan lleno de sentimiento como el gesto de tu voz, en el habla o en el canto. El sentimiento está en la línea de la letra misma, independientemente de las palabras que forme. Cuando usamos un teclado, por el contrario, las marcas depositadas en la página impresa, o proyectadas en la pantalla, están desprovistas de sentimiento. Son completamente inexpresivas. Esto nos obliga a tener que recurrir a otros signos (como los emoticonos) para captar el sentimiento que de otro modo se pierde. Pero dado que estos signos se seleccionan necesariamente de un repertorio estandarizado preexistente, ofrecen un sustituto muy pobre y banal. Creo que la dependencia del teclado está contribuyendo directamente a la epidemia de irreflexión y la banalización de los sentimientos que estamos experimentando hoy.
—Una de las propuestas del libro es reconectarnos con lo natural, con lo auténtico (el cuerpo, los árboles, las piedras), en un momento en el que todo apuesta por lo sucedáneo. ¿Cómo reconocer lo que importa?
—Quisiera pensar en la naturaleza en términos de su poder de natalidad, de alumbrar continuamente un mundo en perpetua formación. Mi propuesta es que volvamos a aprender a corresponder con la naturaleza en este sentido. Esto significa alinear nuestras propias vidas (o devenires) con las vidas (o devenires) de los seres y cosas con las que nos relacionamos. Significa ir junto con los árboles, las piedras, etc., y responderles a medida que avanzamos, en lugar de mirarlos directamente. Lo que importa es la atención y la capacidad de respuesta, esenciales para la correspondencia. Ambos faltan en un enfoque que apuesta no por la renovación de la vida, sino por la innovación incesante, a través de infinitas permutaciones y combinaciones de los fragmentos que la vida ha depositado a su paso.
—«El pensador y el amante comparten su situación de vulnerabilidad». También su pasión. ¿Existe cierta indolencia en la sociedad actual?
—Ciertamente hay indolencia en el sentido original de la palabra, falta de sentimiento o indiferencia. Esto puede tener algo que ver con el intenso enfoque, en una sociedad consumista, en la satisfacción de los apetitos individuales. Así, no hablamos de sentimiento como una forma de abrirnos a quienes nos rodean, sino de sentimientos, como sensaciones puramente internas, desencadenadas por algo de lo que primero nos hemos apropiado y luego consumido. Esta es una mercantilización de los sentimientos, por así decirlo.
—¿Es más difícil tener una buena idea o enamorarnos de alguien que nos corresponda?
—¡No estoy seguro de entender esta pregunta! Creo que es tan complicado tener una buena idea como enamorarse y ser correspondido.
—Hablando de correspondencia, en el epistolario asegura que «corresponder implica siempre reciprocidad». En un momento en el que el individualismo fragmenta no solo lo público sino lo común, la comunidad, ¿cómo estimular un compromiso con el cuidado del otro?
—Por ejemplo, fomentando la colaboración entre las generaciones más jóvenes y las más mayores, en lugar de dividirlas en distintas cohortes generacionales que tienen poco que ver entre sí. Y hay que dejar de pensar en el cuidado como una especie de prestación institucional de servicios, con el cuidador de un lado y el cuidado del otro. No se puede cuidar sin ser cuidado y viceversa.
—El mundo está en crisis porque hemos olvidado el arte de corresponder, asegura. ¿Cómo corresponde al otro? ¿Estamos a tiempo de modificarlo?
—No estoy seguro. Se habla mucho de «cambio de comportamiento», pero no creo que sea una cuestión de comportamiento, ni que nadie tenga el poder de cambiarlo. Pero cuando las instituciones colapsan, la gente tiene que improvisar para salir adelante, y tengo la esperanza de que a través de estas improvisaciones volveremos a aprender a corresponder.
—«Todo conocimiento es basura». Esta declaración, escrita por un antropólogo, es una completa provocación…
—No quise decir que todo el conocimiento es realmente una basura, sino que es una basura desde el punto de vista de la industria de producción de conocimiento, que considera el conocimiento como el producto de un proceso de entrada-salida. Pones datos en un extremo y el conocimiento sale en el otro. Y también es una basura desde esta perspectiva, porque el conocimiento que se valora solo como innovación está predestinado a volverse obsoleto casi instantáneamente, tan pronto como aparezca la próxima innovación.
—Vuelvo a la pregunta de Hannah Arendt: ¿amamos al mundo lo suficiente como para responsabilizarnos de él?
