Los sonidos de los vasos chocando, las conversaciones entremezcladas con la música de fondo, el festejo de bienvenida al amigo que llega, al tema que pedimos, al dealer en la puerta. Todo esto parece un recuerdo de la época de oro. Esa época donde tirábamos nuestros abrigos en la esquina del bar deseando volver a verlos al amanecer. Con nuestro maquillaje corrido y el último cigarrillo en la boca finalmente salíamos tambaleando y parábamos un taxi para irnos a dormir. Cansados, borrachos, solos o acompañados. Hoy nada de eso es posible, el cierre de la noche de sábado dejó de ser el retorno eterno a nuestras casas —con paradas en el medio en búsqueda de más tabaco y un poco de agua, con desvíos improvisados rogando por preservativos en las puertas de las farmacias 24 horas— y pasó a ser un botón de off que apaga nuestra felicidad en un segundo y nos deja sin escalas a los pies de la cama.
Es desde mi habitación, un espacio de tres por tres, donde me dispongo a asistir a mis primeras fiestas de cuarentena. Este sábado me tomaré mi búnker con un volumen que cruzará el límite de lo permitido en el edificio. Quiero saber si puedo quitarme el prejuicio que tengo frente a la convocatoria de la virtualidad. Las opciones son variadas, así que tengo ubicadas tres tipos de fiesta totalmente diferentes.
Creo que desde que comenzaron estos eventos multitudinarios el verbo que se utiliza es “ir”. A la fiesta se va, no se conecta, entra, une, engancha. ¿Vas a ir a la fiesta por Zoom? Es la pregunta. Y me siento extraña, porque no me trasladaré corporalmente a ningún sitio, estoy a un segundo de aparecer y desaparecer de la vida de la gente sin gastar tiempo ni dinero. Todos estamos exactamente en la misma situación. Las fiestas virtuales trascienden edades y clases sociales, es un click de acceso a cualquier lugar con música variada y luces de neón. No existen el sur y el norte, la entrada a mil pesos ni las zapatillas nuevas para poder “entrar”. Con mi computadora y mi celular cargados de batería será suficiente.
Fiesta uno: la vergüenza se va
Prepará tu traguito, primpiate un outfit pa perrear y creá tu pista de baile en casa, dice la descripción de la cuenta de Instagram de Se PiCall, la primera fiesta a la que voy. Pido el acceso por un mensaje privado y me pasan el link a través del cual debo conectarme. Cuando clickeo aparece un cartel con algunas reglas a seguir: me piden que por favor tenga mi cámara prendida y el micrófono apagado. Me advierten que si no quiero ser reconocida puedo usar una máscara y cambiar mi nick. Y lo importante y más llamativo: que si alguien no me responde a los mensajes privados, no insista o si alguna persona me molesta con estos mensajes puedo reportarlo a les anfitriones de la sala. Estos organizadores fueron precavidos y atentos a las reglas de cuidado virtual que una fiesta vía Zoom debe tener. No nos olvidemos que el ciberacoso puede ser un fastidio y sigue existiendo por más COVID que ronde en el mundo.
El cartel desaparece y una decena de cuadraditos toma la pantalla de mi computadora. Se ven torsos sin cabeza bailando al compás de la música mezclada por el DJ invitado. Algunos movimientos de caderas dejan entrever tragos de fondo. Otras personas tienen el ángulo un poco más abierto, se pueden ver con máscaras de alien, tapabocas diseñados adrede y un outfit de noche. De fondo, luces de colores que giran, lámparas de pie que apenas iluminan el ambiente. Aparentemente la mayoría de las personas le dedicó unos segundos a tunear su casa para convertirla en una pista de baile por las próximas horas.
Mientras veo obnubilada la situación decido improvisar mi noche. Una lata de cerveza helada arriba de mi mesa de luz, un poco de tabaco y palo santo. ¿Palo santo? Sí, porque a nadie le gusta dormir con olor a cigarrillo y estoy decidida a que mi pista de baile ocurra en mi habitación, nada de andar meneando en el salón de mi casa. Tengo vergüenza.
