“¡OVNI visto en La Mancha!”. A 12 kilómetros de Albacete, el señor Cipriano divisa un objeto volador no identificado. Los hechos sucedieron en 1981 y El carro de la farsa se encargó de publicarlo. Su incipiente autor, Iker Jiménez (Vitoria, 1973), entonces contaba con 8 años. Hoy, todavía guarda ese único número dentro de un ejemplar de El gran libro de los OVNI, de Pierre Delval, que reposa en una biblioteca de cerca de 30.000 volúmenes. Es la obra del criminólogo francés uno de los títulos que más huella le han dejado, como en el cine El exorcista o en los bosques de Cataluña —entre Sabadell y Terrassa— los sonidos de la noche.
Suena Mammagamma, de The Alan Parsons Project. También podría ser todo el Oxygène, de Jean-Michel Jarre, o Millennium Theme, de Hans Zimmer. Sin ellos, no habría Iker Jiménez, como no existiría Jesús Quintero sin el Shine On Your Crazy Diamond, de Pink Floyd. “Hace dos años me puse a tocar sintetizadores, a aprender algo de música desde cero. Era como un sueño con el que jamás me había atrevido”, cuenta Iker. Impulsado por la tecnología, el periodista le echó infinitas horas a su nuevo “atrevimiento” y ahora mismo cree que es lo que más feliz le hace a nivel creativo: “La música es una puerta definitiva al misterio de la vida”. Se maravilla por poder tocar en su propia casa los mismos instrumentos (“y millones más”) de un disco de Jean-Michel Jarre, Vangelis o Mike Oldfield. Dice que todo depende de la destreza de uno, de su empeño y de su sensibilidad.
Ha sonorizado con su propia música programas de Cuarto milenio o sus audioseries de YouTube. A veces, confiesa, ha metido músicas en el “inmenso” archivo de los editores de imagen de Cuarto milenio sin que ellos lo supieran y sin saber que eran suyas. “Y las han elegido porque pegaban”, añade. “Mi música no es comercial ni gano nada con ella, pero es seguramente lo que más ilusión me hace, y me ha ayudado mucho en la pandemia. Era una válvula de escape. La creatividad total”. Y la libertad definitiva. Bienvenidos, amigos, a la entrevista del misterio.
—¿Cuándo crees que llegaremos a Marte?
—No te puedo contestar con ninguna certeza, evidentemente, y menos sobre sobre este asunto. Creo que al final el espacio tiene unas barreras mucho más potentes de lo que podemos pensar. Nos costó un universo ir a la Luna, e ir a la siguiente manzana cósmica fíjate lo que nos está costando. Tiene que pasar mucho más tiempo del que están diciendo; hay toda una batalla comercial y de marketing, y por supuesto de inversiones y de dinero en todo esto. Ojalá vayamos a Marte, pero te citaré lo que me dijo un profesor: “Está muy bien lo de buscar vida en Marte, pero tendremos que preguntarnos qué es la vida en la Tierra, porque sigue siendo el gran misterio que todavía no resolvemos”.
—¿Ir a Marte y solo conocer el 1% de nuestros océanos es como ir a Berlín sin haber estado antes en Soria?
—Absolutamente. Cada semana hay noticias alucinantes a nivel de naturaleza y biología. Mira, hace unos días se supo de una serie de bacterias encontradas a unas alturas absolutamente incompatibles con la vida. Pues esto ha durado menos de un día en los medios. Estamos como locos con toda esta carrera, porque es lo que se estila, y no me parece mal tampoco, pero nos rodean cosas que todavía no entendemos muy bien. El milagro de la vida es algo insondable y yo, conforme soy más mayor, más me doy cuenta de ello.
—Recuerdo un programa de Cuarto milenio en el que contabas que, como especie, más que un milagro éramos un prodigio, porque nuestra probabilidad de existir era de 1/10 elevado a 2.685.000. ¿No somos nada?