—Esto es lo que Arendt entendía por amor mundi. Su pregunta estaba formulada en términos de lo que ella veía (en la década de 1950) como «la crisis de la educación». Esto procedía del hecho, en su percepción, de que la educación pública había renegado de su responsabilidad de introducir gente nueva en un mundo viejo, prefiriendo más bien prepararlos para uno nuevo y controlar su admisión a él. Esto, pensó, no es educación sino propaganda. Aunque podría expresarse de manera diferente hoy, creo que su crítica sigue siendo pertinente. Se remonta a su pregunta anterior sobre cómo estimular el compromiso de cuidar al otro. Dije que necesitamos reunir de nuevo a los jóvenes y a los mayores para que puedan colaborar por el bien común. Debemos confiar a nuestros mayores, que verdaderamente han aprendido lo que significa amar al mundo, el cuidado y la educación de los jóvenes.
—Usted reivindica el «rigor amateur» («un rigor flexible y enamorado de la vida, frente al rigor profesional, que provoca rigidez y parálisis»). Es una sociedad cada vez más especializada, ¿cómo combinar el entusiasmo del aprendiz con la necesidad de profesionalismo en la vocación?
—El amateurismo y el profesionalismo no tienen por qué estar en conflicto. Mientras prevalezca una atmósfera de confianza y compañerismo, el aficionado puede ser un profesional y el profesional un aficionado. La tensión entre el amateurismo y el profesionalismo ha surgido debido a cambios en las últimas dos o tres décadas, en lo que significa ser «profesional». Los profesionales eran vistos como custodios del conocimiento público y encargados de su aplicación juiciosa para el bien común, hasta ser acreditados como expertos en sus campos de especialización con habilidades técnicas que prestar (a cambio de una remuneración), sin tener en cuenta cómo las utilizan los clientes que podrían aprovechar sus servicios. Este cambio coincidió con el surgimiento del currículum vitae como la medida del valor de un individuo, y el salario que puede exigir. Necesitamos volver a la idea de la profesión como una vocación más que como una especialidad.
—¿Por qué «la sociología debe comenzar en los bosques»?
—¡Porque los árboles son los seres más sociables! No somos más que espías en sus largas conversaciones.
—¿De qué manera impacta el cambio climático en las palabras, en nuestro modo y manera de relacionarnos con el lenguaje?
—Esto es difícil de decir. En este momento, el mayor impacto en nuestra relación con el lenguaje proviene de la revolución digital, y esto tiende a eclipsar todo lo demás. Pero el cambio climático, como idea, pertenece a la Gran Ciencia y la ciencia siempre ha desconfiado del lenguaje, pensando que las palabras se interponen en el camino de una realidad que existe allá afuera, independientemente de lo que tengamos que decir al respecto. Por lo tanto, las palabras científicas deben ser estériles, neutrales, insensibles. Por eso creo que el discurso del cambio climático empobrece el lenguaje. Cada idioma, sin embargo, tiene un rico vocabulario de palabras meteorológicas, estrechamente relacionado con las observaciones cotidianas de los hablantes, así como con sus estados de ánimo y motivaciones. Estos vocabularios se están perdiendo, junto con las habilidades de observación de las que dependen. Se están perdiendo para la ciencia.
—Reflexiona a propósito de cómo las condiciones de vida impactan en la salud mental y física (la carencia de hogar, por ejemplo). Cuando nuestro contexto es adverso, ¿de qué modo conservar o preservar la alegría, si es que es posible?
—Esto es duro. Incluso aquí, en el Reino Unido, que se supone que es un país rico, muchas personas se ven obligadas a vivir en condiciones espantosas, y eso les hace la vida miserable. Es una ilusión romántica suponer que la gente puede encontrar alegría en la indigencia. Tener un lugar digno y cálido para vivir es como tener aire limpio para respirar o agua para beber: es algo que todos deberíamos poder dar por sentado. Que esto no sea así, en nuestra sociedad, es porque estas cosas se han convertido en mercancías, colocándolas fuera del alcance de quienes no tienen los medios para adquirirlas. El disfrute también se ha mercantilizado. Se ha convertido en entretenimiento. Sin embargo, el entretenimiento no trae alegría. Es una forma de consumo, y como con todas las formas de consumo, la satisfacción que trae es aislada y de corta duración. El disfrute, sin embargo, no es un bien que se pueda adquirir y luego gastar. Solo puede coproducirse, no por sí mismo, sino en el curso de otras cosas. Su esencia es la espontaneidad. De ello se deduce que la mejor manera de fomentar la alegría es creando situaciones en las que las personas puedan producir algo juntas, por ejemplo, trabajando en un jardín comunitario. El verdadero enemigo del disfrute es el aislamiento del consumidor individual.
—No se trata, pues, solo de habitar el mundo, sino de estar atentos a la vida como dimensión fundante que atraviesa a todos los seres. ¿Qué se requiere para ello?
Imagen: Figured'Art
Fuente: Ethic
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