Sin nada de maquillaje espero diez minutos sentada tipo india hasta sentir un poco de agitación en mi pecho. “Yo perreo sola”, de Bad Bunny, me invita a ponerme de pie y empezar a mover el cuerpo. Decido en un principio no mostrar mi cara, apunto la cámara de la pantalla del cuello para abajo. Tengo una remera negra y un jogging. Es a la primer fiesta en mi vida que voy con esa facha. Ni siquiera me molesté en peinarme, en bañarme, en ponerme un poco de perfume ¿para qué? Si nadie puede oler mi piel, mi aliento, mi sudor. Entiendo que algunas personas deciden arreglarse para ellas mismas durante esta cuarentena, pero en mi caso el maquillaje es algo que exclusivamente me requiere un esfuerzo, y si hay algo que creo bello en mi aspecto es el hecho de sentirme y mostrarme cómoda. No estoy dispuesta a hacer una performance con un rouge coloradísimo para quedarme en mi habitación.
Bailo con gente pero estando sola, miro cómo los cuerpos siguen el ritmo de la música sin ningún tipo de timidez. Comienzo a transpirar, voy por mi segunda lata de cerveza, mis piernas reconocen de a poco los movimientos que habían perdido. Y ahí estoy yo, sin corpiño, meneando como el mes pasado pero sin ser juzgada ni tocada ni acompañada. Dos horas después veo cómo una chica se aleja de la cámara en ropa interior, más arriba un otro chico está sin remera, hace calor. Soy cómplice de la desnudez ajena en la era de la virtualidad, de un mundo que busca la exposición de la intimidad con seres extraños.
Empiezo a sentirme cómoda dentro de un territorio completamente inexplorado, que poco a poco se transforma en un momento agradable. No miro para atrás. Nunca miro para atrás porque me hace recordar mi soledad. Decido, como todos los participantes, no alejar ni mi vista ni mi cuerpo de la pantalla, marcando el paso con mis caderas, bajando, subiendo y dando giros rápidos al compás del reggaetón. Por momentos paso con un click las páginas de los cuadraditos para ver cuerpos diferentes. Veo de todo: una señora de unos cincuenta años está sentada frente a la cámara siguiendo la música con la cabeza, una pareja baila apretada mientras come pizza, un chico semidesnudo salta con las manos en alto arengando dentro de su balcón.
Decido ir a una segunda fiesta antes de abrir la tercera lata de cerveza. No saludo a nadie, ni aviso a los anfitriones, me voy como llegué: sola.
Fiesta dos: a puro emoticón
Claro que no es lo mismo. No puedo comparar mi bar preferido, el espíritu de fiesta ubicada en la otra punta de la ciudad donde conozco gente en la puerta, intercambio números de teléfono o cuentas de Instagram, con estar completamente sola en mi habitación. Decido trasladarme al living con mi parafernalia tecnológica y darlo todo. Aquí no huele a esa mezcla de porro y transpiración del bar de Colegiales; aquí huele al aceite de las empanadas que acabo de pedir por delivery. Me pedí con ajo y picante: de mi casa no me voy a ninguna parte y menos que menos terminaré a los besos en un sillón viejo y sucio cargado de gente extraña.
La segunda fiesta es conocida de la época de oro; la Bresh decidió adaptarse a la nueva era del aislamiento social y preventivo. Actualmente se convirtió en un live de Instagram que convoca a más de 400 mil personas todos los sábados. Jóvenes que comentan durante el mismo live sin parar tanto el acting del DJ como la música seleccionada. “En casita se acortan las distancias y se revoluciona el aislamiento”, escribe un participante. Un hit reguetonero tras otro, los pibes enloquecen enviando corazones. En la pantalla se ve a un chico con movimientos rápidos, un showman perfecto detrás de un escenario montado, como si fuese una cabina exclusiva de DJ. El público agita a puro emoticón y comentario escrito; parte del atractivo que tiene la Bresh es compartir en tiempo real cómo la va viviendo cada uno desde sus casas. Parece que en la fiesta digital hablarles a los otros mientras bailan no es un crimen.
En la Bresh no se ve nada más que el DJ en pantalla así que me relajo un poco. Ya no veo cuerpos, máscaras, caras y tragos ajenos. Aprovecho para tomar un poco de agua, ir al baño, a la cocina y a la ventana a tomar aire. Tengo la sensación de que mi presencia no está tan exigida por la ausencia de la cámara.