—No somos nada y somos mucho. Hay gente que habla de la mente como si no fuera un misterio. ¿Pero usted sabe lo que es la mente, hombre de dios? ¿Sabe de verdad la complejidad que tiene? ¿Sabe que hay ordenadores absolutamente prodigiosos que todavía están a años luz de lo que pasa en nuestras neuronas con impulsos eléctricos? Nadie nos habla muy bien del prodigio de la visión, de esa cámara fotográfica absolutamente increíble que a la tecnología le cuesta igualar. Y cuando los astronautas tienen que ir a la Luna tienen que fijarse en esa cosa insignificante que es la salamandra, porque resulta que en sus manos existen una serie de simas y valles concretos que son perfectos para adaptarlos a un traje que es lo máximo en ese momento. Hay cosas que son maravillosas, y me asombra que el ser humano vague por la vida —es mi impresión— sin ser muy consciente de las maravillas de las que habla y que nadie sabe muy bien de dónde vienen. En las grandes preguntas casi ninguno sabe muy bien qué decir. Sin embargo, la gente lo da por hecho. Los mismos misterios son anecdóticos comparados con el enorme misterio que es estar aquí sin saber cuándo vamos a morirnos. El mundo es un lugar fascinante y dramático a la vez, pero el mayor misterio lo tenemos en Soria y estamos siempre mirando por el catalejo.
—Y todavía seguimos sin probar la existencia de Dios…
—Los soviéticos eran unos pioneros en esto de la búsqueda de la chispa de la vida. Los científicos te dicen: “Mire usted, hemos descifrado el Big Bang y es verdad: es un misterio y un prodigio de esta civilización. Hemos descifrado todas las teclas hasta la última”. ¡Coño! Pero queda la última, que es la que pasa de la nada al todo. Continúa siendo un gran secreto, y permanecer ajeno a estas grandes preguntas es un error. Decía antes de morir Juan Rof Carballo que hacía falta un proceso de reencantamiento con la realidad.
—Hay quien dice que no se puede ser creyente si se es una persona de ciencias. Pero Blaise Pascal, Isaac Newton o Albert Einstein eran hombres de fe.
—Es verdad que estamos en un momento en el que el ser humano ha desterrado muchas cuestiones. Me preguntan mucho por qué estos temas que a veces toco tienen tanto eco todavía en el ser humano. Claro, ¿cómo no van a tenerlo, si en muchos aspectos estamos tan en mantillas como nuestro hermano de Altamira? Sabemos que se muere la gente, a veces por una enfermedad, pero no sabemos por qué. Tenemos hipótesis y se ha trabajado más o menos con ellas, ¡fantástico!, pero pasan muchas cosas en la vida, buenas y malas, que no están muy controladas. Viendo la actualidad y sus injusticias, tendemos a pensar que, evidentemente, no puede haber alguien al mando. Pero es una idea muy naïf pensar en que hay alguien al mando. Yo soy un tipo muy agradecido. Quizá es un temor que viene de la prehistoria, del miedo ante la vida, pero todas las noches doy las gracias, porque los temores se incrementan y te preguntas por el mundo de una forma como no lo habías hecho antes. A mí no me hace mal creer, y alguien dirá que es una ingenuidad. Bueno… En ese despojarnos del reencantamiento, una visión científica es maravillosa, pero una limitada a mí me parece más pobre.
—Eres de las pocas personas que han visto a solas las cuevas de Altamira, las originales. ¿Cómo te has sentido?