“Ella se arrebata bata bata bata”. Bailo. Canto. Me sé todos los temas. Me siento sola, pero a la vez algo liberada de tener mi espacio de baile. Una amiga me manda un Whatsapp para que le recomiende una película y le contesto que más bien nos encontremos en la fiesta y que bailemos juntas. Ella se conecta y nos empezamos a reír. Mientras hablamos por videollamada, en la otra pantalla suena reggaetón. Mi amiga me dice que me saca a bailar. Somos la dupla perfecta en una pista invisible. Apenas nos vemos entre nosotras y hacemos un chin chin con el mismo aire. La fiesta la hacemos entre las dos, en ningún momento decido intervenir en el live con comentarios y corazones.
Tengo la sensación de que muchos participantes entienden mejor que yo este tipo de dinámica. Por momentos circulan cuentas de personajes famosos que tienen menos de 25 años: ellos tienen más aguante, son jóvenes y bellos. Decido irme antes de hacer papelones e intervenir pidiendo un tema pasado de moda, como si fuese la tía desubicada. Estuve lo suficiente como para entender de qué va un live, no perdí dinero y bailé virtualmente con una amiga. Me despido de ella y voy por más alcohol a la cocina.
Fiesta tres: la nostalgia que nunca se fue
Ya son las 4 am. Estoy cansada, algo borracha. Me siento demasiado lejos de volver a mi vida prepandemia, de salir fuera de mi casa y tener alguna anécdota bizarra en mi recorrido de bares por Buenos Aires.
Decido cambiar nuevamente de fiesta. Vía Instagram me voy a una fiesta inclusiva llamada A pura cuarentena. En su descripción se definen como La mejor fiesta virtual, abierta e inclusiva de la Argentina. Las recomendaciones para entrar están relacionadas con la apariencia: Lookeate, maquillate, ponete máscaras, cotillón, glitter, luces para alegrar la fiesta. LO QUE DÉ. Un cartel simple que presencialmente puede invitar a un encuentro descontrolado. Virtualmente también, quien sabe si puertas para dentro la gente tiene más ánimo de provocación.
Me sirvo un último vaso de alcohol para inyectar algo de energía en mi cuerpo. Siento que no estoy bailando tanto como si fuese una fiesta presencial, quizás es el encierro que cansa mis músculos más rápido. También pienso que mi estado de ánimo subió demasiado rápido en las últimas horas y que ya es momento de bajar y acordarme de que la distancia social existe hace más de cincuenta días y que quizás esto ya es mucha interacción con gente en una misma noche.
A pesar de las recomendaciones no me cambio de ropa ni uso ninguna máscara. De todas maneras, sí decido mostrar mi cara porque a esa altura ya estoy desinhibida por completo. Siento que ya tengo mi anécdota bizarra del fin de semana. Bailo otra vez, completamente sola. Bailo como si no hubiera mañana. Me termino de emborrachar en el medio de la oscuridad de mi living sin hablar con nadie. Suena J Balvin y veo glitter a través de mi pantalla, militantes del movimiento LGTBQ+ con sus banderas de fondo, jóvenes moviendo las cabezas. Me gusta ver gente bailar y cantar el tema que están pasando. Esta vez decido hacer un movimiento de manos saludando al público, como si alguien me conociera. Tiro un beso a la pantalla y apago la computadora.
Decido irme a la cama prácticamente sin cambiarme de atuendo, son sólo cinco metros desde mi living como epicentro. Esta vez me ahorré el taxi de regreso.
Al otro día me despierto con una leve resaca, con el cuerpo extenuado. Le escribo a mi amiga: “era lo que necesitaba. Descargar energía. ¿Se podría decir que salimos de fiesta? ¿Cuenta como tal?”.
No sé, pero por ahora es la única que tengo cerca. La fiesta estuvo en mi cabeza, en mis objetos tecnológicos y en parte de mi cuerpo: la interior, la que se movía. La parte superficial la dejo para cuando sea libre, siento que extraño ver mi almohada manchada con el rímel de la noche anterior.
La cuarentena nos vino a recordar la necesidad de la presencia física, la importancia de la comunicación no verbal, la exigencia de la materialidad del cuerpo del otro. De todas maneras, más allá de mi pesimismo virtual, reconozco que la música y la compañía a través de una pantalla hizo un poco más feliz mi fin de semana. Bailar es el aguante que le ponemos al confinamiento. Solo recemos para que internet no se nos corte y el delivery de alcohol llegue a tiempo a nuestros hogares.
Fuente: Vice
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