—Sentí que salí de allí mejor persona. Aquí, en mi biblioteca, en este lateral, habrá 4.000 ó 5.000 libros de arqueología y de prehistoria, y está por ahí el primer libro que hicieron de Altamira. No solo tengo el de Marcelino Sanz de Sautuola (Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander), sino también el primero de otras personas que se habían reído de un descubridor como Sautuola. ¡Tiene narices la historia de la Humanidad! Fue una experiencia vital irrepetible para mí. En esa caverna tuve una experiencia de —dirán— transcendencia cósmica, de autoconocimiento y de máxima emoción. Sea lo que fuere, me da igual que piensen que lo que yo viví fue una tontería, porque sé lo que significó para mí. Variaron cosas en mi vida después de visitar durante tres horas esa caverna, me vi con la necesidad personal de pulir algunas facetas de mi ser; me vi pequeño, muy abrumado. Sentí que todo tenía una especie de fuerza, de flecha, de entidad o de luz donde desde luego la buena actitud tenía que ser premiada. No se parecía a nada de lo que había sentido en ninguna otra faceta de mi vida. Y además no iba con una expectativa, porque no sabía mucho de prehistoria (aprendí después), y fue un shock brutal. Mi experiencia fue muy buena, cambiante… A nivel de persona, de relaciones, de mi posición en la vida —lo puedo decir sin ningún rubor— me hizo más comprometido conmigo mismo en ciertas cosas.
—La tradición oculta del alma, de Patrick Harpur, fue el libro que dio pie al nombre de tu hija. ¿Los libros saben cuándo tienen que aparecer?
—¡Claro! Una cosa que he vivido como amante de los libros es que una biblioteca es el reflejo del alma. Lo tengo clarísimo. Demuestra un anhelo, un sacrificio, el deseo de acercarse a cosas que merecen la pena… La gente puede pensar que mi biblioteca es solo de misterio, pero hay de todo. Es una biblioteca que debe de estar por 27.000 ó 28.000 libros. Evidentemente, hay más de los temas que me gustan. Tengo dos plantas, pero aquí estoy con arqueología, prehistoria, filosofía, experiencia mística y viajeros por España. He crecido con los libros desde tan pequeño que he vivido su misterio, que es que algunos de ellos se revelan cuando tienen que revelarse ante ti y despliegan su historia en el momento justo. ¡Y es más! Hay libros que leíste en su día cuyo significado no era para ese momento y por tanto se quedaron ahí. Pero cuando vuelves sobre ellos —a veces de forma no casual o causal— te dan una revelación, una pista o un código que cambia entonces tu vida. Los libros tienen vida propia.
—¿Tu tío Roberto era librero?
—No. Lo que tenía era una buena biblioteca en un desván. Quizá eso también me marcó mucho. En mi casa siempre ha habido libros y mis padres leen muchísimo, pero en la generación de mi hija son todos digitales y no hay nada que hacer. Pueden acudir a los libros, ¿pero cómo vas a comparar el mundo del que ellos son nativos? Sería absurdo decirle a mi hija que tiene que leer Chauvet Cave: The Art of Earliest Times, de Jean Clottes, porque sí, porque le jodo la actitud de la lectura. Además, esto de los libros en papel es un museo. A mí, como bibliófilo del todo, me encanta el libro como objeto y elemento de poder. Mi tío era un hombre interesado en varias disciplinas, entre ellas la ufología, entonces mi bautismo con todo este tema es porque él, en un desván, tenía una colección de estos libros. Un día, hurgando por ahí, como buen niño, me encontré con El gran libro de los OVNI, de Pierre Delval (el que tengo aquí es el suyo). Me impresionó tanto que cambió mi vida. [Iker se levanta y busca el libro en la estantería] Esto lo ha visto poca gente. Fíjate cómo está de desvencijado… Lo abrí por casualidad en una página muy concreta, la 69, y salía el caso de un niño de diez años. Lo he pensado toda mi vida: si en vez de esta página lo cojo en otra, a lo mejor no me lo hubiera creído. Cuando tienes diez años y lees que a un chico de tu misma edad le ha pasado algo como lo que cuentan aquí, sigues leyendo. El impacto es mucho mayor.
—¿Cómo crees que habría cambiado tu vida de haberte encontrado con El gran libro de los OVNIS a otra edad?
—Joder, qué gran pregunta… No lo sé, porque ya sería distinto. En mi caso confluyeron dos vertientes: la magia del libro y un niño, con todo lo que significa ser niño. La niñez es una fase absolutamente mágica, e intento pensar como un niño casi siempre y no abandonar esos entusiasmos. Creo que mantener la niñez es importante. Por lo tanto, con veinte años habría cambiado. Dicen que el cerebro, hasta los 23 ó 24, no ha completado su maduración. No lo creo, porque vamos madurando toda la vida. ¡Pero imagina con 10 u 11 años! ¡El cóctel que significa eso!
—¿Cuántos años tenías cuando descubriste Viaje a la Alcarria (Camilo José Cela)?
—Creo que lo leí con 12 ó 13 años. Me pareció que era una especie de cántico poético y melancólico brutal. Te enseñaría joyas flipantes aquí. Tampoco esta parte es muy extensa, habrá mil libros o así, pero son solo de viajeros españoles. Intento tener primeras ediciones muy bonitas, desde las de Ramón Carnicer y sus viajes por Castilla a todos los “hurdanófilos” que iban a Las Hurdes. Hay cosas tremendas de los viajes de la España negra… Me gusta mucho la literatura de viajes, y en el fondo he intentado emular todo eso en mi vida y ser el viajero de Cela. Un cuaderno, una cámara… y a ver el mundo.
—¿Una persona leída puede tener más miedos que una que no lee?
—Yo creo que sí. El que está informado sabe de los misterios de la vida, que es una cosa repentina y extraña, con muchos pliegues y sombras. En algún momento en el que yo he sentido miedo era consciente de lo que había pasado en ese lugar. Cuando vi un OVNI una vez en Cantabria, en el 97, me bajé del coche y en mi cabeza empezaron a estar todos esos libros que hablaban de la gente que se había encontrado en la misma situación que yo. Me dio bastante miedo.
—¿Qué diferencia hay entre la verdad y la realidad?
—Buena pregunta… Yo creo que son la misma cosa. Lo que pasa es que no la sabemos leer, no la entendemos. Hemos castrado la verdad, la hemos amputado, y nos creemos que es así. Y la verdad es —como decía uno de los libros que más me ha influido, Los oscuros lugares del saber, de Peter Kingsley— un mundo alucinante que hay detrás de la cortina que gobierna sobre nuestra percepción. No llegaremos a entender muchas cosas, y en el fondo no llegaremos a entendernos ni a nosotros mismos, pero al final el hombre está buscando un sentido, que decía el propio Rof, y esa búsqueda personal es la más importante.
—Recuerdo una entrevista de Pedro Piqueras en la que decía que había gente que daba por hecho que la verdad no importaba. ¿Por qué?
—Lo vemos todos los días. Importan los intereses, tu visión, la política… Yo estoy muy defraudado. Para mí, la experiencia de la pandemia ha sido como otro Altamira, aunque evidentemente diferente. He vivido una revelación con nuestro gremio, con el poder, con la comunicación, con gente que no podías pensar que era tan idiota y lo era… Estamos tan politizados que solo importa el color de tu gafa, los buenos y los malos, los míos a pesar de todo… Políticos y gente importante y de medios me han dicho: “Mira, yo sé cuál es la verdad, pero este es mi partido”. Entonces, claro que no importa la verdad. Importa tu verdad, la de tu partido. Por eso llevo esta camiseta con el signo de La estirpe de los libres. Cuando me voy de la tele, ¿cómo se me ocurriría a mí meterme en YouTube? Pues porque iba a seguir contando. En ese momento, la cadena no vio hacerlo desde casa, que es el planteamiento que yo tenía, porque dije que no seguiría grabando, por la salud de mi equipo. Lo tenía muy claro. ¿Qué aprendizaje tiene eso? Que tienes que ir a muerte con lo que tú crees, aunque el mundo entero te diga que no. Lo que he vivido ha sido inaudito: las risas por las mascarillas, que esto era un resfriado… ¡Los mismos popes que ahora nos dan mensajes son los mismos que han fallado en todas! A mí me ha dado palos la izquierda y la derecha. He vivido tales cosas sobre el poder y la mentira que no se pueden creer. ¿Por qué nos ha pasado lo que nos ha pasado con la pandemia en este país a mi equipo y a mí? Porque hemos tratado el tema con la misma honestidad —fuera de políticas— con la que trataríamos otros asuntos, aunque la gente no se lo crea. Somos los más honestos de la tele. Lo puedo decir aquí y donde sea. La gente decía que habíamos cambiado, pero lo que había cambiado era la perspectiva del politizado. Me he dado cuenta con esta experiencia de lo difícil que es en este país contar una verdad objetiva. Es alucinante.
—¿Cómo de cambiante puede ser la ciencia? ¿Depende de la política y de la ideología?
—Totalmente. Es una pregunta fundamental. La gente ha creído en la ciencia como una nueva religión que no falla. Hay mucho de política en cualquier decisión. ¿Lo de AstraZeneca no es política? ¿Lo sabremos alguna vez? ¿Alguien en el mundo sabe si esa vacuna es buena o mala? Yo no lo sé, pero te aseguro que no me creo casi nada de nadie. Y no soy precisamente antivacunas, lo he demostrado. ¿Alguien cree de verdad saber qué pasa con este virus? ¿Alguien nos va a contar el origen? No. ¿Por qué? Porque políticamente ha habido fluctuaciones e intereses para que no se sepa. Y luego todo está tan absolutamente polarizado que cuando he hablado con científicos que cobran dependiendo de quién, me dicen una cosa o me dicen otra. La política y la economía gobiernan… Y la evidencia, o es la leche o te la van a deformar. ¿Tú crees que es normal que haya vuelos que lleguen a España desde Brasil con una cepa que te mata 3.000 personas al día? ¿Crees que es normal de verdad? ¿Crees que nos va a afectar? Nos va a afectar. ¿Tú crees que muchos no hacen la vista gorda si eres de derechas o eres de izquierdas? ¡Qué asco! Al virus le va a dar igual que tú seas de izquierdas o de derechas. Es tal la mezquindad y ruindad… Hablamos de 100.000 muertos en España. ¡Imagínate en cosas menores lo que se tiene que hacer!
—Has invitado a tu programa a Fernando Simón, pero no sé si su negativa ha sido porque ha dicho que no o porque no os han llegado a contestar.
—Sí nos han contestado, pero no se podía. Me parece curioso, porque el programa de Horizonte, con tres millones de media de espectadores, ha sido el más visto del COVID-19. Estoy pidiéndole a un cargo público, no a cualquier invitado, que en la mayor pandemia de nuestra historia venga al programa que más audiencia ha tenido en esto, porque a lo mejor me saca de dudas. Desde luego un masaje no voy a hacer, porque he perdido gente en esta pandemia. Entonces, solo en honor a ellos, a mí no me calla ni la izquierda ni la derecha ni el centro. Hay cosas mucho más importantes que eso. Es impresionante cómo hay gente que pliega, se arrodilla y se la come. Viejos periodistas me han dicho: “Hombre, ¿pero estás de nuevas o qué?”. Pero no podía pensar yo que fuera a este nivel. ¿Por qué no se han visto los muertos? Mi amigo el doctor Tomás Camacho, en un programa de Horizonte antes de Navidad, contó lo siguiente: “El exceso de mortalidad han sido 70.000 muertos. Yo vivo en Vigo y nací en Santiago. De Santiago a Vigo hay 100 kilómetros. Si pones los cadáveres en la cuneta llegan a Vigo”. Pues lo querían matar. El ser humano no quiere saber, no es responsable, y una gran parte está tan politizada que parece que el derecho a la vida está por debajo del derecho a la ideología. Como dijo Teócrito, “los hombres libres tienen ideas, los sumisos tienen ideologías”. Es acojonante. He visto mentiras en un lado y en otro. He tenido que llamar a medios de tinte conservador porque mentían sobre mí, y he tenido a personas de la ultraizquierda que consideraban que yo era poco menos que un agitador que iba contra su Gobierno. Me han llamado “nazi” y “masón” en la prensa, me han llamado de todo personas intelectuales, que luego ves sus recorridos y te das cuenta la pobreza que es estar en la vida para seguir una conducta o lo que diga el partido. Por eso creo que lo de La estirpe de los libres está bien puesto, porque es lo que uno pretende: salirse de esta basura ideológica que contamina todo. En España, siendo como somos y con lo que hemos sufrido, a la gente le da igual.
—Si esta pandemia nos pilla con el PP en el Gobierno, ¿crees que habríamos salido más a la calle para protestar y manifestarnos?
—¡Hombre! Si hubiera sido al revés, esto habría sido la guerra civil. No tengas la menor duda. Pero no por nada bueno ni por nada malo. Seguramente hay activadores mucho más intensos. Yo creo en la izquierda y en que en el movimiento popular —históricamente— tiene más capacidad de penetración. Ha habido 42 personas con incidentes parecidos al de George Floyd en todo este tiempo y nadie ha quemado una comisaría más en Estados Unidos ni nadie ha salido a la calle a darse de hostias. Pero los hechos han ocurrido. ¿Por qué un hecho sí y otro no? ¿Por qué puede haber una fotografía terrible de un niño desgraciado en una patera pero no se puede difundir la de una niña a la que le ha pasado una furgoneta por encima en un atentado yihadista? ¿Qué diferencia hay? ¿Por qué unas cosas ofenden y otras no? La puñetera política siempre haciéndonos tragar ruedas de molino absolutamente deleznables.
—¿Qué le preguntarías a Fernando Simón?
—Le preguntaría tantas cosas… De pura actualidad, le preguntaría: “Oiga, don Fernando, con todo lo que hemos pasado, con todos los errores que cualquier ser humano puede tener, y con mi absoluto conocimiento de que usted no desea mal a nadie, ni un solo contagio, me sorprende que con todo el aprendizaje de los errores, uno tras otro, usted hable con esta seguridad y me diga a mí que la cepa británica es marginal, que los aerosoles no contagian… Con todo esto se ha demostrado que usted no estaba acertado, y a mí me asombra que no haga autocrítica. ¿Qué le frena a usted para actuar como cualquier persona que sabe de su campo? ¿Qué le impide a usted actuar con libertad?”. Si lo vemos nosotros, ¿cómo no lo ve él?
—¿En qué momento hemos pasado a vivir en una distopía?
—Es un proceso gradual que la pandemia solo ha acelerado, en mi opinión. Es un proceso que creo que tiene mucho que ver con la red, que tiene su lado positivo y otros muy malos; el gran cambio del cerebro y la humanidad es el cerebro en red, y eso va a cambiar todo absolutamente: los comportamientos, la psicología social… Todo. Pero todavía no estamos a tiempo de saberlo. A mí lo que más me aterra de esta distopía en la que vivimos son dos cosas: la politización extrema y el deseo de no ser individuo. No creo que la gente sea igual, por sus diferentes motivos, ni para bien ni para mal. Pero en una especie de conducta hiperigualitaria nadie quiere —o muy pocos— ser un individuo libre y solitario. Eso a mí me irrita, porque por eso se ven las cosas que se ven y la gente vive una vida para no desagradar, no sabiendo qué decir, no sabiendo qué palabras manejar… Solo por no ofender. La pandemia solo ha incrementado esta sensación.
—¿Es por lo tanto nuestra vida una simulación?
—En parte sí. Por eso la autenticidad es la última llave para —creo— una vida rica. Yo no quiero agradar, y como profesional que vive del público esto es un contrasentido; si me ven tres millones en vez de 800 es mejor para mí, porque uno quiere llegar a la gente. Pero por otro lado no se puede ser esclavo de la gente. El que hace cosas no se debe a su público. Es que no tenemos por qué ser iguales. Eso parte de lo que hemos hablado antes, de una configuración mental de la realidad en la cual no caben los matices. Nadie, o muy pocos, tienen los cojones a decir lo que piensan, entonces pasa lo que pasa.
—¿Un fallo en Matrix es una señal de Dios?
Fuente: Zenda
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